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Al igual que anarcocapitalistas y ultraliberales, muchas personas de izquierda están en contra del Estado. No en contra de este o de aquel Estado en concreto, sino en contra del Estado en general. En su opinión, el Estado es una estructura de poder y el objetivo de la política de izquierdas no debe ser acceder al poder, sino acabar con él, disolverlo y triturarlo (como si tal cosa fuera posible). El poder siempre es opresivo, parecen pensar. Jule Goikoetxea ha utilizado la expresión “estadofobia de la izquierda” para referirse a este fenómeno. Pero lo cierto es que otras personas de izquierda no vemos las cosas de esa forma. En nuestra opinión, cuando no hay Estado son las mafias las que proliferan e imponen sus normas. Los Estados fallidos generan señores de la guerra y, en esas circunstancias, son siempre los y sobre todo las más débiles las que salen perjudicadas. Sabemos que ha de haber una vigilancia estrecha y constante del poder por parte de la ciudadanía para reducir al máximo el riesgo de abusos, siempre presente. Pero pensamos que lo mejor que podemos hacer es defender un Estado social de derecho, conseguir que sea verdaderamente garantista, que proteja de los poderosos a la gente común, sobre todo al colectivo más débil. El poder no tiene por qué ser siempre malo. Supone también capacidad y agencia. Nuestro objetivo debe ser poner todo el poder del Estado a favor de los más débiles y vulnerables, embridando y sometiendo a los poderes privados (por supuesto: a largo plazo el objetivo es que nadie sea demasiado débil y que nadie ostente demasiado poder).
Por desgracia, la pedagogía pseudoprogresista, de la mano de una izquierda meliflua, ha difundido con éxito muchas ideas peligrosas. La crítica feroz a la más mínima exigencia de disciplina por parte de los adultos a los adolescentes es un clásico manido. La palabra disciplina evoca el régimen cuartelario y parece que sólo cabe defenderla desde una perspectiva conservadora o reaccionaria. Pero ‘disciplina’ es un término que tiene por lo menos dos acepciones diferentes, aunque sutilmente conectadas, cuyos matices conviene tener en cuenta. “Disciplina” puede referirse a las normas de comportamiento que hacen que en un colectivo se establezca y se mantenga determinado orden que supone sometimiento. Pero podemos entender también por disciplina un conjunto de normas cuya repetición constante y sostenida nos lleva a un resultado buscado. En el primer caso la disciplina es un fin que le viene al sujeto de fuera y se le impone al margen de su voluntad; produce sumisión y obediencia. Pero en el segundo no es un fin, sino un medio del propio sujeto que se propone llegar a un objetivo por él mismo elegido; esta forma de disciplina es un logro del sujeto (podríamos hablar de “autodisciplina”). La pedagogía, por lo general, no ha diferenciado estos dos matices (tiene la costumbre de mezclarlo todo y de afinar poco en los conceptos que usa). Ha pregonado que la disciplina es mala y punto. Pero, al hacerlo, ha limitado (o ha contribuido a limitar) el desarrollo de capacidades y facultades de muchas y muchos estudiantes.
Como es de sobra conocido, hoy en los centros de estudio no hay disciplina ni autoridad. Según muchos profesionales de la pedagogía y burócratas de la educación (y según algunos padres y madres), la disciplina en los institutos no es una condición necesaria para la convivencia. Tenemos otros problemas, parece, más allá de la falta de disciplina. Y no son problemas que se solucionarían con más disciplina o autoridad (creo que es mucho menos el profesorado que piensa así).
Es verdad que hace algunas décadas, cuando estábamos saliendo del franquismo, había que poner en cuestión el exceso de disciplina en la primera acepción que he planteado arriba: convertía los centros educativos en algo cercano a la cárcel o al cuartel; generaba miedo en vez de respeto y producía un gran sufrimiento injustificado y evitable. La corriente principal en pedagogía se puso manos a la obra a cuestionar, deslegitimar y denunciar la disciplina cuartelaria y el autoritarismo en la enseñanza. Hay muchos libros de esa época que abordan la cuestión. Las teorías pedagógicas que han estado detrás de muchas de las reformas educativas durante largo tiempo han respondido, en buena medida, al deseo de alejarse todo lo posible de aquella escuela aterradora. Y aquí aparece el problema: en el intento de huir de algo que no existe hace décadas, la pedagogía ha perdido el norte respecto a qué debe ser la educación. Por efecto de ello hoy es necesario defender cosas obvias, como que “la escuela no es un parque de atracciones” (como dice el título del exitoso libro de Gregorio Luri). La famosa balanza se ha escorado completamente al otro lado. En la actualidad, ni en los centros educativos ni en las familias queda rastro de aquella autoridad excesiva y brutal de antaño (autoritarismo, en realidad). El problema de la juventud no es vivir bajo una dictadura adulta (o “adultista”, sic), como denunciaba hace años El libro rojo del cole, sino la desaparición de normas y límites que puede estar dañando irreversiblemente su desarrollo psicológico, cognitivo, emocional y moral. Los límites son mojones, faros, señales en el camino para no perderse (en todos los sentidos de ‘perderse’).
Con el impulso y el consejo de ciertas ocurrencias pedagógicas hemos hurtado a generaciones enteras la posibilidad de desarrollar y hacer suyas costumbres y hábitos muy necesarios
La culpa de la situación actual no es solo de la peor pedagogía. Son muchos los factores que inciden en que las cosas estén como están, pero no se puede negar que ha hecho una aportación inestimable, mezclándolo todo y difundiendo malentendidos por doquier. Con el impulso y el consejo de ciertas ocurrencias pedagógicas hemos hurtado a generaciones enteras la posibilidad de desarrollar y hacer suyas costumbres y hábitos muy necesarios, no ya para aprender algo en la vida, sino para vivir de una forma mínimamente equilibrada. Dejándose guiar por experiencias como Summerhill, muchas pedagogas y burócratas han confundido autoridad (necesaria) y autoritarismo (rechazable), es decir, algo similar a la auctoritas y la potestas que distinguía la tradición clásica romana. Han olvidado que la educación en el ámbito público (por ejemplo, en la escuela) y en el privado (por ejemplo, en la familia) responde a claves muy diferentes. Y por favor, que no salga nadie con que ya Sócrates en el siglo V a. C. se quejaba de lo maleducada que era la juventud, que rechazaba toda autoridad y no respetaba a los mayores. En este asunto hay cosas eternas y también novedosas. Algunas de estas últimas están estrechamente vinculadas con el capitalismo en su fase más ultraliberal y desbocada, de manera que un Sócrates no pudo ni imaginarlas.
Pero sí podemos evocar la sensatez de la Grecia clásica en tantas cuestiones de la vida cotidiana y reconocer que el término medio es el más conveniente en este tipo de asuntos. Los excesos punitivistas de la escuela franquista eran terribles, pero la ausencia casi total de disciplina y autoridad en los centros educativos hoy es muy perjudicial para todo el alumnado y muy especialmente para los más débiles. Al eclipsarse la autoridad de los adultos (la de padres, madres y profesorado, pero también conserjes, limpiadoras, cuidadoras del comedor, vecinos…) la gente más joven se queda, no solo sin referentes, sino también sin protección, sin cobijo. En ese páramo de anomia, como si fueran unos señores de la guerra de barrio, los más fuertes (los más machitos, los más chulitos, los más desequilibrados, los más violentos) se adueñan del tiempo y del espacio ocupándolos con su presencia invasiva, con sus gritos, su gestualidad faltona, sus condiciones, sus normas. Los comportamientos disruptivos y violentos de algunos estudiantes son producto de desequilibrios previos (sociales, familiares, afectivos) y habría que conseguir que nadie llegue al aula en esas condiciones. Son víctimas de tantas cosas, los pobres. Pero ese es otro problema urgente que hay que abordar invirtiendo dinero, y no solo en educación. La cuestión ahora es que así llegan muchos y muchas adolescentes a la enseñanza reglada. Sus compañeras más débiles, más tranquilas, calladas, vergonzosas, lentas, los diferentes, los tímidos, los introvertidos o con pluma se quedan a la intemperie y se sienten desprotegidos. No conocen otra cosa y por eso no entienden bien qué es lo que pasa. Pero por detrás de la mascarilla se les escapa una mirada triste de desprotección, soledad e impotencia*.
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Tere Maldonado es profesora de filosofía en Secundaria.
*Escribí y publiqué este texto originalmente en euskera (“Disziplina eta autoritatea hezkuntzan”, Hordago-El Salto, 21 de julio, 2022) y lo he traducido ahora de forma bastante literal. En el original no tenía ese problema, pero aquí he decidido utilizar algunos masculinos genéricos para facilitar la lectura. También uso a veces el femenino de esa misma forma.
Al igual que anarcocapitalistas y ultraliberales, muchas personas de izquierda están en contra del Estado. No en contra de este o de aquel Estado en concreto, sino en contra del Estado en general. En su opinión, el Estado es una estructura de poder y el objetivo de la política de izquierdas no debe ser acceder al...
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Tere Maldonado
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