¿La nueva marcha sobre Roma? (III)
Romagna mia
El autor continúa su viaje, visitando entre otros lugares la tumba del fascista Mussolini en Predappio
Steven Forti 19/08/2022
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Además de Julio Iglesias y Nicola Di Bari, descubrimos que KITT tenía una fijación también con la Orchestra Raoul Casadei. Quién lo hubiese dicho. Desde que llegamos a Romaña no parábamos de escuchar todos sus grandes éxitos, desde Romagna mia a Romagna e Sangiovese y Romagna Capitale. A Minerva y el menda nos pareció de repente estar en una fiesta de pueblo de antaño, comiendo piadina, mortadella y squacquerone, bañados por litros de Sangiovese y bailando interminables temas de liscio hasta consumir la suela de los zapatos.
Sin embargo, ese aire de alegría nostálgica, o saudade específicamente romañola si se quiere, que nos propinaba KITT a través de todos los vinilos del bueno de Raoul Casadei, que en paz descanse, no era nada más que un intento de esconder su profunda inquietud con lo que estábamos viendo y oyendo en Italia. La situación, efectivamente, no era para tirar cohetes, lo habíamos entendido, también Minerva y yo, a pesar de los litros de spritz. “Vayamos al corazón de la bestia”, sentenció a la mañana siguiente nuestro coche fantástico sin explicar mucho más. Creo que quiso darse y darnos el golpe de gracia.
Dejamos así Santa Sofia y bajamos por el valle del Bidente. Al pasar por Civitella di Romagna, de repente, se paró en seco. “Aquí nació Nicola Bombacci”, nos explicó. “En la primera posguerra le llamaban el ‘Lenin de Romaña’. Cuando era líder de los socialistas, escribió incluso un proyecto de constitución de los Soviet en Italia. ¿Sabéis dónde acabó dos décadas después?”. Minerva, que de líos y peleas de dioses sabía más que Wikipedia, pero que de política italiana, de ayer y de hoy, estaba aprendiendo en este viaje, le dijo sencillamente que no hiciese preguntas retóricas y que fuese al grano. “Pues en la década de los treinta se hizo fascista y siguió a Mussolini hasta la República de Saló. Los partisanos le fusilaron en abril de 1945 y le colgaron por los pies en la plaza Loreto de Milán. junto al Duce y su amante, Claretta Petacci, debajo de un cartel que ponía ‘supertraidor’”. En el pueblo nadie parecía acordarse de él y las principales calles estaban dedicadas a Giacomo Matteotti, Antonio Gramsci, Palmiro Togliatti o los mártires partisanos.
En la década de los treinta se hizo fascista y siguió a Mussolini. Los partisanos le fusilaron en abril de 1945 y le colgaron por los pies debajo de un cartel que ponía ‘supertraidor’
A la altura de Meldola, tomamos la carretera que nos llevaba al valle del río Rabbi. Pasamos debajo de la Rocca delle Caminate, residencia veraniega de Mussolini, y seguimos hasta Predappio, su pueblo natal. En realidad, el pueblo que estábamos cruzando fue edificado por el régimen fascista: una serie de calles con casitas bajas, un cine, una gran avenida y al fondo una plaza muy amplia con una iglesia a un lado y la Casa del Fascio, ahora abandonada, al otro.
“El viejo pueblo queda más arriba: ahora lo llaman Predappio alta porque está en la ladera de esa colinita”, seguía explicándonos KITT, mientras mirábamos desde la ventanilla. “¿Y eso?”, pregunté al ver una tienda de souvenirs abarrotada de banderas italianas y extrañas quincallerías. “Aquí vienen muchos nostálgicos del régimen y neofascistas de toda Europa para visitar la tumba del Duce. Y, de paso, se llevan un recuerdo: una estatuilla de Mussolini, una camiseta con la cruz céltica o el lema credere obbedire combattere. Incluso el vino del Duce”, contestó sin inmutarse. “Desde el edicto de Teodosio, los romanos prohibieron el paganismo, y a mí y a los míos nos convirtieron en parias, cuando antes lo habíamos sido todo. No se podía ni rezar a los lares y los penates en tu propia casa. ¿Cómo es posible que con la Constitución italiana de 1948 y las leyes que condenan como delito la apología de fascismo se permita esto?”, preguntó Minerva que nos estaba demostrando que no había perdido ni un minuto para ponerse al día. “Espérate”, le dijo KITT, “ahora viene el plato fuerte”.
Paramos un poco más adelante, en las afueras del pueblo, donde está el cementerio. A la sombra de la medieval iglesia de San Cassiano, se encuentra la cripta de la familia Mussolini. “¿Podemos pasar?”, le preguntamos a una señora que estaba en la puerta. “Adelante”, nos contestó con cara de pocos amigos. Quizás le pareció extraño ver por ahí a una diosa, al menda y a un coche sabelotodo. Bajamos unas escaleras acompañados por un señor que vestía una indefectible camiseta negra. Ahí estaban las tumbas de todos los miembros de la familia Mussolini. “Todos no”, nos corrigió ese peculiar Caronte que nos vigilaba. “Edda está en Livorno”. La primogénita del Duce prefirió ser enterrada con su marido, Galeazzo Ciano, después de que su padre le mandase fusilar como traidor en 1944. “Se entiende”, comentó KITT. A la derecha, un gran careto de mármol blanco entre dos fascios litorios nos confirmaba que ahí debajo, en ese ataúd cubierto por banderas italianas y flores frescas, se encontraba la tumba de Mussolini. “¿Sabéis que los restos acabaron aquí solo a finales de los años cincuenta?”, nos sorprendió Minerva. “Los partisanos lo enterraron en una fosa común en Milán tras haberlo expuesto en piazza Loreto. El día de la Pascua de Resurrección del año siguiente, unos fascistas lo sustrajeron y lo mantuvieron durante unos meses escondido en villas y conventos, para dejarlo finalmente en un armario del monasterio capuchino de Cerro Maggiore. Ahí se quedó hasta 1957”. “¿Y esto cómo lo sabes?”, le pregunté. “Yo también leo Wikipedia, corazón”.
Mientras tanto, había bajado una familia. Parecía gente normal, la verdad, más allá del mal gusto en el vestir. El padre le estaba sacando una foto a sus hijos, mientras les decía todo orgulloso: “Recordad este momento. Estáis delante del más grande hombre que Italia ha parido”. Nos pusimos a curiosear el libro de visitas. La media era de casi un centenar de firmas y mensajes por día. “Querido Duce, después de nueve años volvemos a verte. Tus enseñanzas siguen vigentes. Te llevamos siempre en nuestro corazón”, dejó escrito una pareja de franceses unas horas antes. “Ojalá volvieses”, escribió otro. “Has sido el único que hizo Italia grande y respetada en el mundo”, apuntó un tercero. Habríamos podido seguir horas y horas leyendo, pero el Caronte de Predappio quería ir a comer y nos invitó a salir. KITT estaba agotado. “Pero, hijo, no puedes tomar como muestra de lo que piensan los italianos los que visitan la tumba de Mussolini”, le dije para intentar animarlo. “Si ibas al Valle de los Caídos hasta hace dos telediarios, habrías concluido que en España seguían gobernando los franquistas”. Silencio. Minerva se puso a silbar Up Patriots To Arms, de Franco Battiato.
Retomamos nuestro viaje y subimos el valle del Rabbi. A la altura de Premilcuore nos metimos en carreteras estrechas y empinadas que nos llevaron hasta el puerto La Calla. Estábamos a unos 1.200 metros en la cresta de los Apeninos entre la Romaña y la Toscana, hacía frío y no había nada ni nadie. Menos aún un bar abierto. “¿Y cómo nos tomamos unos spritz?”, pregunté incrédulo. “Ahora toca ayuno y penitencia”, contestó KITT. “Y mañana, recién levantados, nos vamos por los senderos de lo partisanos hasta llegar al monasterio de Camaldoli”. Al no tener alternativas, Minerva y yo hicimos de tripas corazón. El camino era precioso, la verdad: entre hayas y pinos, a veces se podía vislumbrar el panorama con las florestas casentinesas a los pies y el embalse de Ridracoli a lo lejos. El monasterio estaba inmerso en el bosque. KITT quiso visitar la pequeña iglesia y se quedó un rato largo admirando la ermita de San Romualdo que hace mil años se instaló aquí y dio cobijo a quien quisiera hacerse ermitaño. “Me da que está teniendo su primera crisis mística”, me susurró al oído Minerva, mientras esperábamos a KITT degustando los licores de los monjes.
“Vayámonos al litoral adriático”, solté cuando apareció nuestro coche fantástico, cada vez más ensimismado. Aceptó a regañadientes solo cuando le puse Ciao mare, de Raoul Casadei. En Rímini visitamos el museo dedicado a Federico Fellini, pero ni las bromas de Alberto Sordi en I vitelloni ni las imágenes de Marcello Mastrioianni y Anita Ekberg en la fontana de Trevi consiguieron sonsacarle una sonrisa. Al contrario, se quedó casi todo el tiempo en la sala dedicada a Amarcord, donde Fellini retrata a su manera la Rímini de los tiempos del fascismo. “Dios, a este le está dando una depresión del copón”, comenté preocupado. Propuse pues ir a cenar con Francesco, un buen amigo sanmarinés: las tagliatelle al ragú que nos zampamos y el par de litros de Sangiovese que nos pimplamos habrían reanimado incluso a un zombie. Pero no, lo máximo que conseguimos fue que KITT se pusiese ñoño cuando Francesco nos contó que en la República de San Marino gobernaba aún la Democracia Cristiana. “Buenos tiempos aquellos”, se le escapó a KITT, pensando en Andreotti, Forlani y Cossiga. Todo se vino abajo cuando empezamos a hablar de la situación política actual. “¿Y deberíamos pararle los pies a Meloni y Salvini con este?”, nos dijo Francesco cuando pasamos delante de un cartel electoral del Partido Democrático con el careto de Enrico Letta. Se hizo una vez más el silencio. Paramos en el primer bar y pedimos unos gin-tonics: necesitábamos algo fuerte. “¿Y tú, Giulia, qué opinas?”, le preguntó Minerva a la novia de Francesco. “He votado tres veces en toda mi vida”, contestó ella. “¿Y esta vez?”, repreguntó KITT. “No lo tengo claro. Al fin y al cabo, no sirve de mucho”.
El padre le estaba sacando una foto a sus hijos, mientras les decía todo orgulloso: “Recordad este momento. Estáis delante del más grande hombre que Italia ha parido”
Al día siguiente, cuando nos despertamos, KITT había leído ya todos los periódicos. Meloni acababa de publicar unos vídeos para la prensa extranjera, donde decía que era una buena chica atlantista y europeísta, Salvini seguía repitiendo que con él no llegarían más inmigrantes y los italianos pagarían menos impuestos y Berlusconi soltó que si ganaba la derecha harían una reforma presidencialista, y que Mattarella debería dimitir al instante. Además, los últimos sondeos le daban una amplia mayoría absoluta a los amigos de Putin, Le Pen y Orbán. Incluso no descartaban la posibilidad de que llegasen a tener los números para reformar la Constitución sin pasar por un referéndum. “Si la gente mínimamente progresista no va a votar, esto se convierte en Hungría en tres, dos, uno…”, soltó desesperado nuestro coche fantástico. Cómo no darle la razón.
“Llevémoslo de excursión para que se le despeje la cabeza y piense en otras cosas”, propuso entonces Minerva. Decidimos ir a Urbino. Cuando bajamos por el parque de Albornoz hacia el centro de la villa, nos dimos cuenta de que había una feria medieval. Pedimos inmediatamente unos spritz sui generis que un simpático milanés preparaba sustituyendo el Aperol con un brebaje dulzón de uvas que, según él, era exactamente el que bebían los antiguos romanos. Nos sentamos en las escaleras del majestuoso Palazzo Ducale, residencia allá por el siglo XV de Federico da Montefeltro.
KITT se reanimó al leer la historia de esos antiguos ducados y condados, las batallas entre los Malatesta de Rimini y los Montefeltro de Urbino, las incursiones de los florentinos y los milaneses, los intentos del Papa por anexionarse toda la región. “En Urbino nació Raffaello”, nos explicó. “Y Piero Della Francesca trabajó aquí”. Sin embargo, su cara cambió de repente cuando vio en las paredes del palacio un sinfín de DUX esculpidos en la piedra. Aunque la razón se debía sencillamente a que Federico da Montefeltro se dejaba llamar dux por los suyos, para KITT aquello era un mal presagio. “Mussolini nos persigue”, comentó. “Tú has querido ir a visitarle en su cripta”, le espetó Minerva, ya cansada de todo ese rollo.
La visita a la iglesia de San Domenico no mejoró las cosas. KITT se dejó engatusar por un misionero que llevaba 40 años viajando a Uganda con la misión creada por Don Vittorione, un exempresario véneto, llamado Vittorione por sus dimensiones, más de 200 kg, que quiso ayudar a un pueblo del interior del país. “Vente con nosotros. Te cambiará la vida”, le dijo. “¿Un coche puede ser misionero?”, le preguntó. “La fe no pone límites. Puedes ser el coche de la Providencia”, le contestó aquel. En la hora siguiente, KITT no dijo ni mu: mientras paseábamos entre las callejuelas de Urbino, estuvo leyendo y releyendo el folleto que le dio el misionero. “La crisis mística está empeorando”, me susurró Minerva.
En cuanto nos pusimos en marcha, KITT nos metió en un verdadero tour de force para ver todas las principales iglesias de la zona. En Gubbio, tras dar un vistazo al majestuoso Palazzo dei Vicari y el Palazzo Ducale, que se hizo construir Federico da Montefeltro cuando anexionó la ciudad umbra, se quedó atónito mirando los frescos antiguos de la iglesia de San Domenico. Para poder verlos iluminados durante tres minutos había que insertar una moneda de un euro: la tontería nos costó unos veinte euros. Parecía que se había aficionado al santo en cuestión tras el encuentro con el misionero. En Città di Castello quiso subirse al campanario cilíndrico de la catedral de los Santos Florido y Amanzio. En Sansepolcro, se pasó por lo menos un par de horas en la basílica de San Giovanni Evangelista, que según la tradición fue fundada en 1012 cuando los santos Egidio y Arcano trajeron desde la Tierra Santa las reliquias del Santo Sepulcro. De ahí el nombre de la pequeña ciudad natal de Piero Della Francesca.
En Arezzo, patria de Petrarca, fue el apoteosis. Antes nos obligó a arrodillarnos debajo del crucifijo de Cimabue en otra iglesia dedicada a San Domenico. Luego, en la Catedral, nos cojimos una tortículis nada desdeñable al estar una hora mirando los frescos del techo de la nave central y las vidrieras de Guillaume de Marcillat. Finalmente, en la basílica de San Francesco hicimos un curso acelerado de simbología cristiana mientras admirábamos el impresionante ciclo de frescos dedicados a la Historia de la Verdadera Cruz, pintados por Piero Della Francesca. Aunque agotador, el misticismo había sacado a KITT de la depresión. Sin embargo, una vez más nos dimos cuenta que todo era muy frágil.
Al salir de la basílica nos topamos con una capilla muy distinta. Dos vidrieras representan a los patronos de Trento y Trieste, ciudades “redimidas” del yugo austrohúngaro con la victoria italiana en la Gran Guerra. En un fresco, se apreciaba a un soldado caído, cubierto por la bandera del Reino de Italia, debajo del Cristo Redentor. Todo se había construido a finales de los años veinte, con Mussolini ya en el poder. “¡Cómo pueden ensuciar un lugar de culto con esta bazofia nacionalista!”, explotó KITT. “¡Hala!”, le soltó Minerva. “La religión y la nación son dos caras de la misma moneda, guapo. Lo sabe todo el mundo. Vuelve a la realidad”.
“La religión y la nación son dos caras de la misma moneda, guapo. Lo sabe todo el mundo. Vuelve a la realidad”
Tras todo aquello, decidí tomar el mando de la situación y propuse ir a Anghiari a comer una fiorentina, el tradicional chuletón de Toscana, una delicia para los que no somos veganos. Lo acompañamos con unas setas y un buen Chianti. Desde las murallas de ese pequeño y precioso pueblo, se vislumbraba el valle donde en 1440 se libró la batalla entre milaneses y florentinos que pintó Leonardo Da Vinci.
Paramos en el único bar abierto para tomar unos spritz y nos pusimos a hablar con una señora mayor. “Salvini ya no da miedo: da risa”, nos dijo apurando lo que quedaba de un helado. “Lo que me preocupa de verdad es el viejo aquel. Ahora quiere reformar la Constitución”. “¿Berlusconi?”, pregunté. “Claro. No quiero ni pronunciar su nombre”. “Pero está más acabado que Puigdemont, ¿no?”, intenté animarla. “No sé, no sé”, nos contestó. “Es como el Diablo, no muere nunca. Y, además, tiene la niña esa que le va a hacer el trabajo sucio. Con lo que hemos vivido en este país, ¿cómo puede ser que los nietos de Mussolini lleguen otra vez al poder?”. KITT pidió inmediatamente una grappa doble, Minerva canturreaba Bandiera bianca de Battiato y yo no pude hacer otra cosa que ponerme de rodillas y pedir que nos fuéramos ya a Grecia. “Ancona está cerca, cogemos un ferry y en unas horas estamos ahí. Ni Mussolinis, ni Berlusconis, ni San Domenicos, ni Federicos da Montefeltro. Solo una Summer on a solitary beach”, les dije. El guiño battiatiano le gustó a Minerva que dijo sencillamente: “Vamos”.
Además de Julio Iglesias y Nicola Di Bari, descubrimos que KITT tenía una fijación también con la Orchestra Raoul Casadei. Quién lo hubiese dicho. Desde que llegamos a Romaña no parábamos de escuchar todos sus grandes éxitos, desde Romagna mia a Romagna e Sangiovese y Romagna Capitale....
Autor >
Steven Forti
Profesor de Historia Contemporánea en la Universitat Autònoma de Barcelona. Miembro del Consejo de Redacción de CTXT, es autor de 'Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla' (Siglo XXI de España, 2021).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí