CANTAR PATRÁS
Sobre algunas conmociones en tiempos de guerras
No hay un “nosotros” ni un “ellos”, sino una solidaridad franciscana entre lo fósil y lo recién nacido, una potencia expansiva que favorece procesos simbióticos. Algo que resulta absolutamente imprescindible
Aurora Fernández Polanco 6/05/2022
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En su alegato contra la guerra (Ante el dolor de los demás), la querida Susan Sontag escribía que los estados calificados “como apatía, anestesia moral o emocional están plenos de sentimientos: los de la rabia y la frustración”. Tras la pandemia y la amenaza nuclear estos sentimientos se han distorsionado de manera inquietante. Sigue la rabia en esta última guerra: ¿qué extrañas redes están detrás de este desatino asesino, estas matanzas, este trasiego de hombres y de armas, este coste económico para los más desfavorecidos? ¿Qué se dicen los líderes de los bloques geopolíticos por teléfono? ¿A qué espera Biden? ¿A que Rusia se desangre? (¡Lean a Rafael Poch!) ¿Por qué no estamos en las calles reclamando la palabra paz, con el obligado esfuerzo de generar un relato distinto al heredado? En cuanto a la frustración, la mayoría procura defenderse del juego cínico ante el sufrimiento humano apurando nuestro TDA (Trastorno por déficit atencional) colectivo. Prueba son los memes que recibimos y que Gila sintetizaría muy bien: “¡Oiga! ¿Es la guerra?, ¿que cuándo nos van a matar a todos?”. Es como una anestesia buscada. La imagen de Phan Thi Kim Phuc, la niña de nueve años que huía de su aldea rociada por el Napalm en el sur de Vietnam y que tanto conmocionó en EE.UU., influyó notablemente en el fin del conflicto bélico. Sigue habiendo otros niños, en la playa o desarmados por las calles de Kiev. Imágenes de víctimas civiles que ahora no consiguen acabar con el conflicto. Es decir, que es nuestro pequeño sensorio el que ha variado notablemente. A no ser que no haya cambiado nada desde que Virginia Wolff dijera en sus Tres Guineas: “¿Qué sabe una mujer instruida –léase privilegiada, acomodada– de la guerra?”
En este estado confuso de alteración narcotizada, volví a leer el magnífico libro de Isabel de Naverán Envoltura, historia y síncope (Madrid, Caniche, 2021), que resume años de investigación sobre el cuerpo como lugar de emergencia de la Historia. En el centro del huracán del ensayo, lo sucedido el 18 de julio de 1936, cuando la bailarina y coreógrafa Antonia Mercé y Luque, La Argentina, fallecía repentinamente en Bayona al conocer la noticia del alzamiento de las tropas militares franquistas contra el Gobierno de la República. Tenía 46 años. Se dice que se sobresaltó, que asustada se desvaneció, que se reclinó extrañada preguntándose qué era lo que a su cuerpo le estaba sucediendo.
La escritura de Isabel de Naverán, vibrante, corporal, despierta y advertida, no parece estar afectada por los síntomas negativos de la anestesia. Su forma de hablar del sobresalto nos avisa carnalmente de que la historia de un mismo susto “reaparece de tanto en tanto” y los cuerpos siempre se conmocionan. En distintos grados, por supuesto. Pero se conmocionan.
Naverán rescata la consideración de síncope del cirujano Henri de Mondeville (siglo XIV), que lo entiende referido al mecanismo de la compasión dentro del ser humano: unos miembros compensan la debilidad de otros, se apiadan de los sufrimientos de un miembro herido y lo socorren con todos sus espíritus y su calor. Isabel, como buena feminista (y flamenca de Getxo), tiene que apostillar: “Gesto compasivo, pero también acompasado, es decir, que entra en un compás común”.
Un cuerpo que alberga presencias de otros cuerpos y de otros tiempos. Así lo entiende la autora: “Síncope de la historia que se manifiesta en el cuerpo de quien baila (La Argentina), porque quien baila no solo baila su cuerpo, sino que encarna una corporalidad colectiva”. Lo que nos compete hoy y me interesa extraordinariamente del libro es que ese quiebro del cuerpo se repite a lo largo de los propios quebrantos de la Historia, como ocurre con el de Kazuo Ohno, quien vio bailar a la Argentina en 1929, y la reencarna medio siglo después, en Admirando a La Argentina, a los 72 años. También el bailarín era una corporalidad marcada por la guerra, fue prisionero en Nueva Guinea y soldado en China. Vuelve a su tierra en barco en 1949, “tras las dos grandes bombas, tras el parón y reajuste de los relojes”. En los años 60, junto a Tatsumi Hijigata, Kazuo Ohno sienta las bases de lo que será la danza butoh, que, no por casualidad, se sustenta en movimientos espasmódicos procedentes del inconsciente, quiebros que serán nuevamente reencarnados en una mise en âbime por otros cuerpos. Para este maravilloso engarce, no dejen de leer el libro.
Susan Sontag duda de la compasión. Si no se convierte en acciones, se marchita. Cuando se pregunta qué hacer con estas emociones inestables responde: “Si sentimos que no hay nada que nosotros podamos hacer –pero ¿quién es ese nosotros?– y nada que ellos puedan hacer tampoco –y ¿quiénes son ellos?– entonces comenzamos a sentirnos aburridos, cínicos y apáticos”. El libro está escrito en 2003.
El de Isabel de Naverán se publica en 2021, cuando las tensiones geopolíticas que han conducido a otra guerra se enmarcan en una crisis ecológica sin precedentes.
La envoltura de la que habla en el libro es una fascia, un tejido conectivo que envuelve cuerpos y tiempos que no se corresponden “pero que se responden”. No hay un “nosotros” ni un “ellos”, sino una solidaridad franciscana entre lo orgánico y lo inorgánico, lo fósil y lo recién nacido, una potencia expansiva que favorece procesos simbióticos. Algo que, a día de hoy, resulta absolutamente imprescindible.
En su alegato contra la guerra (Ante el dolor de los demás), la querida Susan Sontag escribía que los estados calificados “como apatía, anestesia moral o emocional están plenos de sentimientos: los de la rabia y la frustración”. Tras la pandemia y la amenaza nuclear estos sentimientos se han...
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Aurora Fernández Polanco
Es catedrática de Arte Contemporáneo en la UCM y editora de la revista académica Re-visiones.
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