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Me va a costar escribir esta crónica. Sí, porque me cuesta escribir en serio de algo que no me creo. Sí, porque resulta hipócrita hablar de lo bien que corre Armstrong sabiendo que Armstrong corre dopado.
Llevamos unos días atendiendo con estupor a los sorprendentes matices de la gestión de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF). Confirmando lo que ya sospechábamos, en realidad. Y no me refiero a esas conversaciones propias de cualquier socio de los Peaky Blinders, ni a la comisión exagerada que haya podido conseguir otro avispado niño de papá, de esos que tratan con el rey y que vienen a enseñarnos al resto de los mortales cómo se hacen las cosas. Ni siquiera me refiero a que el reparto de dinero acordado para los equipos participantes de esa vergonzosa farsa llamada Supercopa sea completamente humillante y propio de un régimen feudal. No, me refiero al hecho de que, de acuerdo al contrato que han firmado con el Gobierno saudita, el mucho dinero que recibe la RFEF está condicionado en parte a que Real Madrid y Barcelona jueguen ese torneo. Un torneo cuya participación, teóricamente, se consigue mediante los méritos obtenidos en la Liga y en la Copa, dos competiciones que juegan muchos más equipos. Dos competiciones que están vigiladas y arbitradas, fíjate tú qué cosas, por la Real Federación Española de Fútbol. Es decir, el zorro es el que está cuidando a las gallinas.
Lo anterior puede que explique algunas cosas que eran difíciles de explicar de otra manera. Lo que antes entraba en la categoría de la paranoia, así nos llamaban los que saben de esto, ahora debería entrar en la categoría de ensayo. Pero hagamos como los que saben de esto y centrémonos exclusivamente en lo que pasó en el césped. Por mucho que lo que pasase en el césped tuviese la brillantez de un partido de fútbol aburrido, plano y carente completamente de magia.
Mi sensación al cumplirse el tiempo reglamentario y ver el cero a cero en el marcador fue que el Atleti es un equipo que se desangra. Poco a poco, pero de forma aparentemente irrefrenable. La colección de agentes externos que reman en dirección contraria es desproporcionada, no cabe duda. Un plaga de lesiones que parece bíblica (y que seguramente tenga una explicación más cercana a la fisioterapia que al esoterismo), estrellas en baja forma, expulsiones exóticas, mala suerte de cara a la portería, un entorno mediático desestabilizador y un árbitro, o bueno, lo que sea Gil Manzano, que parece alcanzar el éxtasis retorciendo el reglamento cada vez que le toca torear al Atlético de Madrid. Pero también es cierto que el fútbol no ayuda.
El Atleti salió animoso, sin embargo. Dominando el balón y el juego. Quedándose a vivir cerca del área rival, aunque es verdad que delante tenía un Granada necesitado de tardes de paz y que no estaba por la labor de hacerse el harakiri. Karanka debió estudiar el partido del Atleti frente al Espanyol porque planteó prácticamente lo mismo. Y le salió bien. Le bastó cerrar filas por dentro, habilitar solamente las bandas y no cometer errores para anular el ataque rojiblanco. Algo que quizá no suponga tanto mérito teniendo en cuenta que los rojiblancos tienen el centro del campo que tienen. Inoperante, plano, incapaz de generar juego, incapaz de sacar el balón con rapidez (mucho menos con limpieza) y con un poder exagerado para transmitir inseguridad al resto de las líneas. Koke lleva toda la temporada navegando entre la discreción y el horror. Lo de De Paul quizá merezca un capítulo aparte porque, a falta de cinco partidos para terminar la Liga, creo que uno puede decir ya que está siendo una gran decepción. Es un jugador que parece que tiene un montón de cosas buenas, pero que no muestra ninguna. No con esta camiseta, al menos. Y tampoco salió bien el invento de Javi Serrano. Un muchacho con una pinta excelente, pero que juega en la quinta categoría del fútbol español. En este partido se notó.
La primera parte se fue apagando poco a poco hasta terminar entre el bostezo, el juego a cámara lenta, los pases horizontales y los balones colgados a las rodillas de los delanteros. Griezmann sigue deambulando por el campo como una sombra de lo que fue. Correa anda también lejos de su mejor versión. Ni que decir tiene un Llorente que no ha encontrado esa forma en todo el año. Resultaba extraño no ver a Luis Suárez o Cunha en esa situación, pero tampoco mejoró mucho la cosa cuando entraron al campo en la segunda parte. Eso sí, nada hubiese sido lo mismo si cerca de la media hora el tal Gil Manzano hubiese señalado penalti por una patada a Griezmann dentro del área que le hizo sangrar el empeine. No es una hipérbole. Es literal. Sigan, sigan… dijeron Gil Manzano, el funcionario de turno que estuviese en el VAR, Rubiales y Piqué. Sigan, sigan.
La segunda parte comenzó de nuevo bien por el lado colchonero. Con el equipo intentando ser más vertical, aprovechando las características de Carrasco y rematando a puerta, que es algo que parece que cuesta horrores últimamente. Pero no hubo suerte. Primero Griezmann y después Correa cruzaron demasiado el balón hacia la portería de Luis Maximiano.
El tiempo corría, el Granada intentaba que no pasase nada (es el tercer equipo seguido que pierde tiempo de forma exagerada en el Metropolitano) y el Atleti se desesperaba. Incapaz de trenzar una jugada con criterio, el partido parecía un LP de 45 revoluciones por minuto que estuviese sonando a 33. Leeeeento. Espeeeeeso. Aun así, el Atleti pudo ganar en las postrimerías del partido con alguna jugada de Carrasco, el mejor de los rojiblancos, y mucho más con un remate al larguero de Cunha. Pero la mala suerte doblegó otra vez el deseo de la parroquia madrileña.
Empate que huele a derrota y a pinchazo. Más, teniendo en cuenta lo que había hecho el Betis el día anterior. Más, viendo lo que queda por delante. Es difícil imaginar a qué podría agarrarse el equipo ahora mismo, pero no hay mucho tiempo para pensarlo. Quedan cinco partidos y la clasificación está en un puño. Piensen que el resto de rivales también tienen sus objetivos: Barça, Sevilla, Betis, Real Sociedad, RFEF… Con ello hay que lidiar.
Me va a costar escribir esta crónica. Sí, porque me cuesta escribir en serio de algo que no me creo. Sí, porque resulta hipócrita hablar de lo bien que corre Armstrong sabiendo que Armstrong corre dopado.
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