Arqueología
La frontera del Éufrates
Ya no queda nadie del grupo que cada año excavaba en el palacio neoasirio
de Kar Asurnasirpal
Pedro Azara 6/07/2022
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Un coloquio sobre la misión arqueológica europea que los profesores Mariagrazia Masetti-Rouault, italiana, y Olivier Rouault, francés, dirigieron entre 1995 y noviembre de 2010 en el yacimiento neoasirio de Tell Massaikh, en Siria, tuvo recientemente lugar en el Instituto Nacional de la Historia del Arte (INHA) en París: un balance de quince años de excavaciones llevadas a cabo entre los meses de septiembre y noviembre, año tras año, sin más interrupciones que los ocasiones diluvios otoñales y las cada vez más frecuentes tormentas de arena. La guerra civil que estalló meses más tarde, a principios de 2011 –y que, ya en 2010, se intuía podía acontecer debido a las menguantes cosechas anuales, tras años de creciente y pertinaz sequía, junto con la “pérdida” de fondos públicos, a causa de la corrupción, que, enviados desde Damasco, no llegaban nunca al desatendido este del país– puso fin a esta excavación, que solía tener lugar anualmente en otoño, antes de los primeros fríos, sorprendentemente duros en un clima desértico. Las primeras horas, al alba, en el yacimiento, eran gélidas y obligaban a trabajar con gorros, guantes y bufandas hasta las diez de la mañana, cuando la niebla se disipaba y el sol se alzaba inmisericordemente. Era la hora del primer descanso, y del primer repaso. Todo el material desenterrado –desde fragmentos cerámicos hasta jarras enteras, desde estatuillas hasta tablillas, casi siempre fragmentarias, con inscripciones cuneiformes (algunas de las cuáles proporcionaron datos imprescindibles para conocer, siquiera parcialmente, la historia del yacimiento), alguna piedra tallada y labrada incluso, junto con numerosos pavimentos de terracota– se estudiaba en la casa de la misión, se dibujaba y se clasificaba antes de entregarse al museo más cercano, el nuevo museo de la ciudad de Deir ez-Zor. Los restos menos atractivos, los fragmentos menos reconocibles, casi siempre de terracota, tras un proceso de lavado y la catalogación, se acumulaban en las reservas de la casa de la misión, ubicada al borde del río Éufrates. El material excavado podría constituir colinas.
El yacimiento se encuentra en la ribera noreste del río Éufrates, no lejos de la frontera iraquí. El emplazamiento no era casual. Desde este punto más elevado, se dominaba el río Éufrates, fácilmente sorteable en este lugar, y se tenía acceso a un canal artificial navegable, recto, que evitaba los meandros del río, en dirección al norte, donde se ubicaban algunas de las principales capitales del Imperio asirio. A través de fotos por satélite, se diría que los restos parecen mantenerse, pese a numerosos hoyos en los márgenes del yacimiento, fruto de excavaciones ilegales.
La misión comprendía profesores, doctorandos, estudiantes de grado sirios y extranjeros (franceses, españoles, polacos, ingleses, norteamericanos, italianos, belgas). Se trataba de una misión europea que contaba con la presencia de numerosos trabajadores locales provenientes de pueblos cercanos, unos treinta, que participaban cada año en la excavación. Muchos eran expertos, capaces de distinguir, con apenas un golpe de espátula, la arquitectura de adobe de la tierra circundante que la aprisionaba, y de desenterrar los restos arqueológicos con una precisión muy difícil de alcanzar. Se trataba de agricultores que, en los meses de otoño, cuando las cosechas cesaban, se dedicaban a trabajar en diversas misiones arqueológicas sirias e internacionales. Cobraban por jornadas, unas jornadas de seis de la mañana a la una del mediodía, con los viernes festivos, como en todo país mayoritariamente musulmán. Las brigadas de trabajadores llegaban en camionetas cuando el día aún no había despuntado. Niños y ancianos también acudían. Mientras que los niños, que deberían estar en la escuela, no podían ser contratados –la ley siria, como la ley europea, es muy estricta–, grupos de trabajadores jóvenes se esforzaban en que los ancianos pudieran ser contratados, asumiendo, amén de su propio trabajo, el duro trabajo físico, a pleno sol del mediodía, que los ancianos no podían llevar a cabo, para que éstos pudieran cobrar el jornal al acabar el día, a menudo el único ingreso en una familia. Igualmente, algunos trabajadores respondían por compañeros enfermos ausentes, a fin que las ausencias no fueran perceptibles y aquéllos pudieran cobrar un jornal imprescindible. La tierra sobre el río Éufrates era cada vez más ingrata, y las ganancias casi inexistentes.
Una parte de los habitantes del pueblo más cercano, Tell Ashara, eran musulmanes integristas. Se recomendaba no salir al exterior del recinto de la misión, salvo para desplazarse hasta el yacimiento, siempre en vehículo. Recuerdo una acogida, puñales amenazadores en mano, apenas llegados al centro del pueblo. Las mujeres no solían poder trabajar. No lejos se encontraba el fantasmal pueblo fronterizo de Abu Kamal, de donde procedían la mayoría de los suicidas-bomba que atentaban en Iraq. La carrera que llevaba a Bagdad se perdía. Era imposible seguirle la pista. La frontera era incierta, invisible y sin embargo infranqueable. No existía un puesto fronterizo reconocible. Ni siquiera se sabía qué dirección tomar para llegar a Iraq.
El ejército norteamericano, desde Iraq, bombardeó severamente este pueblo en octubre de 2007. Murieron unas treinta personas. Los funerales bloquearon el pueblo abatido por el ensordecedor e inquietante ulular del minarete. Más tarde, el ejército norteamericano intentó controlar esta área. El fracaso fue estrepitoso. Murieron unos sesenta soldados norteamericanos. Este hecho se divulgó poco, o nada. El ejército norteamericano retrocedió. La retirada constituyó una de las sonadas victorias de Al-Qaeda.
Hoy, todo el extenso territorio al noreste del río Éufrates, que actúa de frontera en el interior de Siria, está en manos del Estado Islámico, desde su destructiva irrupción en Siria en 2013 y su vertiginoso avance. Tan solo la ciudad de Deir ez-Zor, a lado y lado del río, de unos doscientos cincuenta mil habitantes, tras un duro asedio y bombardeos incesantes, está controlada por el gobierno sirio, pero aislada del resto del país. Es imposible aún hoy llegar por Siria hasta el río Éufrates. La única carretera que une Damasco con Deir ez-Zor, pasando por Palmira, bordeando las ruinas, a través del desierto siroarábigo, está bloqueada precisamente en la ciudad de Palmira. Solo es posible, y con dificultades, proseguir el viaje, en contadas ocasiones, con escolta militar. Pero ni siquiera el ejército sirio puede garantizar en todo momento la seguridad de los viajeros.
La mayoría de los trabajadores sirios de la misión arqueológica han fallecido, a manos del Ejército Islámico o por los bombardeos. Algunos familiares han sido secuestrados. Hubo trabajadores que lograron emigrar a Alepo, para encontrarse con un nuevo hogar bombardeado, casi siempre por el ejército ruso, o al Kurdistán iraquí, donde moran, sin papeles, sin posibilidad de trabajar, en campamentos instalados en el desierto o en áridos páramos, lejos de las vías de comunicación, como los que, apenas visibles a lo lejos, circundan la ciudad iraquí de Mosul.
El congreso rindió un homenaje a todos los trabajadores desaparecidos. En las fotos posaban alegres, el último día de la misión, esperando continuar con el trabajo al año siguiente. No hubo año siguiente en 2010. Ya no queda nadie del grupo que cada año excavaba en el palacio neoasirio de Kar Asurnasirpal (tal era el nombre del asentamiento, hace tres mil años, que logró sobrevivir al olvido; hasta hoy).
Un coloquio sobre la misión arqueológica europea que los profesores Mariagrazia Masetti-Rouault, italiana, y Olivier Rouault, francés, dirigieron entre 1995 y noviembre de 2010 en el yacimiento neoasirio de Tell Massaikh, en Siria, tuvo recientemente lugar en el Instituto Nacional de la Historia del Arte (INHA)...
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Pedro Azara
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