los poetas malditos (III)
Rimbaud: la despedida
El autor reconstruye el regreso de Rimbaud a su casa natal, después de sobrevivir a las dos balas que le disparó Verlaine, y su decisión de terminar ‘Una temporada en el infierno’
Mario Campaña 4/06/2022
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En capítulos anteriores: el autor reconstruye imaginariamente la reunión entre los dos poetas, en la que Rimbaud le habría entregado a Verlaine el manuscrito de sus ‘Iluminaciones’ y la decisión de este último de acudir a dicho encuentro.
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¿En qué piensa Rimbaud? Se ha despertado con una sensación de ausencia antes desconocida. Lleva cuatro días en un lecho de pobres del hospital de Saint-Jean, en una de las veinticuatro camas que se alinean en la sala alargada y de techos altos. En el claror de la noche de verano, aspira con fastidio el olor del incienso, alcanzado por el vaho de la enfermedad, el ácido malsano de los ungüentos, la atmósfera doliente, el silencio y la calma estériles. Mira su mano izquierda, que yace extendida, ajena, envuelta en un vendaje blanco que la convierte en una cosa, inerme. No la siente pero sabe que es suya y que tiene una bala alojada en la articulación del puño. Hace poco, en la habitación del Hôtel de la Ville de Courtrai, en la rue de Brasseurs, y en una acera de la rue du Midi, vio por primera vez, a una distancia de tres metros, en los ojos del perseguidor, a la muerte. Dos veces estuvo delante de la muerte. El perseguidor le disparó en la habitación del hotel y estuvo a punto de hacerlo en la calle. En el hotel, a puertas cerradas, delante de un sillón que bloqueaba la puerta de salida, levantó el revólver y le descerrajó dos tiros. Arthur debía estar muerto. Pero se rebeló y corrió. Aunque en verdad es el perseguidor quien debía estar muerto: la bala fue elegida por Paul para sí mismo, cuando el perseguidor era el perseguido y quería morirse.
Y ahora él se niega a responder las banales preguntas de la monja, que finge interesarse por la fiebre aunque sólo se hace preguntas acerca de sus costumbres. La mira con furia. La ve alejarse montada con hipócrita expresión contrita sobre unas piernas que imagina angostas y resecas, ocultas por una falda rígida. Lleva cuatro días sepultado por el silencio de Bruselas, en este lúgubre hospital, al pie del boulevard du Jardin-Botanique. ¡Ah, si pudiera contemplar la fronda de los árboles! Cómo añora el ruido delicioso de los amaneceres de París…
Pensó que, probablemente, también el perseguidor llevaría cuatro días en prisión, tal vez en Amigo, la cárcel de la comisaría adonde lo invitó el agente al que Rimbaud tuvo que acudir. El hospital y la cárcel: allí ha ido a parar todo; a estos siniestros purgatorios, antesalas del infierno. He ahí la caída. El amor y la poesía son una equivocación. En la prisión o en el hospital se secarán los dos, bajo el aire de un crimen.
El hospital y la cárcel: allí ha ido a parar todo; a estos siniestros purgatorios, antesalas del infierno. He ahí la caída
Hace unas horas vino el médico a revisar su herida. Justo entonces Rimbaud sintió la cara sudorosa. Tal vez tuviera fiebre, sí. El médico sacudió la cabeza, levemente. Murmuró una palabra; dos. Quizá tres. Tétanos. Tuvo una aguda punzada en el húmero y se preguntó si iban a amputarle el brazo, si acaso podía morir. Morir pudo también en la place Rouppe, cuando él corría buscando la estación de tren, para escapar a París, y de pronto se quedaron los dos, el uno frente al otro, y Paul se llevó la mano al bolsillo en que guardaba el revólver. Y él volvió a correr. Y ahora piensa que, paradójicamente, morir significa acceder a la eternidad. Allí habría una esperanza, si no fuera por la evidencia de la corrupción del cuerpo. Siniestra eternidad. El médico se fue. Tal vez volvería el juez, quien hace dos días lo interrogó. Él no quiso molestarse en contestar. ¿Puede ser inmoral lo verdadero? La verdad puede serlo, efectivamente. No solo inmoral sino también criminal. Qué estupidez, santificar la verdad.
Cuando vio al médico alejarse cayó en cuenta de que no llevaba el batín blanco sino un traje negro, como el hábito de la monja y casi como el traje del juez. También en París los hombres acostumbraban usar trajes oscuros; incluso era esa la costumbre de los poetas autistas amigos de Paul. Sabía que la preferencia por lo negro era otra perniciosa influencia de los sacerdotes, cuyos hábitos trataban hipócritamente de expresar el luto por la muerte de Cristo. Alardeaban de un sentimiento mortuorio; llevaban la muerte consigo. Eso le mereció, una vez más, el desprecio.
Cinco días más tarde atravesó el boulevard du Jardin-Botanique y se dirigió hacia la rue Ducale, a la oficina de Seguridad Pública, pero a la altura del boulevard du Régent sintió que la fiebre le volvía. Se detuvo, miró los amarantos florecidos, las rosas y los abetos. Eran las nueve de la mañana. Llegó hasta el escritorio del agente que lo había citado y al cabo de veinte minutos salió decidido a alcanzar el primer tren a Charleville. Ni él ni la policía secreta de Bruselas iban a esperar más. Durante el trayecto volvió a sentir la invasión del calor en la cabeza. El paisaje le resultaba demasiado conocido. Tenía fiebre. Avistó Charleville justo en el instante en que el brazo empezó a latirle. Cuando descendió del tren, se sintió aturdido. El tiempo de reposo lo había debilitado, pues ahora las piernas se mostraban inseguras. Era mediodía. El sol reverberaba y los grillos chillaban en la estación recién construida, en el monte contiguo. Por enésima vez regresaba a casa sin haber encontrado un lugar propio. Pero esta vez la derrota, por ser definitiva, tenía un sentido paradójico, liberador. Regresaba con un saber magno, capaz de protegerle de sus errores pasados. El festín, aquella orgía de carne y sangre humanas, y vino derramado, aquel jolgorio en que se agasajaba a la locura, llegaba a su fin. Por fin era capaz de comprender que la paz, la libertad o el espacio para vivir no estaban en los lugares a los que él acudió apasionadamente a buscarlos. Pero él no conocía el mundo. ¿Qué era el mundo? A la vida la vio disecada en París y Londres, en el Louvre y en el museo de Camden. La vida debía de estar en otra parte. Miró hacia la pequeña explanada que servía como aparcamiento de los coches de las familias de la región y vio al que de costumbre le enviaba su madre. Allí estaban su hermano y el cochero, esperándole. Reconoció una vieja convicción, que lo atacara tantas veces: la casa familiar, a la que llegaría pronto, lo debilitaba; no era un hogar ni un refugio ni un cautiverio sino el emplazamiento de su destierro, el purgatorio en que había nacido. Se puede nacer en un destierro, se dijo abiertamente, en un sitio al que se llega después de ser víctima de un castigo, de una orden de expulsión de un lugar que no se ha conocido. Sintió esa conclusión como una punzada que se abría camino en alguna parte indeterminable para él. Del purgatorio al infierno: ese era el único tránsito en la vida para gente como él. Era la cuarta vez que volvía vencido por su inconstancia, o por la de Paul, o por la cobardía del uno o del otro.
En el camino, mientras atravesaban la amplia pradera que separaba la estación de Attigny de la granja de Roche, recordó un instante similar. Fue el pasado noviembre. Entonces su ánimo no era mejor. En Londres había sido humillado. El gregarismo de Paul con los refugiados y la obligación de disimular sus sentimientos y fingir una camaradería carente de toda pasión, fue demasiado para él. Incapaz de permanecer en la capital inglesa con Paul, tuvo que abandonarlo en un estado de sobreexcitación imposible de compartir. Pero cuando supo que estaba enfermo, volvió. Fue la única ocasión en que se sintió invadido por la compasión y el miedo, dos sentimientos que pronto desaparecieron para dar paso a la esperanza, a los vagabundeos en los parques de Richmond Upon Thames, en la ladera sur del Támesis, en el jardín botánico de Kew o en el otro extremo, en las praderas de Woolwich, en cuyo ferry regresaban a Londres. Recordó también que en cualquier calle de esa ciudad y a toda hora sentía el temblor de los trenes subterráneos, que al reaparecer sobre la superficie dejaban su huella pestífera entre los peatones. Hasta su piel y sus nervios llegaban las miasmas de ese mundo que a la vez se descompone y crece allá abajo: bajo los puentes, en la noche el barro se convierte en lecho para hombres, mujeres y niños greñudos; y bajo la tierra el tren y su marcha esforzada hacía crecer la esperanza de hombres decididos y ambiciosos.
Al llegar a la casa de Roche sintió un súbito rechazo por su aldea, por el valle, por la angustiosa y al fin y al cabo odiosa serenidad del campo
Al llegar a la casa de Roche sintió un súbito rechazo por su aldea, por el valle, por la angustiosa y al fin y al cabo odiosa serenidad del campo. Había amado los jardines de Londres pero odiaba la mudez de la naturaleza que contemplaba desde el coche; lamentaba esa existencia pasiva de la que los hombres necesitaban liberarse, que los mantuvo maniatados durante siglos. Antes de entrar dirigió la mirada hacia el pequeño caserío que se propagaba a la derecha; dos mujeres le miraban desde sus ventanas: eran lémures desplazados; la cabeza pequeña y sus rostros de líneas concéntricas, como de pájaro, amarilleaban por el sol. Eran los rostros de la avaricia, los rostros de antes, los de hoy, seres feroces y maniáticos, que a él le parecieron también los del futuro, las caras que vería cualquiera que llegase a su aldea o a las demás aldeas, o a París o Londres, o a cualquier otro paraje de Europa, muchos años más tarde.
En casa encontró a la familia en torno a la mesa de comer. Sus hermanas lo esperaban alegres y temerosas. Su madre, en cambio, se mostró alarmada cuando lo vio. No lo saludó; se limitó a examinarlo detenidamente. Su rostro, dijo la vieja mujer, estaba demacrado, y el brazo debía de producirle un dolor constante. Rimbaud no se entretuvo. El humo del carbón le provocó sensaciones confusas relacionadas con su infancia, la época en que la fe le hizo sentirse un ser bendecido. No había venido a buscar el amparo materno ni a recobrar fuerzas. Era el tiempo de acabar con los delirios del pasado. Los hechos de Bruselas le enseñaron lo que necesitaba saber para dejar definitivamente atrás el vasto paisaje de sus equivocaciones.
Arrojó su valija en la habitación y subió al granero. Los techos bajos y las paredes antiguas, gruesas y manchadas por la humedad, le daban un aire de cueva. En su penumbra tuvo la alarmante sensación de inexistencia propia. De pronto sintió que él estaba más allá de la muerte, es decir, de la vida: que era un ser de ultratumba y por tanto este era el lugar más apropiado para alojarse y hacer las cuentas finales de su vida pasada. Cansado del festín, había descubierto que sus alimentos eran un veneno.
Entender que el cristianismo los condenaba, a él y su linaje, a una vida de siervos, lo impulsó al libro pagano, pero lo que vio en Londres le hizo sentir que un libro negro estaba apoderado de su espíritu. Ante la proximidad de la muerte, comprendía que el camino tomado no llevaba a una salida, que había dilapidado su fe, que los dos últimos años no eran otra cosa que una temporada en el infierno y que todo eso debía acabar. Para eso está aquí. Para poner fin a la maldición. Terminaría su libro. De ello dependía su destino.
En capítulos anteriores: el autor reconstruye imaginariamente la reunión entre los dos poetas, en la que Rimbaud le habría entregado a Verlaine el manuscrito de sus...
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Mario Campaña
Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.
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