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Polifonía

La propuesta de una España polifónica puede convertirse con facilidad en un discurso perverso

Pablo Luis Álvarez ARTE , 12/07/2022

<p>'Anatomy' de Ana Torfs, en la 8ª Contour Biennial.</p>

'Anatomy' de Ana Torfs, en la 8ª Contour Biennial.

Kristof Vrancken

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Hace ya unas semanas, Ximo Puig presentaba en Valencia, junto al ministro de Universidades, la publicación de un informe titulado España polifónica y desconcentrada: un país con forma de malla. Me entero de esto mientras escucho una tertulia en la radio donde, con la socarronería típica del establishment mediático-conservador, se comenta lo que parece ser una de las últimas ocurrencias progres: que el Tribunal Constitucional sea llevado a Cádiz, el Supremo a Castilla y León o el Consejo de Estado a Castilla-La Mancha, entre otras propuestas para dar nuevo asiento a instituciones fundamentales del Estado. Esta clase de ideas, que en realidad deben leerse como ejercicios de imaginación política, a mí siempre me emocionan, porque nos permiten pensar cómo podría ser España de otra forma (para los lectores de CTXT, seguro que esto es evidente), tarea todavía más urgente cuando, de abandonarla, va a ser Vox quien nos imagine cómo tiene que ser nuestro país; precisamente, el crecimiento espeluznante de este partido debe hallar explicación, al menos en parte, en que ni Abascal ni Olona pasan apuros cuando se trata de recurrir a ideas descabelladas o a iconografía carpeto-yeyé.

Al escuchar aquellas declaraciones, di un respingo. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué se me acababa de romper la yema del huevo frito? ¿Se había removido en mí el ascua reaccionaria que todos guardamos dentro? En realidad, había reconocido un término que me era familiar, polifonía, y pude reconocer también el uso sin duda estratégico de una forma musical para caracterizar un posible escenario de reorganización política. Todo ello me sonaba.

En los últimos veinte años, instituciones culturales, bienales de arte y comisarios de exposiciones han enriquecido su discurso público con expresiones metafóricas similares, en un intento de nombrar o hacer valer sus objetivos de generar algo así como espacios donde pueda darse una horizontalidad política y donde lo plural y lo múltiple (no sabe muy bien de qué) pueda suceder de alguna forma. Ejemplos relativamente recientes de este paradigma polifónico fueron la 8ª Contour Biennial o la 34ª Bienal de São Paulo, que era presentada como una polifonía de voces y puntos de vista sobre las prácticas artísticas contemporáneas –¿qué exposición colectiva o bienal de arte no lo es?, me pregunto). Esta clase de lenguaje, que tiene sus sinónimos en términos como “coreografía” (la documenta 13, con Carolyn Christov-Bakargiev) o “archipiélago” (bandera conceptual de Hans Ulrich Obrist últimamente), son iteraciones de lo que las prácticas  artísticas contemporáneas han venido llamando el giro post-representacional: esto es, que en los espacios del arte se busca y se ha de buscar algo así como un encuentro entre agentes culturales, agendas institucionales y públicos cuya naturaleza política se postula como inmediata y presentista, algo que las democracias representativas parecen no poder ofrecer.

Al tiempo que está claro que una pensée curatorial de este tipo no está libre de plantearnos problemas bastante serios (no puede resolver, por ejemplo, la paradoja de que esos momentos de supuesta horizontalidad política parecen necesitar siempre una institución o un comisario para poder surgir), merece la pena analizar con detalle los peligros que puede entrañar este tipo de terminología cuando no se la somete a examen, sobre todo cuando parece estar pasando al candelero de la política mainstream (Puig ya había utilizado el mismo término en septiembre del año pasado).

La proliferación de términos como “polifonía”, “coreografía” o “constelación” en las prácticas artísticas contemporáneas tiene un origen claro en los felices años 2000, cuando todo estaba bien

La proliferación de términos como “polifonía”, “coreografía” o “constelación” en las prácticas artísticas contemporáneas tiene un origen claro en los felices años 2000, cuando todo estaba bien. Como nos recuerda la historiadora del arte Claire Bishop, es esta una época de vacas gordas e inauguraciones de centros de arte chulísimos cuyos artistas predilectos, al menos en el contexto anglo-americano, van a ser los que enarbolen la bandera de la famosa (y ya algo kitsch) estética relacional que había acuñado Nicolas Bourriaud en 1997. Nombres omnipresentes eran entonces Liam Gillick, Philip Parreno o Maurizio Cattelan (Gillick sigue siendo el perejil de todas la salsas y allí donde hay dos o más curadores reflexionando sesudamente sobre qué es el comisariado está él para darnos su opinión). La premisa de la estética relacional buscaba perseguir algo así como un encuentro entre ciudadanos de diversa índole que podían reunirse, si bien de forma efímera, en un parnaso de armonía político-artística que la institución cultural facilitaba. Que luego en la calle el uno oprima al otro, que a uno la policía lo pare y al otro le deje pasar, que una tenga que ir con cuidado a casa y su colega no; eso ya es otro tema del que no hace falta ocuparse. La propuesta de la estética relacional era, de hecho, incluso más radical: ese encuentro era en sí la obra de arte. En esencia, es un planteamiento que resuena, aunque de lejos, con Hannah Arendt, “salimos a la calle y ¡venga! ya somos políticos, chicos”. En este caso, ese ¡pum! político sucedería en aquellos flamantes Kunsthallen, donde iba la gente a juntarse y a relacionarse de una manera que, por lo que fuere, no sucede en la plaza de abastos ni en el minuto de silencio. En este pensamiento, sin duda, hay un poso de verdad: en el verse con los demás, nos damos cuenta de que no estamos solos, de que comparto mi precariedad, de que no somos, como nos dirían desde el otro lado de la trinchera, “cuatro gatos”(por eso, nos cuenta Irene Vallejo en El infinito en un junco, cuando en el Senado romano se quiso debatir la propuesta de uniformar a todos los esclavos, la moción no recibió buena acogida; a ver si esos harapientos se iban a dar cuenta de cuántos eran). Y, sin embargo, esto no es suficiente.

La voz crítica que Claire Bishop intentaba alzar allá por 2006, y que se materializa en 2012 con la publicación de Artificial Hells, no ha tenido todo el éxito que debiera. Los grandes adalides del discurso curatorial–Irit Rogoff, Maria Lind, Beatrice von Bismarck, por decir algunos nombres– continúan hablando así, en términos polifónicos y relacionales, cada vez que se refieren a sus proyectos en instituciones de arte e incluso para ilustrar figuradamente lo que este discurso y su práctica son en general: un montón de relaciones entre personas, obras de arte, ideas, palabras y saberes que se dan cita en el proyecto comisarial sin jerarquías ni posiciones ideológicas dominantes, nada menos. Que cuanto más se expresan en estos términos, más denso se vuelve su halo de santidad (ocupan cátedras; hablan, escriben e imparten charlas sobre sus propios proyectos), parece ser poco más que pura coincidencia.

No en vano, el filósofo de cabecera para estos próceres del comisariado es Bruno Latour, a quien le debemos agradecer que cada vez se lea menos a su némesis intelectual, Pierre Bourdieu, y para quien hablar de ideología es una cosa farragosa y chunga que no lleva a nada. Con limitarnos a describir las cosas “tal y como son” (¡toma ya!) sin plantearnos si perpetúan o trastocan el statu quo,  basta. Todo está en red, en malla, sostenido  en un único plano autoevidente en el que interpretaciones de tufo marxista sobran –la afinidad es tal que el propio Latour ha comisariado ya varias exposiciones y, de vez en cuando, nos regala con alguna conferencia-performance en la que se posiciona como filósofo-starlette–.

Si el lector puede oír el amable tintineo de la campana neoliberal, no se equivoca. Bajo esta invitación inocente (“Ven, participa de esta horizontalidad política que yo te ofrezco y luego vete a tu casa a rumiarla mientras a mí me publican en un journal o saco un libro”) se escucha el susurro actoral de Ronald Reagan (“Tú también puedes ser líder en esta nueva era de progreso”) o la prosodia sentimental de Tony Blair (“Everyone is creative”, y así, cuanto más creative, más preparada estará la gente para montar negocios y menos tendremos que gastarnos en servicios públicos porque la gente se hará cargo de sí misma con igual creatividad).

La propuesta de una España polifónica, en malla, multi-level o reticular, si bien puede ser otra semilla más para pensar con radicalidad en qué país queremos vivir, puede convertirse con igual facilidad en un discurso perverso. Aunque los desplazamientos que sugiere tengan valor simbólico (que no es poca cosa), nada garantiza que la descentralización sea efectiva, que se traiga verdadera prosperidad a sus nuevos destinos o que las conversaciones a puerta cerrada donde se corta el bacalao tengan que admitir a su coro privado voces que resulten estridentes. Al contrario, por su tono ecuménico y conciliador, sus bondades se nos presentan como evidentes y la crítica a un proyecto así parece que solo la pueda hacer un tipo loco y desquiciado. A fin de cuentas, si todos estamos cantando en este simpático orfeón que podría ser España, ¿de qué nos quejamos, si somos una cosa en malla y reticular? Que esto es un peligro real es lo que nos enseñan veinte años de retórica curatorial en el arte contemporáneo y, quizás más pronto que tarde, de discurso institucional en España.

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Pablo Luis Álvarez es investigador predoctoral en el Royal College of Arts de Londres.

 

Hace ya unas semanas, Ximo Puig presentaba en Valencia, junto al ministro de Universidades, la publicación de un informe titulado España polifónica y desconcentrada: un país con forma de malla. Me entero de esto mientras escucho una tertulia en la radio donde, con la socarronería típica del...

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Pablo Luis Álvarez

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