comunicación
La restauración del espectador de izquierdas y la dimisión de los lectores
En tanto que su papel se reduce al mero consumo o a la respuesta a los impulsos comunicativos, lo normal es que el lector deje de necesitar hablar, pensar, repensar o compartir, precisamente porque ha dejado de ser protagonista de lo político
Miguel Martín 14/06/2022
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No es casualidad que la cuestión planteada por Vanesa Jiménez en el artículo La gran dimisión de los lectores parta de la constatación de lo que podemos llamar una crisis de audiencias. La autora relaciona lo que califica acertadamente como una rotura del “espacio de lo común” con el fin de ciclo del 15M, la crisis de la izquierda institucional y esa eventual deserción de lectores que parece estar afectando a diversos proyectos de esa hornada de nuevos medios de izquierdas.
Tomando como referencia temporal de corto alcance el período entre la explosión de audiencias durante los primeros meses de la pandemia y el actual proceso de descomposición interna de la joven vieja izquierda, Vanesa Jiménez atribuye el repliegue del compromiso entre determinados sectores sociales y algunos medios de comunicación a una fase depresiva a caballo entre la llamada fatiga pandémica y el imponente crecimiento de las opciones autoritarias:
“Los últimos tiempos han sido, en el mejor de los casos, una vida a medio gas y ahora, ya libres del miedo a la enfermedad, nos hemos agarrado a un sucedáneo de los Locos Años 20 y llenamos las calles. Que le den a la inflación, al petróleo, a Putin y a quien haga falta. Nuestro cerebro necesita descanso, y nuestro cuerpo alegría y belleza. La política tampoco ayuda a la movilización. La ultraderecha puede entrar en el gobierno de la comunidad más poblada de España; la derecha y su nuevo líder flirtean con el trumpismo cañí de la presidenta de la Comunidad de Madrid; y la izquierda se empeña en alimentar las luchas fratricidas de siempre. ¿Qué nos queda? Desertar de la participación política. Y eso conlleva desertar también de los medios de comunicación. Al menos desde la izquierda”.
Pero lo cierto es que las raíces vienen de más lejos, son más profundas y se atienen, en mi opinión, a un elemento claro: la conversión progresiva de los sujetos que fueron protagonistas de la política del 15M en espectadores de la restaurada política institucional. Para entenderlo, no solo tenemos que remontarnos atrás en el tiempo sino también entender su compleja relación de fuerzas y debilidades, y muy en concreto la relación entre la centralidad de la comunicación y las dimensiones sociales y territoriales del movimiento.
El 15M fue inapropiable para el aparato mediático convencional, incapaz de hacer funcionar sus estrategias para desactivarlo o asimilarlo
El 15M tuvo una doble relación con la centralidad de lo comunicativo en la acción política. Por una parte, durante mucho tiempo fue un cuerpo inapropiable para el aparato mediático convencional, que fue incapaz de hacer funcionar sus estrategias semánticas para desactivarlo o asimilarlo. Por otro, su capacidad de protagonizar su propio discurso, sin necesidad alguna de ser traducido al idioma de los grandes medios, y consiguiendo empapar con él la vivencia de la crisis social de diferentes sectores de población, generó durante un tiempo una relación orgánica que no estaba mediada por un trato emisor-receptor, sino por procesos de apropiación positiva en diferentes direcciones: la relación con las distintas mareas, con el movimiento antidesahucios, con la “marcha negra” minera del 2012, con las marchas de la dignidad...
No obstante, el movimiento fue víctima, entre otras cosas, de esa misma centralidad de la comunicación, en tanto que la “eficacia comunicativa” se convirtió desde el primer momento en la clave de cualquier estrategia política. Si al principio la comunicación virtual se convirtió precisamente en un mecanismo propicio a la vinculación social y territorial en las plazas, más adelante el abandono de aquellas y la reterritorialización a los barrios nunca llegó a cuajar, en buena parte porque para muchos de sus participantes esa escala, el barrio, funcionaba en otros códigos, fue interpretada como una liga menor respecto a la dinámica de convocatorias masivas, o reducida a un simple mecanismo geográfico de captación social. Arraigar en el territorio, por lo general, nunca fue entendido como una prioridad, lo que a la larga significaría una minusvaloración de ciertas condiciones materiales que siempre requiere la lucha social para persistir a largo plazo. La pérdida paulatina del vínculo social y del territorio compartido, empezó a convertir la comunicación en la única dimensión y puso al movimiento en esa posición de “máquina de concienciar” que suele generar automáticamente la limitante división entre nosotros y los otros de las tradiciones militantes encalladas en sí mismas. Por utilizar una metáfora fácil de entender en los tiempos que corren, los smartphones del 15M empezaron a padecer la escasez de microprocesadores entre otras necesidades materiales para su funcionamiento.
El mismo movimiento que, con todas sus limitaciones, había basado su fuerza en crecer desde dentro de lo social, había renunciado a construir un territorio propio desde el que hacer crecer lo que en términos de Edward P. Thompson llamaríamos su propia economía moral. En parte ya se comenzaba a constituir como un afuera respecto a lo social y solo sus derivaciones feministas y el movimiento antidesahucios que había construido dinámicas propias, evitaron esa desarticulación entre comunicación, vínculo social y territorio.
En esa deriva, los diferentes actores que acabaron conformando la nueva izquierda institucional hicieron un trabajo concienzudo de desactivación de toda forma de protagonismo político real. Los propios procesos de verticalización radical de las organizaciones políticas, desde Podemos a las candidaturas municipalistas, y el esfuerzo por reducir aquel campo social a materia electoral (y, por tanto, a espectadores de lo político), no fueron acontecimientos sociales sobrevenidos, sino decisiones deliberadas y conscientes de las diferentes direcciones políticas. En definitiva, el mensaje era que para ganar había que dejar hacer su trabajo “a los mejores” y hacerse a un lado. Dejar de ser protagonistas de las luchas y los procesos políticos era el precio a pagar a cambio de una promesa de victoria.
Igualmente, el propio menosprecio por la construcción y el arraigo en el territorio y la fascinación por la comunicación como arma infalible, casi facilitaba una conexión natural entre la estrategia televisiva del primer Podemos y el aliento que todavía le quedaba al movimiento. Pero dicha conexión ya se empezaba a producir en un marco disciplinado y precocinado por lo que podríamos llamar como tecnocracia populista, tal y como señala Emmanuel Rodríguez en El efecto clase media:
“La ‘hipótesis’ implicaba la centralidad de la comunicación y el marketing, convertidos en una suerte de nueva ciencia de la verdad política, algo así como el arcano de Podemos. Convencer al pueblo, ‘construir pueblo’, constituía un ejercicio de comunicación y de manipulación simbólica”. (p. 382)
“ (...) el experimento de democracia digital quedó convertido en un sistema plebiscitario de consulta. A los ‘inscritos' –figura nueva y de un nivel inferior de exigencia que el simple simpatizante– se les proponían continuas votaciones digitales a partir de preguntas elegidas por el secretario general y con respuestas también predefinidas por él. Este mecanismo de consultas directas sirvió para ratificar una y otra vez las decisiones ya tomadas por la dirección”. (p. 384)
Paralela a este proceso se produce la emergencia de un nuevo espacio mediático, que es posible precisamente porque ese sustrato social aportaba buena parte de su financiación, pero también porque funcionaba como parte de un campo de construcción de sentido. No solo generaba unos medios con los que el sujeto 15M o post 15M se podía sentir identificado, sino que en la medida en que mucha gente todavía sentía la legitimación de ser protagonista, esa condición ligaba los contenidos a un debate vivo y social y todavía no era objeto de mero consumo cultural. Pero, sin querer entrar en una entomología de los diferentes medios surgidos en esta época (diarios, podcasts, blogs...), salvo excepciones, el objetivo de buena parte de ellos ha sido básicamente crear un espacio informativo y de contenidos a la izquierda, pensado desde el profesionalismo, pero sin repensar la relación entre medios de comunicación y realidad social. Guardando las distancias, podríamos decir que, si bien en ese magma hay manchetas más pegadas a lo que fueron las plazas y otras más colaterales pero influidas por estas, se ha dado aquí un proceso semejante al de Libération, un medio surgido en la onda del 68 francés que se acabó constituyendo como un periódico convencional para un target determinado: el consumidor de izquierdas.
Existe un público de izquierdas y un público de derechas que hay que segmentar de manera adecuada en términos de mercado o de partido
Durante un tiempo más bien breve se dio un aparente círculo virtuoso entre la emergencia de las elites de la nueva izquierda, el surgimiento de ese nuevo archipiélago mediático y la paulatina conversión en espectadores de los antiguos protagonistas de la impugnación. Desde ahí se creó un espacio de construcción de sentido común pero cada vez más reducido a un acompañamiento más o menos crítico de unos intereses determinados y, sobre todo, en una dinámica de integración en el seno de una restringida pluralidad tanto política como informativa. No obstante, frente a la rápida y progresiva degradación de la política institucional, ese nuevo espacio mediático vive un momento de expansión y refinamiento que llega a niveles de diversidad, formatos y exhaustividad de ámbitos positivamente inabarcables. Esa evolución contrasta también con la progresiva pérdida de espacios y territorios materiales de encuentro, donde toda esa producción informativa e intelectual tuviera un circuito de desarrollo más o menos dinámico. Se habían conquistado la red, las ondas y las moquetas, pero, en cambio, los espacios de vínculo social y territorial apenas se apoyaban precariamente en el movimiento de vivienda, los circuitos feministas autónomos y algunas formas de nueva lucha sindical.
Todo va derivando en la reconducción a un terreno de relaciones entre lo social y lo comunicativo más convencional y reconocible para los esquemas tradicionales, y por tanto más manejable para los recursos tácticos y estratégicos del oligopolio mediático. Existe una opinión pública sobre la que unos agentes externos (los medios de comunicación o los partidos políticos) ejercen su influencia en una batalla semiótica por conquistar las mentes o construir los famosos marcos. Existe un público de izquierdas, un público de derechas, y un conjunto de supuestos extremos y zonas templadas, que básicamente hay que segmentar de manera adecuada en términos de mercado o de partido. Lo social vuelve a ser encajado en un rol pasivo de receptor de mensajes, una manada de perros de Pávlov que esperan los correspondientes estímulos para reaccionar en uno u otro sentido. Así, todo se reduce a una disputa entre pastores por controlar los rebaños, o para quienes tienen el verdadero poder de hacerlo, en una buena gestión de la oferta para diferentes públicos.
Como sea, entre todos los procesos de restauración se estaba produciendo la restauración del espectador de izquierdas, aquel que lee, mira y consume cosas de izquierdas, pero que lo hace desvinculado de cualquier proceso político que no sea el voto (o la abstención). El fruto (a priori paradójico pero no tanto) de ese espectador de izquierdas, es que en la medida que su papel se reduce al mero consumo o a la respuesta a los impulsos comunicativos, lo normal es que deje de necesitar hablar, pensar, repensar o compartir, precisamente porque ha dejado de ser protagonista de lo político y, sobre todo, porque no cuenta con un territorio compartido con otros en el que pensar y pensarse. En la medida en que la condición de espectador desactiva su pulso político, acaba disolviendo las dinámicas de compromiso que lo unen con unos medios, de los que ha acabado siendo un cliente en lugar de un lector vinculado con una comunidad de lucha.
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Miguel Martín es editor en Virus editorial y colaborador en publicaciones como El Salto o Masala.
No es casualidad que la cuestión planteada por Vanesa Jiménez en el artículo La gran dimisión de los lectores parta de la constatación de lo que podemos llamar una crisis de audiencias. La...
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