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La frontera del Oeste había sido el mar y, más concretamente, la séptima ola. La séptima ola es, por otra parte, una frontera mítica, pero habitual en muchos territorios costeros de todo el mundo, que, en la Antigüedad, solo se daban por invadidos cuando un extraño pisoteaba la séptima ola. En ocasiones, frente a cualquier mar, he intentado localizar esa legendaria séptima ola. Y he dado en que no existe. Es imposible contarla. Cuando se rompe la primera, contra la roca o la arena, la séptima aún no se ha formado. Solo es agua aún no llamada ni singularizada por el viento y la corriente. Fijar la frontera en la séptima ola es, por tanto, fijarla en cualquier punto arbitrario e injustificable. La séptima ola es la metáfora de una frontera convencional, cruel, absurda, como cualquier otra. Una séptima ola no tiene valor poético. No más que palabras como verja, alambrada, espino o frontera. Los Antiguos, cuando inventaban conceptos como séptima ola, sabían lo que estaban haciendo. Estaban enmascarando algo terrible. Ese algo terrible se concentraba hoy en esta suerte de desfile que estaba observando. Adultos, niños, niñas que, tras generaciones de exilio, desconocían el mar y su séptima ola, desfilaban ante ellos mismos y ante un pequeño grupo de periodistas, en un campo de refugiados, para celebrar la independencia de su país, que no existía. Era un desfile sencillo, incluso triste, en la región más triste del desierto. De hecho, solo recuerdo a la delegación de los hijos de los hijos de los hijos de los desterrados que habían conocido el mar y su séptima ola. Avanzaban en el desfile con objetos marinos en sus manos. Esos objetos, fabricados tan lejos del mar, carecían de la utilidad que les confería las aguas que aquí no existían. Eran redes de pesca, que jamás pescarían, elaboradas desde una memoria que ya no era funcional. Y eran, recuerdo, también pescados. Pescados que nadie recordaba, recortados en cartón, y que los niños transportaban en sus brazos, como si fueran el fruto de un día de trabajo en un mar cuya humedad y sabor se desconocía. Aquellos pescados eran símbolos. Eran, por ello, como cualquier otra bandera del planeta, con la salvedad de ser, tal vez, aún más hermosa. Pero aquellos pescados, condenados a ser de cartón por los siglos de los siglos, eran la prueba, certera y salvaje, de que la séptima ola puede estar, en realidad, en cualquier sitio. Venir, irse, desplazarse como una ola. Golpearte y ahogarte como una ola. Ser impasible, como una ola que todo lo arrasa y que todo lo ignora. Dejar náufragos a su paso. Un día nosotros también la veremos de frente, pues solo es posible verla de frente.
La frontera del Oeste había sido el mar y, más concretamente, la séptima ola. La séptima ola es, por otra parte, una frontera mítica, pero habitual en muchos territorios costeros de todo el mundo, que, en la Antigüedad, solo se daban por invadidos cuando un extraño pisoteaba la séptima ola. En...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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