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I.
El museo modesto es, por lo regular, un museo de provincias: vetusta casona de añejas opulencias, acaso de un morador otrora ilustre; los anexos –reconvertidos– de un convento; el revuelto hangar en una ventosa isla en el que un hombre hosco arrumba todo lo «extraño» que entrega el mar de Frisia y que los pescadores locales le confían.
El museo modesto recibe a cuentagotas sus visitantes, factor que ayuda –y no poco– a modelar la singular experiencia que procura. Llega a ocurrir que hallemos su portón cerrado, pero también que pueda solicitarse, un par de puertas calle abajo, a alguien que acuda con la llave, nos abra y acompañe, nos espere o ¡mejor aún! nos la entregue —y con la llave, extraños e insospechados tesoros.
Un museo modesto nos libera la espalda de aquel peso abrumador, tan de Gran Museo Nacional, de sabernos ante obras maestras –con la subsecuente obligación de reaccionar a la altura, de pronunciarnos con la debida elocuencia–. Hurgando un poco, casi cada pueblo esconde el suyo. Si etnográfico (o de historia natural), ¡pues qué mejor! Trátese de monumentales fracasos taxidérmicos, a cual más tiesos y torpes, en la semi-penumbra de un cobertizo de adobe y lámina en las andinas, ocres faldas de un volcán apagado... O de aquella sublime colección de cucharas –y aquilato con seriedad el adjetivo– en un pueblo fuera de ruta en los Cárpatos rumanos. (Por más que el nombre pinte a broma, el «Museo de la cuchara de madera del profesor “Ion Ţugui”» o Muzeul Lingurilor "Ion Țugui" es –o era, cuando lo pude visitar de mano de la dama exquisita que ahí vivía, hija del difunto erudito– un lugar habitado por la gracia.)
Bien se puede que obras, piezas, objetos, vengan de alguna colección personal y por ende pongan de manifiesto signos de cierta obcecación, de una personalísima manera de ejercer el gusto.
En el museo modesto la curaduría suele ser bastante tolerante. En ocasiones, hace gala de enternecedora ingenuidad. Recuerdo claramente aquel par de escaparates en el «Museo del Castillo Edward James» del neblinoso y selvático pueblo de Xilitla con algunos efectos personales del magnate surrealista y Scottish Eccentric: una bata de terciopelo, roja y raída, poco más que un pijama; un bastón de madera, labrado; y, en una vitrina horizontal, a un lado de los espejuelos con que el propietario daba lid a la miopía, un par de pliegos húmedos parcamente identificados como «Correspondencia del señor James con la importante escritora inglesa Edith Sitwell». De acercarse uno a descifrar la afilada caligrafía, podía leer, palabras más, palabras menos: «Sí, pude leer sus espantosos, insufribles poemas. Le pido que por favor no me los envíe ya más y le conmino a dejar de importunarme de cualquier otra manera. Muy cordialmente, Dame Edith Sitwell.»
En cualquier caso, los museos modestos raramente defraudan: suelen deparar al menos un hallazgo trascendente, siempre —siempre— insospechado, que tiende de inmediato un puente a través del tiempo y nos hermana con alguna sensibilidad afín. Ante el hallazgo insospechado prima una espontaneidad que facilita re-conocernos con ligereza en «algo». Anudamos con éste una relación íntima. Y vamos, a la postre, constituyendo nuestro museo privado, de veleidoso inventario, que solo existirá anclado en la memoria.
El mío alberga, no sé... La delicada talla en marfil de un Cristo barroco, en cuyas peladas rodillas la carne viva la figuran sangrientas incrustaciones de rubí. O un vaciado en estaño de las manos de Chopin. O innúmeras cajas con apolilladas palomillas, empeñadas todas en devenir impalpable polvo gris en una colección entomológica reunida en el Congo colonial.
II.
Una tarde del verano que recién concluye, recorro un museo diocesano —cuya existencia ignoraba— en la lluviosa Cantabria. Largos corredores conventuales por los que mi par de críos se deleita en correr, gritar, pelear. Ello me tiene más bien tenso: el riesgo de que vuelquen y rompan algo me palpita dentro, así que lanzo a las vitrinas solo miradas de reojo. Avanzo por una galería. De súbito, en un recoveco ¡dos cabezas de ogro! Desde un aparador un tanto turbio, dos gemelos me escrutan sin parpadear. Vociferantes, primitivos. Tallados en madera. Polícromos, torpes y brutales. El corte de pelo es resueltamente medieval. Los vigorosos cuellos van generosamente ribeteados de sangre —a juzgar por el tono bermellón, todavía fresca—. Echo mano de la cámara de bolsillo y, forzando un poco la exposición, apuro un encuadre sin otra pretensión que la de documentar. Documentación que no concluyo: alguno de mis salvajes cachorros, ávido de corretear —mi pálpito interno se acelera— me arrastra fuera de la sala apenas lograda la instantánea... Parto sin saber si había cédula o qué luces podría ésta aportar.
III.
Una vez vuelto a casa, examino la imagen.
No son, stricto sensu, «decapitados». Se trata de cabezas carentes de cuerpo, por lo que puntilloso al exceso me pregunto: ¿no se trataría más bien de «descorpados»? En nada abona, tan vana consideración, mi búsqueda de indicios. Indicios, hallo pocos, pero bastante específicos: dos ¿hermanos? —lo suficientemente parecidos como para resultar gemelos—, degollados ambos; viniendo la pieza de un museo diocesano, es probable que un martirio conjunto les granjeara la santidad...
Con tres hebras en mano, rebusco pues en el librero La leyenda dorada e, ignaro en la materia, comienzo a hojear vidas de santos, remotas y terribles, concentrándome en aquellos que figuran pareados en los índices.
Santiago de la Vorágine —¡vaya nombre más regio!— fue un dominico genovés (llegaría a arzobispo) que hacia el 1264 escribió en latín un monumental compendio de vidas piadosas, concebido como instrumento de apoyo para la prédica de sermones edificantes. El libro, cuyo título inicial fuera Legenda sanctorum, tuvo gran éxito durante varios siglos, aunque cayera luego en el olvido, desprestigiado por la credulidad de su autor, que eras posteriores juzgaron excesiva. El siglo XIX lo rescató con nuevos ojos. Hoy es un instrumento socorrido entre iconólogos e historiadores del arte.
La lectura, inevitablemente distanciada, resulta a un tiempo tediosa y entretenida. Lo que en la baja edad media era edificante va, para la blanda sensibilidad del presente, sembrado de atrocidades y horrores.
Gloso. Volvemos a los remotos tiempos de Diocleciano y Maximiano (año 287 de nuestra era) para leer («San Primo y San Feliciano», Cap. LXXX) cómo, por rehusarse a honrar a los ídolos, un prefecto manda que se apliquen, en los costados de Primo, teas encendidas; se derramen chorros de plomo derretido sobre su boca —que Primo bebe como si de agua fresca se tratara—. Furioso, el prefecto manda desenjaular leones hambrientos y, luego, dos osas crueles. Se postran, mansos como corderos los unos y las otras, a la vera de Primo y de su hermano mayor, Feliciano (a la sazón, clavado de pies y manos a un poste de madera.) El espectáculo, contemplado por más de doce mil hombres, hizo que quinientos se mudaran a la nueva fe. El exasperado prefecto hace entonces decapitar a ambos hermanos y los deja insepultos, pasto para perros y buitres. Pero los animales respetaron sus cadáveres. Piadosos cristianos les dieron cristiana sepultura.
Dos hebras de tres.
También San Gervasio y San Protasio (Cap. LXXXV) eran hermanos y, encima, ¡gemelos! Pero —¡ay!— uno sólo murió decapitado... El general romano Asio, de paso por Milán para ir a hacer la guerra a los bohemios, recibe queja de los sacerdotes guardianes de los ídolos, que le auguran mala ventura en su inminente campaña si no consigue convencer a dos mellizos, Protasio y Gervasio, de que realicen sacrificios en honor de los dioses del Imperio. Asio convoca a los hermanos. «Esos dioses tuyos son sordos y son mudos», lo encara, altivo e inapelable, Gervasio, y le habla de un Dios todopoderoso. El general enfurece. Lo manda azotar hasta la muerte con látigos «guarnecidos con trozos de plomo». Hace comparecer a Protasio y, tras un áspero diálogo en el que el general lleva la peor parte, pues se confronta a sus propios temores de derrota en campaña, manda que se atormente al cristiano en el equuleus, el potro. Al escuchar la sentencia, Protasio insta al general a que termine de una vez lo comenzado, «para que la benignidad del Salvador [lo] lleve cuanto antes a reunirse con [su] hermano Gervasio». El afrentado militar da la orden y, de un certero golpe de gladius, un soldado hace rodar por tierra la cabeza de Protasio. (Todo ello lo sabemos por la diligencia de un siervo de Cristo llamado Felipe, quien se hizo con los cuerpos de los mártires y los sepultó secretamente en el interior de su casa, en un arca de piedra que él mismo labrara, colocando entre las cabezas de ambos un librillo en el que consignó los datos de sus vidas, martirio y muerte. Siglos después, San Ambrosio tuvo visiones de ambos hermanos, lo cual lo llevó a buscar la sepultura. Al cavar, los cuerpos enterrados trescientos años atrás se hallaron íntegros y frescos. De ellos emanaba «suavísima y deliciosa fragancia». Un ciego, que pudo acercarse al sepulcro recién descubierto, recuperó, al tocar el féretro de piedra, la vista.)
Nuevamente dos hebras, pero una descarta a mis ogros... Verifico en la iconografía: suele representárseles juntos, vestidos con la túnica y el manto claro con que se aparecieran a San Ambrosio, ambos íntegros (lo cual pondría en aprietos a la antropología forense), o bien en momentos previos al martirio y —dato curioso y passé sous silence en la Leyenda dorada— vestidos como centuriones imperiales.
En las vidas de mártires y santos, gradualmente descubro, los decapitados son legión. (Así, a bote pronto, yo más bien asociaba la decapitación con, pongamos, la Inglaterra de los Tudores, el Terror robespierino, el tzompantli azteca o los trofeos de guerra Asmat de Papúa Nueva Guinea. O, más cerca en el tiempo, los horrores recíprocos perpetrados entre Zetas y cárteles rivales del atroz México de hoy, o las espeluznantes ejecuciones a cuchillo mediatizadas por aquel otro cártel, el Dáesh.) Decapitados fueron San Juan Bautista, Santiago el mayor, San Pablo apóstol —por citar celebridades—. U otros más oscuros como San Nazario y el mancebo San Celso, degollados juntos. Y más oscuros aún, como cierta Santa Quiteria o un San Sergio de Capadocia... También están los llamados santos cefalóforos, los que una vez decapitados recogen, como San Dionisio, patrono de París, la propia cabeza y continúan —¡oh prodigio de prodigios!— su prédica con ella entre las manos —y así se les representa—. En no pocas ocasiones, la cabeza, ya inanimada, traída y llevada como reliquia insigne, atraviesa mares y emprende fantabulosas aventuras post-mortem. Empero, ninguno de los santos citados responde cabalmente a los indicios que me empeño en seguir.
Ninguno, hasta llegar al capítulo CXLIII, «San Cosme y San Damián»: gemelos, santos, cercenados juntos... Tres de tres.
Registra la Legenda sanctorum que, nacidos en la ciudad antigua de Egea, en Levante, fueron instruidos en el arte de la medicina. Sanaban hombres y curaban bestias sin pedir nada a cambio. Damián, no obstante, se vio obligado a aceptar una retribución puntual, lo cual hizo que Cosme lo repudiara públicamente. Esa misma noche, el Señor se apareció en privado a Cosme para exculpar el gesto de Damián. El renombre de los hermanos médicos crecía y llegó a oídos del procónsul Lysias, quien los convocó para interrogarlos. Declaran venir de Arabia y adorar a Dios. El procónsul pronto se empecina en hacerlos renegar de su fe y pretende obligarlos a honrar a los ídolos. Para doblegar sus voluntades, Lysias manda aprender a sus tres hermanos menores. Impone a todos tormento en manos y pies, martirio del cual los cinco hermanos se mofan. Los hace entonces encadenar y los despeña en el embravecido mar. Un ángel les viene en rescate, los eleva y los deposita ante el procónsul. Este los tilda de hechiceros y les pide le enseñen sus maleficios. De inmediato dos demonios se aparecen y le fustigan el rostro. Lysias exige entonces que, como los hombres de fe que dicen ser, lo encomienden con su Señor. Cosme y Damián elevan sus plegarias: los demonios se esfuman. Enardecido, rencoroso, el procónsul hace arrojar a los cinco hermanos a una gran hoguera. El fuego no los quema; brota una gran llamarada que chamusca y mata a los mirones apiñados en torno. Se les tiende en el potro. Una vez más son socorridos por el ángel que, indemnes, los lleva nuevamente ante su juez. Lysias hace aherrojar a los hermanos menores y Cosme y Damián son lapidados por la turba. Las piedras, sin embargo, cambian de dirección en pleno vuelo, devolviéndose a herir a quienes las arrojan. El exasperado procónsul hace entonces crucificar a los gemelos y dispone que cuatro soldados los rocíen de flechas. Evitando a los santos mártires, las flechas se vuelven contra los arqueros. Desesperado, confundido, el juez pasa una noche turbulenta, siente morir. Al alba, hace decapitar, juntos, a los cinco hermanos. Los cristianos recuperan los cuerpos y debaten cómo han de enterrar a sus mártires. Algunos recuerdan aquel temprano reproche de Cosme a Damián —por ser retribuido tras sanar a una enferma— y abogan para que se les sepulte por separado. Pasa entonces por ahí un dromedario, que vuelve la cabeza y con grave voz humana apostrofa a los cristianos: recomienda que los santos cirujanos sean enterrados juntos. Vivamente impresionados, los cristianos acatan la orden del camélido. Cosme y Damián sufrieron —remata Santiago de la Vorágine— bajo el yugo de Diocleciano, quien comenzó a reinar hacia el 287, año del Señor. Y refiere enseguida algunos de sus milagros póstumos. Hay en estos milagros serpientes y demonios, pero quien devotamente se encomienda a los hermanos sale avante de sus pruebas. Me detengo en uno, sin duda —milagrosamente hablando— el más contundente: el diácono en la iglesia romana que les estaba dedicada tenía la pierna entera devorada por un chancro, razón de atroces sufrimientos. Durante el sueño, Cosme y Damián se le aparecen, trayendo con ellos sus terribles serruchos, sus frascos de pócimas y ungüentos. «¿Con qué vamos a remplazar la carne averiada que tenemos que quitar?», pregunta Damián. «En el cementerio de San Pedro Encadenado se encuentra un etíope recién sepultado; ve y trae su pierna para remplazarla por esta», manda Cosme. Se va pues Damián a toda prisa y al poco vuelve con la extremidad del «moro». Se ponen manos a la obra. Serruchan, a la luz de sus aureolas, la pierna podrida del enfermo dormido, colocan la otra, suturan y ungen cuidadosamente la herida. Se marchan. Al despertar, el enfermo no siente dolor alguno. Se palpa la pierna. Enciende la vela y, viendo una pierna negra, cree ser otra persona. Entonces recuerda su sueño, comprende el milagro, sale dichoso a la calle a contarlo todo y muestra a los incrédulos la pierna color ébano. Corren estos al cementerio en cuestión. Abren la tumba del donante etíope: a su lado yace una pierna blanquecina y purulenta.
Amén. Cierro la Leyenda dorada.
En la predela (serie de tableros que conforman la franja inferior) del retablo de San Marcos en el museo del mismo nombre (Florencia), Fra Angélico dedicó ocho de las nueve tablas a pintar —tempera sobre madera, 1438-1440— los hechos señeros de la vida de Cosme y de Damián. Se aventura que quien pagó la obra fue Cosimo de Medici, el fundador de la dinastía, y que el rostro de San Cosme, que en la pintura principal se vuelve a afrontar al espectador y no mira hacia la Virgen y el Niño, es retrato suyo. (Cosimo tuvo un hermano gemelo, bautizado como Damiano y muerto en la primera infancia.) Son ocho tablas, hoy dispersas por los Grandes Museos del Mundo, y que no es ya posible ver —leer— secuencialmente in situ, tal como fueron proyectadas y mostradas hasta su desmembramiento. Y es una lástima, un sinsentido: no es exagerado decir que su virtuosismo narrativo de alguna manera prefigura al lenguaje cinematográfico. En los espacios de una misma composición, en un mismo cuadro, se representan tiempos distintos y se suman momentos en desarrollo. La intriga es potente. Las escenas elegidas, vívidas y espectaculares. El conjunto consigue narrar pictóricamente, con pasmosa precisión, el dramático relato contenido en la Leyenda dorada. En la octava tabla —el entierro— figura el dromedario parlante: ante sus belfos flota, curioso hálito manuscrito, una banderola de pergamino. El noveno y último panel —aparición ultraterrena de los hermanos médicos—, representa aquel milagro suyo del trasplante de pierna.
En el arte exquisito de Fra Angélico —el Quattrocento apunta resuelto hacia el Renacimiento—, la minuciosa factura alcanza un refinamiento máximo. ¡Todo lo contrario que en mis torpes e ingenuas cabezas degolladas! El mérito artístico de mi anónimo tallista popular reside, precisamente, en una candorosa brutalidad. Medioevo puro.
¿Serán en verdad Cosme y Damián, cirujanos levantinos, patronos de médicos y veterinarios, los toscos gemelos en mi modesto museo íntimo?
No metería mi mano al fuego... Alguno de mis dilectos lectores sabrá, acaso, sacarme de dudas.
I.
El museo modesto es, por lo regular, un museo de provincias: vetusta casona de añejas opulencias, acaso de un morador otrora ilustre; los anexos –reconvertidos– de un convento; el revuelto hangar en una ventosa isla en el que un hombre hosco arrumba todo lo «extraño» que entrega el mar de Frisia y que...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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