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Fuimos de tarde a visitar la retrospectiva Morandi en La Pedrera.
Incluso con Barcelona nuevamente bajo el asedio del turismo no había, en plena Semana Santa, ni un alma en las salas de exhibición. Pudimos pues gozar del privilegio de mirar los menudos cuadros en la atmósfera monacal —silencio afelpado, recogimiento, luz tamizada— que la contemplación del modesto universo morandino solicita.
Curiosa figura la de Giorgio Morandi (1890-1964), a quien no termino de cernir del todo… No niego su idiosincrásico genio pictórico, no, y sin embargo algo me insta a pensarlo como una personalidad enigmáticamente inacabada.
De cuerpo sólido y rostro ligeramente bovino tras las gafas en aro, malencarado en los retratos, Morandi fue parco de palabras y en ambiciones seculares —pero con un clarísimo e insobornable sentido de misión. Muy tempranamente abandona la frívola extrañeza de la Pintura metafísica —un empeño grupal— para embarcarse en la empresa solitaria que lo ocupará durante décadas: Morandi se pasó la vida permutando, sobre severas baldas o en el plano horizontal de una mesa, un repertorio cerrado de botellas, cuencos y jarras, y trasponiendo al lienzo, reiteradamente, sus estrictas formas. Siempre los mismos objetos. Una paleta parda y apagada en la que preponderan los grises, el beige, un blanco roto, marrones, un azul desleído, un crema sucio. La luz es indirecta y suave. Y así en cuadro tras cuadro tras cuadro, en iteraciones infinitas, con variaciones que pecan acaso de sutiles.
Fue profesor de grabado. Apenas se alejó de Bolonia, su ciudad natal, donde habitaba un piso vetusto y más bien desangelado. Convivió toda su vida con un par de hermanas, quienes le llevaban la casa y le administraban la cotidianidad. Algo les tenía Morandi terminantemente prohibido: escombrar el minucioso caos de floreros y jarrones que acumulaban sus altos y desgarbados anaqueles. (Las grandes ampliaciones fotográficas del estudio del pintor, que casi nos permiten penetrar en su espacio, son un acierto museográfico de la muestra.)
Toda una vida, su mirada fue y vino de una mesa severamente dispuesta a un lienzo en el caballete. Del ancho mundo, Morandi miraba solo el fragmento trunco y anodino que ofrecía su ventana. Nada imprimieron en su pintura las dos grandes convulsiones europeas del siglo XX. Nada. Ni el más leve reflejo —lo cual no deja de resultar sorprendente—.
Retomando la estafeta de Cezanne, Morandi, acaso sin buscarlo, subvirtió un género: el de la Naturaleza muerta.
A mediados del siglo 17, la stilleven convocaba en una mesa de Rotterdam al vasto mundo: porcelanas del más remoto oriente, manteles de damasco, ostras, quesos, exotiquísimos limones sicilianos, valiosos granos de pimienta venidos de Batavia, orfebrería de plata americana, tarros con cerveza fresca y ambarina. Pura metonimia pictórica. Evidencias al óleo del opulento empuje comercial de los Países Bajos. Versión protestante y burguesa del «luxe, calme et volupté», el mensaje en una naturaleza muerta de la época dorada queda más que claro. Un hato de espárragos sobre fondo negro, representado con la acusada precisión de un fotorrealismo (muy) avant la lettre, ponía orgullosamente de manifiesto el origen de la fortuna familiar.
Los siglos y las fronteras imponen al género graduales cambios de signos. Por ahí pasa Cezanne (1839-1906), atrayendo la mirada no ya hacia lo representado sino hacia la materia pictórica misma. Y si bien De Pisis (1896 - 1956) —por instalarnos en Italia— redujo osadamente el vocabulario del bodegón moderno, no lo despojó de la anécdota: sus gambas, ostiones y ceniceros con colillas apagadas cuentan esencialmente la ausencia; nos remiten a él y sugieren picantes naufragios amorosos al borde cegador del mar.
La empresa de Morandi fue harto más radical. Al abolir la anécdota, desterrar lo perecedero (la vanitas) y poner el foco en lo banal, propone un mundo intemporal y mudo: nos acerca arriesgadamente a la forma pura. Tres botellas, una jarra ¿de cobre? y un bol. Una sutil gradación de tonos. A veces las formas están solo sugeridas. A veces, torpemente.
Morandi se procuraba sus modelos en bazares, mercadillos, tiendas de usado. No entablaba con ellos ninguna relación sentimental, así que estos nada dicen de él. Hará cosa de un año nos mudamos a un piso antiguo en el barrio barcelonés del Putxet. Perteneció, durante nueve décadas, a una misma familia. El postrer ocupante, muerto de viejo justo antes de la pandemia, fue el hijo que nunca se casó, ese que se queda a cuidar a la madre. Cuando tomamos posesión, la vetusta cocina proponía un viaje en el tiempo: altas alacenas de puertas en tela de gallinero, un sólido fogón con campana (encima, rara concesión a la modernidad, una estufilla de gas de cuatro quemadores), un diminuto fregadero de mármol sin pulir. Arrumbados sobre la adusta encimera quedaban saleros y ánforas, vasos turbios, la vieja aceitera, botellas polvosas, salseras imprecisas, ceniceros: los despojos que nadie quiso. Abandonados ahí, sin orden ni concierto, pintaban, con los postigos a media luz, un cuadro más bien melancólico. Me bastó con retirarme las gafas para, en las brumas de la miopía, hacer de ellos un efímero Morandi. Así son sus objetos. Son los enseres muertos de una casa cerrada. Sus floreros raramente tienen flores. Si las tienen, son ajadas rosas de papel.
En la retrospectiva abundan, sí, piezas portentosas, uppercuts de valor estético evidente (y que se cifran, supongo, en centenares de miles de euros). Y luego están aquellos otros cuadros que —lo comento con mi mujer—, de habérnoslos topado a 10€ en un mercadillo (o en una de esas casas de empeños en que el pintor se procuraba personajes de porcelana para sus modestos escenarios) los hubiéramos dejado pasar. Se hubieran quedado ahí, esperando mejor suerte y acumulando polvo. El misterio Morandi —o mi misterio Morandi— es que no alcanzo a asir qué, en esencia, diferencia unos y otros.
Lado a lado, compartiendo mampara pero a cauta distancia, dos cuadros casi idénticos. Pequeños, de formato cuadrado, presentan ambos los mismos elementos en el mismo orden. Acaso uno parece —en términos de composición ‘clásica’, pero ello no siempre vale con Morandi— mejor ‘balanceado’. Misma paleta de colores sordos, mismo tenor en el empaste. ¿Formarían parte de una serie? —nos interrogamos.
Al acercarnos a leer las cédulas descubrimos con azoro que diez años separan un cuadro del otro. ¡Diez! Dos cuadros que son, en esencia, uno y el mismo.
Pero afirmar que pintaba siempre el mismo cuadro plantea un atajo falaz: Morandi raspaba a cuchillo cantidad de lienzos, tantos o más de los que daba por concluidos…
¿Entonces?
Nos tornamos, en busca de respuestas, hacia los textos de sala. Resultan, —¡oh decepción!— singularmente pobres, poco propositivos. Diríanse tomados de un hipotético Morandi para dummies. Acaso fueron calibrados pensando en la hueste de turistas gaudífilos agolpada en las aceras del Paseo de Gracia, esos que, ante una exposición de discretos bodegones modernos, responde «no, gracias». Así que retornamos a nuestras susurradas elucubraciones domingueras.
Si Morandi pretendía demostrar que la pintura son capas de pintura, ¿por qué no se dejó tentar por la abstracción?
Siempre fue resueltamente figurativo. Aunque tampoco opta, como hará después William Bailey —su epígono norteamericano, otro perpetuo permutador de jarras, cuencos y botellas— por el realismo. El realismo bien pudo ser una salida. Salvo que Morandi no busca una salida. Lo suyo… es otra cosa. Morandi ejerció un modernismo, su modernismo, a contracorriente. Muy, muy a contracorriente. El art brut, el outsider art de los alienados queda a la vuelta de la esquina… Atípico en el mundo del arte y hostil a toda vida mundana, el monacal Morandi no obstante terminó reconocido por sus pares, premiado su empecinamiento en un par de Bienales, cortejado su arte por la crítica y elevado por el mercado.
Por deformación personal y aún a sabiendas de que contrasto lo incontrastable, no puedo evitar contraponerlo con Alberto Burri (1915-1995), gran renovador de la pintura italiana, pintor abstracto afecto al brusco cambio de dirección, al golpe de efecto, a la grandilocuencia e incluso al gigantismo. Burri vociferante, atrabiliario, pegando brincos de aquí para allá; Morandi ensimismado, arando con el pincel siempre un mismo surco, indiferente al tráfago del mundo. Creadores, ambos, de un legado pictórico trascendente. Difícilmente podrían ser más disímbolos y no obstante en ambos priman el amor y la solicitud por la materia.
El adagio de Churchil define «fanático» como «alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema». Apoyado en ese estribo, aventuro que Morandi «no puede cambiar de tema y no quiere cambiar de estilo». Acaso se requeriría de una retrospectiva más vasta que la presente —casi casi del catalogue raisonné colgando, completito, en las mamparas de un museo— para asir plenamente que el verdadero tema en la pintura de Morandi no es un polvoriento acomodo de botellas sino el acto mismo de mirar. Un acto de mirar loablemente purificado.
Una anécdota, presente en el documental que se proyecta en sala, me resultó sintomáticamente simpática. La narra el arquetípico crítico italiano, de esos de facundia, bigote, anteojos, pajarita. Ya tarde en la vida de Morandi, sus hermanas vieron que la cuenta de banco del artista se abultaba sustancialmente y se dijeron que algo había que hacer con todas esas liras. ¿Por qué no una casa de campo? Morandi consintió, siempre y cuando ellas se ocuparan de todo. Compraron el terreno y, sin buscar mucho, apelaron al arquitecto local. Ya para entonces, el hosco Morandi era una celebridad. ¡La casa de Morandi! —se entusiasmó el joven arquitecto— ¡la casa y taller del más grande pintor italiano! Una oportunidad así, una oportunidad de ensueño, podía llegar una sola vez en la vida. ¡Por una vez el presupuesto no sería problema! Así que, encorvado y feliz sobre el restirador, el arquitecto se puso a proyectar, a lo grande, una casa fabulosa que no escatimaba en articulaciones espaciales. Cuando tuvo el proyecto listo, fue a presentarlo a sus clientes. El adusto Morandi, sin decir palabra, acompañó sobre el plano el recorrido por terrazas, estudios, la sala de exposición, una bodega, patios interiores. El joven arquitecto terminó. Morandi entonces pidió una hoja y trazó un cuadrado con un triángulo encima. Una casa con techo de dos aguas, la puerta al centro y dos ventanas simétricas en cada planta. Una casa cualquiera. La que dibuja cualquier bambino. Inocente y pura. El absoluto grado cero de la arquitectura. «Con esto basta», masculló Morandi al entregar el croquis al perplejo arquitecto. Tal fue la casa que, al final, se edificó.
Fuimos de tarde a visitar la retrospectiva Morandi en La Pedrera.
Incluso con Barcelona nuevamente bajo el asedio del turismo no había, en plena Semana Santa, ni un alma en...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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