CULTURA POP
La Pantoja o la noche que vimos nacer el mito
Sobre la autoficción músical y la construcción de un personaje
Bibiana Candia 9/07/2022
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Por si hay una pregunta en el aire
El día que pasó todo yo estaba sentada en el suelo frente a la televisión con el uniforme del colegio aún puesto. En los sofás cubiertos con sábanas, para no estropearlos, estaban mi abuela, mi madre y Tonecha, la de la panadería, que vino nada más cerrar la tienda para no perderse un detalle. Se sentía la electricidad en el aire previa a cualquier suceso importante. Tres generaciones estábamos listas y atentas para ver suceder la historia en el salón de nuestra casa. El 4 de diciembre de 1985 fue miércoles y asistimos, yo aún sin entenderlo muy bien, a una ceremonia de renacimiento en prime time de la primera cadena de la televisión española. Isabel Pantoja volvió a subirse a un escenario después de la muerte de Paquirri y España entera se quedó quieta mirando.
Hasta ese momento nunca me pareció tan necesario que presidiese nuestra tele en color recién estrenada un tapete de ganchillo sobre el que se posaba un halcón disecado, era un toque de solemnidad, sin duda, imprescindible. Cuando en la pantalla apareció ella vestida de seda gris y pedrería saludando al público que abarrotaba el teatro, ante mis ojos las alas del halcón la acogían enmarcando la imagen como en un retablo.
Esta estrella que pesa tanto
Si alguien que no hubiese vivido la génesis del personaje tuviese que explicar quién es Isabel Pantoja posiblemente diría que es una folclórica, que se vio envuelta en un caso de corrupción, que concursó en Supervivientes y que una de las frases que ha inmortalizado es “¡no me vas a grabar más!”. Todo eso es cierto pero es tan insuficiente para dibujar a una figura como ella que casi parece una mentira.
Abordar a una personalidad que lleva más de cuarenta años siendo quien es y conseguir que se aprecien todos sus matices es casi imposible porque su grandeza reside, precisamente, en su complejidad. La capacidad para sobrevivir y adaptarse formando parte de la cultura popular se materializa en un personaje con aristas, a veces, incluso, muy incómodas. Una artista inmensa que encierra en sí misma grandes contradicciones y grandes enigmas para quienes la miramos desde lejos.
Tomar como punto de partida el concierto de reaparición es, en mi caso, una elección sentimental, pero eso, al fin y al cabo, es lo que busca cualquier creador. Que su obra penetre tan adentro en la memoria popular que se asocie con la propia vivencia de modo que sea indivisible.
Nadie se sube a un escenario para que no vayan a verla, pero era imposible estar preparada para ese nivel de escrutinio en un momento tan vulnerable
Aquella noche en mi casa vimos a Isabel Pantoja, que entonces tenía veintinueve años y un hijo de casi dos, reaparecer ante el público después de la trágica muerte de su marido en un concierto que fue retransmitido en directo por Televisión Española. El teatro Lope de Vega estaba lleno hasta la bandera, había vendido todas las entradas en apenas unas horas, en el palco presidencial estaba la reina Sofía y en sus casas veinte millones de espectadores impacientes por verla reaparecer.
Nadie se sube a un escenario para que no vayan a verla, no seamos ingenuos, pero era imposible estar preparada para ese nivel de escrutinio en un momento tan vulnerable. La inercia de los acontecimientos hasta llegar a la noche del regreso fue algo inimaginable.
Se me apagó la voz aquella tarde
La revista ¡Hola! del 13 de octubre de 1984 dedica más de cincuenta páginas a la tragedia. En la portada, una Isabel de luto riguroso, con gafas de sol y medio desmayada, que lleva al cuello el cordón de oro con el Cristo de su marido fallecido. En las páginas centrales, un relato de precisión matemática dando todo tipo de detalles escabrosos acerca del velatorio y el entierro. El cadáver del difunto es velado en el dormitorio de la pareja, el cabezal de la cama aún sigue en el mismo sitio, como si el lecho hubiese sido amputado y sustituido por un féretro. Ella repitiendo como una letanía en medio del llanto: “Despiértate, Paco”.
Y después: el silencio. Isabel se recluye para vivir su duelo aislada con su familia.
Por fin, el 8 de diciembre de 1984, Tico Medina firma la exclusiva en la revista ¡Hola! El periodista pregunta a una mujer jovencísima y enlutada que sostiene a su bebé huérfano qué le parecería que su hijo decidiese ser torero, si volverá a enamorarse o a cantar en una plaza de toros, si ha tenido ganas de morirse, cómo pasa los días o si fue capaz de ver el famoso vídeo de la agonía de su marido. No hay ni una pregunta que no sea inquietantemente morbosa. Una lee esto hoy en día tomando conciencia de que las imágenes de la agonía de su marido habían aparecido en todos los medios de comunicación y resulta todavía más flagrante el delito tan grande de violación de la intimidad que se cometió en su caso.
Seguramente porque los ochenta fueron unos años despreocupados y felices en que a los niños nos dejaban ver casi cualquier cosa en la tele con tal de que no incordiásemos, yo recuerdo ese vídeo sin entender muy bien, al principio, qué estaba pasando. Lo emitieron tantas veces en telediarios, programas de televisión, revistas y se discutió tanto que acabé interiorizando, incluso en mi mente infantil, que aquella estampa de un hombre bello y sereno hablando mientra se le iba el color de las facciones era mi primer contacto con la muerte real.
No es que Francisco Rivera falleciese, es que vimos su rostro demudado mientras se desangraba en un vídeo en el que daba instrucciones al médico y le explicaba cómo había sido la cornada. El impacto de aquellas imágenes fue arrasador y se grabó en nuestras retinas para siempre, especialmente porque la desgracia golpeaba en el centro mismo de una historia idílica.
Ella decía que no se sentía culpable de ser tan feliz, pero que sí, que realmente en el momento en que les sobrevino la tragedia eran demasiado felices. Lo tenían todo y despertaban fascinación justamente por eso. Eran jóvenes, guapos, estaban enamorados, tenían éxito, dinero… eran dos personajes de copla que se encontraron para vivir un romance que debía ser cantado. Y lo fue.
Ese barco velero cargado de sueños cruzó la bahía
Isabel Pantoja aparece en el escenario aún a oscuras, se enciende un cañón de luz y la ilumina como un halo a su alrededor, la seda gris perla que la envuelve y la diadema le dan un aire de virgen dolorosa cuando se inclina para hacer una reverencia ante la reina Sofía. En este punto ya no se distingue la actuación del sentimiento genuino.
Hay algunos fallos de sonido que casi le dan un poco más de dramatismo a la escena, igual que su temblor inicial en la voz. Como si se materializase la idea de estar “algo cansada de llevar esta estrella que pesa tanto”. Cada palabra, cada gesto forma parte de una coreografía perfecta para retratar la tragedia, una performance en equilibrio impecable sobre la línea que separa la realidad y la ficción.
Todo es teatro, todo es copla y todo es real. Le basta salir para que el público la ovacione y se ponga en pie, después de un año y dos meses de silencio, de encierro y de especulaciones de la prensa. Su voz vuelve a resonar por fin en las tablas para pronunciar un “hoy quiero confesar que sigo enamorada”, y tanto el teatro Lope de Vega como quienes la veíamos desde casa entramos en la narrativa de su intimidad. La diferencia es que esta vez no hay intermediarios, no hay preguntas que echen sal en la herida, es ella misma quien se hace dueña de su historia y viene a contársela a su público frente a frente.
Todo el mundo, incluso mi yo de ocho años, sabíamos en aquel momento que el álbum Marinero de luces lo había compuesto José Luis Perales, pero teníamos también el convencimiento de que las palabras eran de ella. No solo porque saliesen de su boca, sino porque cuando se presentó el álbum ambos habían contado con detalle cómo Perales había conseguido interiorizar la desgracia de ella para ponerla en versos, cómo Isabel escuchó el primer tema, Era mi vida él, y le pidió que le escribiese un álbum entero.
Incluso quienes en aquel momento no tenían ni idea de poesía o de composición afirmaban que Perales supo retratar perfectamente el dolor por el que ella estaba pasando. Por primera vez, todo confluyó en una verdad que era, al mismo tiempo, una enorme metáfora creativa.
La cadencia de las canciones se va sucediendo, se alternan las que hablan de lleno de la tragedia con algunos éxitos anteriores de Isabel, pero incluso aquellas que no fueron escritas a propósito dejan ahora la sensación de hablar de la muerte de Paquirri. Este momento se llevaba fraguando durante tantos meses que es como un agujero negro que lo absorbe todo, que lo reinterpreta todo. Entre canción y canción el público se ponía en pie y le gritaba “te queremos, Isabel”, “no llores más”. Los hechos la precedían, por eso bastó un teatro, una mujer sola y toda la audiencia posible un miércoles de diciembre para desencadenar la catarsis.
Aquella noche de diciembre asistimos juntos, en comunión, a la ceremonia de fusión de la realidad y la performance
Aquella noche de diciembre asistimos juntos, en comunión, a la ceremonia de fusión de la realidad y la performance. Una representación de autoficción sin la red protectora que proporciona aquel producto ficcional en el que la barrera que separa la representación de la realidad está claramente definida. Todo lo que sucedió aquella noche fue una actuación y al mismo tiempo fue real, un legado artístico que tuvo repercusiones en la realidad.
De hecho, lo que pasó después de aquel concierto tiene eco hasta hoy en día. Cada vez que a Isabel Pantoja se le vuelve a llamar “la viuda de España”, aunque a ella no le guste, resuena el eco de esa noche en la que se convirtió en la mujer que personificó el duelo. El instinto popular es lo más parecido a un tirano y te marca aunque tú no quieras, para bien y para mal.
Epílogo: El beso
En mi casa no tuvo una gran repercusión el momento final en el que Isabel sacó a su hijo al escenario para cantar Mi pequeño del alma, tampoco asistir en directo a una de sus frases antológicas: “Ante todo, soy madre”. La verdadera polémica vino unos minutos después, cuando ya estaban saliendo los títulos de crédito. La cámara seguía a la reina Sofía, que bajaba a los camerinos del teatro a felicitar a la artista. Isabel ve llegar a la reina y comienza a inclinarse en una reverencia, doña Sofía se acerca a ella, la coge por los brazos, la hace levantarse, la pone a su altura y le da dos besos. Esa escena de naturalidad por parte de la reina, que seguramente estaba perfectamente calculada, desató la ira de mi abuela, que saltó como un resorte: “¿Qué hace la reina besando a una folclórica?”.
Durante mucho tiempo pensé que esa reacción era porque ella, que fue a servir con doce años y tenía perfectamente marcados los límites de las libertades que una se puede permitir, no aceptaba que una reina besase a alguien que era de una condición social claramente inferior. Una cosa era ser pantojista y otra no tener claro cómo funciona la jerarquía.
Sin embargo, el tiempo me ha hecho ver las cosas de manera distinta y cambiar de idea. La parte buena de crecer es darte cuenta de que lo que la gente en general llama hitos vitales solo son etapas que no significan casi nada a nivel humano, que los momentos que te marcan son otros, aquellos que te hacen sentir en comunión con tus semejantes. Estoy convencida de que lo que ocurrió ese día no fue que doña Sofía descendiera de su posición para besar a Isabel Pantoja, sino más bien que la reina, siempre tan distante, se sintió por una vez como una de nosotras.
Por si hay una pregunta en el aire
El día que pasó todo yo estaba sentada en el suelo frente a la televisión con el uniforme del colegio aún puesto. En los sofás cubiertos con sábanas, para no estropearlos, estaban mi abuela, mi madre y Tonecha, la de la panadería, que vino nada más...
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Bibiana Candia
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