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Reseña

No nos vale con habitar la derrota. O sobre el mar que podríamos ser

Una lectura “vital” de ‘Existiríamos el mar’ de Belén Gopegui

Julia Cámara 8/05/2022

<p>Versión coloreada de la ilustración La gran ola, que forma parte de la obra Cien miradas al monte Fuji, de Hokusai (siglo XIX).</p>

Versión coloreada de la ilustración La gran ola, que forma parte de la obra Cien miradas al monte Fuji, de Hokusai (siglo XIX).

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Le leí a M. contar que estaba leyendo Existiríamos el mar en la oficina, aprovechando los ratos que su jefe no miraba, y que eso era también en parte una victoria. Pocas semanas después la despidieron y ella dijo que nunca una carta de despido le había provocado tanto alivio como esa. Sonaba en mi cabeza Amaral y su: “Aquella misma tarde fuimos a celebrarlo”.

Hay un punto en la escritura de Belén Gopegui que se te pega a la piel y se amolda al ritmo en que respiras. Supongo que surge de su capacidad para tocar con el dedo el interior de la herida, de palpar justo ahí donde todavía no ha suturado y describir el dolor incluso mejor de lo que tú misma serías capaz de expresarlo. Martín Vargas 26 es un poco eso: el cansancio acumulado, la incertidumbre asentada, la precariedad que desborda cualquier cálculo posible de salario y horas trabajadas. Todo lo que arrastramos en nuestro intentar movernos diario –aunque no sepamos hacia dónde avanzamos. Pero también el amor, claro. O qué si no el amor es lo que nos sujeta a la vida.

Cuando eres una cría las cosas parecen siempre maravillosas y, al mismo tiempo, siempre indudablemente lógicas. Todo lo cotidiano es nuevo, todo lo excepcional se contempla como posible. Los mayores, la gente grande, actúa con absoluta seguridad, convicción y certeza. Luego vas creciendo, claro, y tras la incomprensión adolescente y la rebeldía juvenil llega el descubrimiento de que la adultez es una completa farsa. O, si se quiere, una performance constante: un juego de máscaras en el que un montón de gente se esfuerza en interpretar ciertos papeles y en censurar a quienes reniegan de ellos sin que nadie tenga, realmente, ni la más mínima idea de qué está haciendo. Los que antes parecían adultos funcionales son en realidad niños y niñas asustados escondiéndose del mundo tras una hipoteca, un coche de cinco puertas (que decía un amigo), un marcado rol de género y una cantidad indistinta de vástagos a los que tratar con idiotez, superioridad y condescendencia. Tan patéticos como su reverso de la moneda, esos señores y señoras que viven jugando a ser eternos adolescentes con la licencia de inmadurez que otorga el dinero.

En ese entorno hay, de pronto, oasis. Personas que saben perfectamente que es una idiotez anhelar volver a los 15, a los 18, a los 20 años, pero que tampoco piensan que la adultez dependa de adoptar determinado rango de peinados, de encerrarse en la familia nuclear, de modificar las cosas que nos divierten. Construcción en vez de adaptación, supongo. Negativa a interpretar el papel impuesto: nuestras vidas no caben ahí, nos plantamos. He tenido la suerte de conocer a muchos hombres y mujeres así, que me han hecho crecer mejor, que me sirven de referentes muchas veces sin ellos saberlo, y que me demuestran a diario que otras formas de existir son posibles. Vaya desde aquí mi aprecio y agradecimiento. No quiero decir que las suyas sean vidas mejores ni peores que las de nadie (yo tengo mi opinión), pero al menos sí sé con certeza que no son máscaras.

Los personajes son adultos de manera innegable aunque no cumplan la mayoría de requisitos que el canon social de la adultez

Los personajes de Existiríamos el mar viven vidas de este tipo. Son adultos de manera innegable aunque no cumplan la mayoría de requisitos que el canon social de la adultez impone y, quizá precisamente por eso, lo son en mucha mayor medida que si forzaran vidas fingidas dignas de la performance. Me decía Erika que ella creía que Hugo, Camelia, Lena, Ramiro y Jara no habían acabado viviendo así por ningún tipo de casualidad sino que, de manera más o menos consciente, habían buscado esa vida. Que eran sus propias decisiones las que habían creado Martín Vargas. Yo pienso lo mismo. Elegir siempre implica descartar otras opciones.

Romper el vínculo entre precariedad y juventud es otra cosa que le agradezco profundamente a Belén Gopegui. ¿Cuáles son las características que definen el hecho moderno de ser joven? En las sociedades capitalistas del Norte global, diría que tres: dependencia económica, inmadurez afectiva, incertidumbre vital. Las dos últimas dependen, claro, de forma desmedida de la primera. Y hace ya años que la tercera se alarga, amenazando con expandir las fronteras de la juventud mucho más allá de lo que sería aceptable para ningún proyecto de vida sólido. Los relatos generacionales se multiplican. Y sin embargo, esa precariedad que nos ahoga nunca dependió de la edad sino de la clase. Gopegui lo sabe bien. Su voluntad de contar vidas adultas precarias, vidas que son al fin y al cabo como las nuestras, es un rayo de luz sobre todas las cosas ciertas que verdaderamente importan.

Existiríamos el mar es una novela del mientras tanto. Una búsqueda de la supervivencia emocional a través del cansancio que encubre la tristeza o de la tristeza que camufla el cansancio

Existiríamos el mar es una novela del mientras tanto. Una búsqueda de la supervivencia emocional a través del cansancio que encubre la tristeza o de la tristeza que camufla el cansancio. El baño de realidad frente a la repetición del relato del éxito. Cabe sin embargo preguntarse a qué queremos dar cabida más allá del reflejo que nos mira. Y una vez superado el ecuador del libro, cuando las historias tan terribles por lo ciertas ya han calado bien en nosotras (qué dolor en el pecho el comercial a puerta fría, y qué identificación tan grande con la inseguridad e indefensión en mis primeros trabajos allá por los veinte años), se desprende de la lectura un regusto a resignación domesticada. Piensa Lena que “quizá a las condiciones de vida no se las llama obstáculos, sino, solo, condiciones de vida, esas que te llevan a la cama con tanto cansancio y tanto sueño que ni siquiera te queda energía para arder en otro cuerpo”. Y a mí, que se me revolvió el estómago al leer esa frase y que tuve que parar porque estaba llorando, me escribió Víctor para preguntar qué me había parecido el libro, porque a él le había dejado destrozado.

Últimamente me encuentro mucho con discursos que defienden la necesidad de levantar comunidades de afectos en entornos de proximidad (el barrio, las vecinas del bloque) como vía para reconstruir solidaridades más amplias. En parte de estas visiones, los grandes proyectos con pretensiones emancipadoras y transformadoras (entiéndase: los partidos) habrían descuidado, cuando no directamente boicoteado, la construcción de apoyos emocionales y de vínculos afectivos. El esfuerzo necesario para hacer más próximo el horizonte habría dejado, en su camino, un reguero de personas solas y tristes que, tras comprobar que el presente sigue siendo horrible, no tienen cómo sobrevivir al mismo. Es casi como si impulso transformador y cuidados fueran incompatibles.

Todas las personas que a lo largo del libro se nos presentan como verdaderamente comprometidas con un proyecto colectivo son, en un sentido o en otro, personas derrotadas

Todas las personas que a lo largo del libro se nos presentan como verdaderamente comprometidas con un proyecto colectivo son, en un sentido o en otro, personas derrotadas. Valentín, el sindicalista que acepta agachar la cabeza ante la posibilidad de que la empresa contrate a su hijo, aunque sepa de sobra que la promesa es mentira. Alba, la chica que trata de montar el “Stop Despidos” y que lo hace porque le quedan pocos meses de vida. La única victoria palpable que encontramos (la paralización del despido de Rosario) surge del arrebato espontáneo de Ramiro, es fruto de un impulso individual sin respaldo colectivo. Un farol. Dice Camelia que “poco a poco (…) arreglaremos unas cosas, luego otras. Y cuando estemos con las segundas, las primeras volverán a estropearse, aunque ya no se estropearán todas”. Y yo no sé, la verdad. Supongo que es tranquilizador resignarse a los pequeños gestos diarios, dejarse suavemente convencer por el mantra de que la realidad es intransformable o de que la acumulación de buenas acciones acabará liberando espacios un poco más aptos para la vida. Pero no nos vale con hacer habitable la derrota.

Este texto surge de la sensación de cansancio y resquebrajamiento que sacudió a mi entorno de manera generalizada tras la lectura del libro. Existiríamos el mar nos deja así, planchados, porque no es capaz de hacer otra cosa. Un poco como la amiga que te da un abrazo y te dice: las cosas son así, ya sabes, es una mierda pero más nos vale irnos acostumbrando. El abrazo, por supuesto, reconforta. Pero no es lo mismo construir redes afectivas (las llamemos como las llamemos: hogar, asamblea, sindicato) para acumular fuerzas para empujar, que hacerlo porque asumimos que más nos vale irnos acostumbrando. No hay propuesta en el libro de cómo superar el mientras tanto. Y se diría, de hecho, que lo que hay es casi una negación de la posibilidad de que esa propuesta exista.

Creo que si nos preguntaran a cualquiera de nosotras que por qué soportamos la vida, la respuesta sería posiblemente esta: que lo hacemos por deber, por no dejar tirados a los nuestros, porque tenemos hijos, por la madre que depende de nosotros. Pero también por placer: porque sabemos que la vida es otra cosa, que tiene necesariamente que ser otra cosa. Vivimos “una relación con el mundo sin reconciliación posible” (Bensaïd). Es cierto que las dinámicas políticas de las últimas décadas han dejado a mucha gente buena por el camino, quemada y sola, preguntándose si acaso todo lo hecho mereció la pena. Pero también sé que jamás he visto emociones cálidas y vínculos humanos más sólidos y verdaderos que los construidos al calor de la pelea. Al mar que podríamos ser le da forma todo eso.

Le leí a M. contar que estaba leyendo Existiríamos el mar en la oficina, aprovechando los ratos que su jefe no miraba, y que eso era también en parte una victoria. Pocas semanas después la despidieron y ella dijo que nunca una carta de despido le había provocado tanto alivio como esa. Sonaba en mi cabeza...

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