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DESMOVILIZACIÓN

La izquierda ceniza

Se pueden celebrar hasta los pequeños avances sin por ello renunciar a la lucha por la mejora en todos los ámbitos posibles de aquellas situaciones de opresión, discriminación y explotación que perviven y se enquistan

Ignacio Sánchez-Cuenca 4/06/2022

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La idea central de este artículo venía rondándome la cabeza hace ya algún tiempo, pero no me animaba a ponerla sobre el papel. El artículo de Vanesa Jiménez, “La gran dimisión de los lectores”, en el que comentaba las razones del desánimo y desmovilización de los ciudadanos de izquierdas, muchos de los cuales están abandonando la lectura de los medios afines, me ha servido de estímulo para escribir de una vez lo que tenía en mente. 

La izquierda, en general, atraviesa un periodo difícil. En un artículo que publiqué en CTXT hace unos meses, traté de traducir a cifras su debilidad: en los países de Europa occidental, los partidos progresistas han retrocedido seis puntos porcentuales entre los años 2000 y 2020. La caída es consecuencia fundamentalmente de la crisis de los partidos socialdemócratas, que no se ve compensada por el crecimiento de los partidos verdes y de aquellos que se sitúan a la izquierda de la socialdemocracia. 

En España el problema parece menos grave, pues desde 2020 gobierna la coalición PSOE-UP. Con todo, hay indicadores múltiples de que, a pesar de tener a sus partidos en el Ejecutivo, la ciudadanía de izquierdas no sólo no vive con entusiasmo la situación actual, sino que, más bien, se encuentra a la defensiva ante el empuje de la derecha, como si fuera inevitable que el PP y Vox acaben alzándose con la victoria en las próximas elecciones. En la gran conversación colectiva que se produce a diario en los medios y las redes sociales, las gentes de izquierdas se muestran apagadas, resignadas y con un punto de desengaño. Cunde la idea de final de ciclo, de que en cierto modo sí se pudo, pero no sirvió para mucho. En fin, ya saben. 

Soy consciente de que el tablero está inclinado hacia la derecha, tanto en materia económica como, en consecuencia, en las dimensiones mediática y cultural. Sin duda, las fuerzas de izquierdas se enfrentan a dificultades enormes. Una de las mayores es que el margen de transformación parece haberse estrechado enormemente por la globalización, por la integración supranacional, por el dominio de las ideas neoliberales. Además, las formas de vida, de socialización, de experiencia laboral, empujan todas en la misma dirección, siempre desfavorable para la izquierda, como si el neoliberalismo hubiera perfeccionado sus condiciones de reproducción. Etcétera, etcétera, etcétera. De estos asuntos se ha hablado mucho, en CTXT y en muchos otros lugares.

Al lado de estas “macrocausas”, lo que me gustaría plantear en este artículo puede parecer ridículamente pequeño o irrelevante. Quizá lo sea, pero, a pesar de ello, no creo que sea una frivolidad imperdonable dedicarle mil palabras al asunto. 

Me refiero a la actitud sombría y pesimista con que la izquierda transformadora se acerca a la realidad. Como discípulos aventajados de la filosofía de la sospecha, ponen en cuestión cualquier avance o mejora, que se interpreta de inmediato como propaganda interesada del sistema o los poderosos. La reacción espontánea o la postura primera en cualquier asunto sometido a debate es que las cosas van mal, rematadamente mal. Si alguien celebra la recuperación económica, se le espetará que eso no compensa la desigualdad, el sufrimiento mental o el destrozo medioambiental que produce el capitalismo. Si se mencionan los temas medioambientales, el diagnóstico será directamente apocalíptico. Pruebe a mencionar entonces la fe en la ciencia y la humanidad y la posibilidad de que en un futuro no demasiado lejano, por ejemplo, se llegue a dominar la fusión del hidrógeno y se resuelvan los principales dilemas energéticos de nuestro tiempo: con cierta conmiseración, se le tachará de ingenuo, los planes de fusión no son más que un señuelo para adormecer la conciencia ante el desastre absoluto que nos acecha, el capitalismo es intrínsecamente incompatible con la salvación del género humano. Y suma y sigue.

En el pasado, esta actitud profundamente negativa ante cualquier aspecto de la realidad podía soportarse gracias a la creencia en algún tipo de utopía en la que fuera verdad la fórmula “de cada uno según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Se aguantaba la desdicha porque en algún momento, lejano quizás, el comunismo terminaría llegando. Pasé dos meses en la extinta República Democrática de Alemania en 1986. En aquellos tiempos, la RDA tenía una renta per cápita similar a la española, no había paro ni pobreza, el Estado daba una vivienda a los estudiantes; a cambio, sus ciudadanos vivían en un clima asfixiante, vigilados, sin permiso para atravesar el Telón de Acero, carecían de las libertades más básicas. En aquel verano llegaban los primeros ecos de la glasnost y la perestroika de Gorbachov. Recuerdo una conversación con uno de mis profesores de alemán, miembro del SED, el partido comunista: en privado reconocía los muchos defectos del sistema, las traiciones, la propaganda, la ineficiencia, pero, animado por los vientos de cambio que venían de la URSS, creía que el comunismo sería realidad en… unos 200 o 300 años. Lo decía con la máxima seriedad (alemana). A su juicio, la espera de un par de siglos valía la pena. Un futuro como aquel podía justificar cualquier padecimiento.

Triturada la utopía, en cualquiera de sus formas, la crítica hiperbólica del mundo contemporáneo es una carga muy pesada de sobrellevar. Y, sobre todo, no resulta la forma más adecuada de persuadir, concienciar y atraer a la causa a quienes se alejaron en su día o nunca estuvieron próximos. 

Sería ingenuo corregir este sesgo negativo con el entusiasmo pánfilo ante el progreso del que hacen gala tantos autores liberales, quienes nos recuerdan machaconamente el aumento de la esperanza de vida, los inmensos avances en materia de salud, la espectacular reducción de la pobreza mundial en las últimas décadas de globalización, el bienestar y la libertad alcanzados en los países desarrollados, o la bajada de los conflictos bélicos en el mundo. 

El caso es que un punto de razón no les falta. No es tan mala idea reconocer los enormes progresos de nuestro tiempo para, a continuación, señalar sus limitaciones y sus riesgos. El progreso económico y tecnológico, lo sabemos bien, es compatible con el mantenimiento de situaciones profundamente injustas, con exclusiones y daño social. La izquierda no se quedaría sin espacio propio por el hecho de reconocer la complejidad del mundo, con su intrincada mezcla de aspectos positivos y negativos. Se pueden celebrar hasta los pequeños avances sin por ello renunciar a la lucha por la mejora en todos los ámbitos posibles de aquellas situaciones de opresión, discriminación y explotación que perviven y se enquistan. De no hacerlo así, la izquierda más ceniza corre el peligro de acabar siendo percibida desde fuera como una secta apocalíptica. 

En el lejano 2015, Pablo Iglesias, no sin crueldad, se refería a IU y sus líderes como el “pitufo gruñón” que decía no a todo. La fórmula era buena, funcionó de maravilla. Pero cabe preguntarse entonces por qué la izquierda se ha vuelto tan gruñona y ceniza en la actualidad.

La idea central de este artículo venía rondándome la cabeza hace ya algún tiempo, pero no me animaba a ponerla sobre el papel. El artículo de Vanesa Jiménez, “La gran dimisión...

Autor >

Ignacio Sánchez-Cuenca

Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).

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  1. aramis

    Mirar a Cuenca me recuerda con frecuencia esa ocurrente expresión que proveniente del reinado de Juana la Loca se entronca bien con la metafísica neoliberal transitada made in spain del «vivi pricolosamente» en una suerte de anosognosia social que mezcla ab libitum el sexo, la monarquía y la religión. Hoy hemos transitado tanto que en Cuenca ya no encontramos más que cenizas donde otrora había sexo, alegría y emancipación frente a los pesados botafumeiros catedralicios de ese «sereno» castrense que siempre cierra España desde Santiago hasta Algeciras con las llaves de la Ley y el Orden. Cuenca mira siempre a Cuenca desde su cómodo sofá de IKEA zapeando la realidad en su televisor de gran formato con el mando a distancia en su mano. No se levanta del sofá ni para mirar por la ventana. No es raro, pues, que “La gran dimisión de los lectores” le moleste y preocupe hasta el punto de movilizar su mente. Pero Cuenca es cartesiano y por eso entiende que «las gentes de izquierdas se muestran apagadas, resignadas y con un punto de desengaño.». Y todo sin reparar que «Las gentes de izquierdas», como el «tablero inclinado» y «la idea de final de ciclo», son entelequias metafísicas que solo habitan en el templo subjetivo de su mente afectada por el viejo virus de Milton Friedman. El relato de Cuenca oscila siempre entre una vieja moral de corte jesuita y una «numeristica» voodoo explicatodo de gran sesgo conservador. Sin embargo, lo que el artículo de Vanesa señala es que el sistema de la modernidad y de la ilustración se está viniendo abajo porque en el imperio de los intereses privados no hay colectivo que sobreviva a la quema del consumismo. Todo deviene cenizas, o basura, en la trituradora neoliberal. No hay futuro en una civilización donde la identidad se define a través de lo que cada uno compra porque a falta de valores colectivos, el consumismo se ha convertido en el gran objetivo vital. Incluso en la España de los bares y fiestas, la cultura popular sueña constantemente con el mito del «big busines». Y todo lo que se oponga a ello lo más mínimo, o lo problematice, se califica por la «intelligentsia» oficialista como un idealismo pueril-populista. Sólo la derecha se suma a esta creencia del todopoderoso Dondinero, señor del Estado Español no privatizado todavía. Cualquier resistencia carece de sentido, y ahí reside el desengaño de los realistas de la calle; su silencio y su apartamiento. Pero aquí, como en el petróleo y también en el neoliberalismo, estamos a punto de alcanzar –sino lo hemos hecho ya–, el famoso pico de Hubbert. Es decir; el peak sell-out, o como le llama Antonio Turiel; el peak oil. Los ilusos de las derechas solo ven al profeta Fukuyama anunciando “el fin de la historia y el último hombre” de las izquierdas. Cuenca, imitando a Nerón, recoge la antorcha de Fukuyama y le mete fuego matemático-estadístico mirando a Cuenca. ¡La broma es de nota!

    Hace 1 año 9 meses

  2. ecac

    Es inconcebible la apatía y el pasotismo del mal llamado "Centro Izquierda PSOE", que ni están ni se le esperan cómo fuerza política mayoritaria, e ítem más que ni viven y ni dejan vivir en plan CAÍN-"Pedro Sánchez Oscuros Estigmas", cancerígenos, traicionando "Espíritu Mayo 1879-LA ROSA ROJA"; a las óptimas izquierdas minoritarias cómo "Izquierda Unida Podemos" (a) ABEL y demás sabidas y conocidas conformadas en el "Internacional Progresismo Izquierdas Globales-Plurales" en plena segunda década del siglo XXI: XIV Legislatura, I Primer Gobierno Coalición, dentro de una democracia irreal, reyezuelos políticos Ferraz 170 y maestros toreros en "La Piel de Toro ESPAÑISTÁN"-la piedra china en Europa-Partido denigrando a "Izquierda Socialista", anti "Obreros"-currantes-Españoles".-"Goliat PSOE" contra "David-IUP", axioma una verdad muy evidente que por sí sola no necesita demostración ninguna.

    Hace 1 año 9 meses

  3. pipe49

    Siempre que leo a este señor, me da la impresión de un cierto desorden en sus planteamientos y/o de irse por las ramas, a veces, parece, intencionadamente. No seré yo el que niegue la importancia de lo subjetivo, lo emocinal, lo intangible... , pero como, creo, que apuntó Marx, lo subjetivo de una depresión se ve inmediátamente anulado por la contundencia objetiva de un fuerte martillazo en un dedo. Quiero decir, está bien etiquetar de "cenizas" a las izquierdas que lucharon dura y abnegadamente contra el franquismo y su represión implacable, está bien llamar "cenizas" a esas mismas izquierdas que creyeron que el advenimiento de la democracia iba a implicar un "fair play" en el terreno de confrontación de las clases sociales, "cenizos"a los que creímos que el PCE y CCOO recibirían los frutos de su incansable lucha, a los que creímos que Julio Anguita era ese dirigente que habíamos estado esperando, a los que, por fin, pensamos que el 15M nos haría justicia, que un puñado de jóvenes dirigentes y politólogos universitarios nos sacarían del pozo y el ostracismo y que por fin, hartos de perder, íbamos a ganar, a entrar en gobiernos, a legislar, a conjurar, de una vez por todas, la ominosa memoria de la guerra, la postguerra, el pasteleo borbónico de la Transición, el fascismo enquistado en el aparato del Estado, etc. Pero, sin parar de luchar y de creer, hemos visto cómo casi nada de lo que hemos hecho y creido ha servido. No es ser cenizo, sino estar profundamente hundido, derrota tra derrota, y esperando o una recuperación milagrosa o el martillazo del fascismo, otra vez.

    Hace 1 año 9 meses

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