ARTE TOTAL
Les Ballets Motomami de Rosalía
Sobre la puesta en escena del ‘disco del momento’
Carlos García de la Vega 11/09/2022
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Entre los aficionados, cuando se habla de los periodos de vigencia de un disco de las divas del pop se suele hablar de eras. Tengo la sensación de que Motomami, más que una era es un microcosmos, un pequeño universo que se rige por lógicas internas y que hacen que el gesto primigenio del que parte todo, la eclosión de la crisálida en mariposa, impregne todo el concepto como un principio rector. De hecho, una de las características que no percibí en las primeras escuchas es que durante todo el disco hay elementos semánticos, rítmicos, de concepto, que se van repartiendo aquí y allá y que no hacen más que apuntalar todo el material expresivo de este universo.
Después de asistir al segundo concierto de Madrid, el pasado 20 de julio, y de haber reforzado mi memoria y mis sensaciones de aquel día con cientos de clips en redes sociales, tengo la sensación de que, si la música para Rosalía es verbo, los vídeos y el concierto son su encarnación y que todo el proceso está pensado como uno y a la vez trino. La música, históricamente –en el teatro, el cine, la publicidad, en Bershka o en la tele–, juega un papel subsidiario que pretende reforzar retóricamente la intención del emisor. Durante mucho tiempo, con la popularización del videoclip a partir de los noventa, lo audiovisual simplemente explicaba el sentido y significado de las canciones. En Motomami, lo audiovisual pasa a ser un elemento absolutamente subsidiario, un refuerzo retórico de la música y, por lo tanto, del concierto. Imprescindible, omnipresente, pero subsidiario y subordinado al elemento principal.
Así que tanto el disco en sí, su emisión en TikTok con el que celebró mundialmente el lanzamiento y los únicos tres vídeos musicales (más el de Despechá estrenado en agosto), como el propio directo de casi dos horas, forman parte del mismo sistema de unidades Motomami. Es como si el conjunto, expandido en géneros, formatos y a lo largo del tiempo formaran parte de un todo. ¿Podríamos apelar entonces el concepto de obra de arte total?
Hace un siglo, año arriba año abajo, una pandemia de gripe –española, la llamaron– arrasó el mundo. En torno a esos años, un dilettante excéntrico, visionario, antiguo crítico de arte y gestor cultural intuitivo y derrochador, reconvertido en impresario de danza cambió las reglas del juego para esta disciplina creando Les Ballets Russes. Su nombre era Sergei Diaghilev. Del mismo modo que Wagner al final del siglo XIX había apostolado la obra de arte total en forma de ópera, con él como centro irrigador y neurótico de todo el entramado, Mijail Fokine, primer coreógrafo de la compañía de Diaghilev, anticipando de una manera más que intuitiva que en el siglo XX la atención del espectador no iba a soportar mamotretos de cuatro horas, propuso fraccionar las larguísimas veladas de ballet con un solo título y convertirlas en galas de varios números individuales, cortos, impactantes y estéticamente autónomos.
Con esta premisa, Les Ballets Russes dotaron al repertorio universal de la danza de pequeñas píldoras de ballet que también tuvieron la aspiración de ser obra de arte total, ya que Fokine consideraba imprescindible que literatura, música, coreografía y artes plásticas (en forma de decorados y figurines) trabajasen en pie de igualdad, colaborativamente. Así, para Les Balles trabajaron Stravinsky, Ravel, Debussy, Falla, Picasso, Odilon Redon, Braque, Matisse, de Chirico, Nijinsky, Nijinska, Balanchine… la lista es impresionante. Sus posiciones vanguardistas y aperturistas le reportaron, en algún lugar, crítica y escándalo –que en realidad es un bulo alimentado por la historiografía–, sin embargo, su éxito fue mayor que su fracaso y fue sobre todo comercial, puesto que se trataba de una compañía totalmente privada.
Motomami World Tour no es solo un concierto de pop, aunque también. Es un espectáculo teatral de gran formato. Estoy prácticamente seguro de que requiere de una regidora que sea capaz de dar paso a una cantidad inabarcable de gestos escénicos y coordinar entre sí, separados por las proporciones inmensas de un palacio de deportes, a la persona de sonido, la de vídeo, la de iluminación, los bailarines, el camarógrafo y la propia Rosalía. Son decenas y decenas de pies, que es la palabra que en artes escénicas se usa como clave para activar el siguiente hito teatral, que se suceden a la perfección. Rosalía, que solo se permitió cada cierto tiempo parar a secarse el sudor de la cara y beber agua delante del público –de hecho, en casi dos horas se ausentó del escenario cuarenta y cinco segundos–, daba la sensación de estar absolutamente segura de todo lo que iba a suceder en cada momento y por donde iba a llegarle el siguiente elemento de utilería, bailarín o cámara. Eso es fruto del ensayo, de la repetición, pero también de una coordinación exhaustiva desde fuera de la escena.
Normalmente, cuando vas a un concierto las imágenes que se te quedan en la memoria podrían ser intercambiables entre casi todas las canciones. En el Motomami World Tour, Rosalía –y no quiero decir con esto que sea la primera, Lady Gaga o Beyoncé llevan años explorando esta fórmula, aunque no de una manera tan exhaustiva– construye una especie de dramaturgia que tiene sentido en sí misma porque crea momentos estéticos reconocibles para representar cada canción. Y aquí es donde empieza a aflorar la obra de arte total, porque en el concierto, aunque variando la ejecución, el concepto visual de cada tema está relacionado con el que ya tenía en los vídeos publicados o en la emisión de TikTok.
Desde que asistí al MWT hasta que escribo estas líneas, a principios de septiembre, he dado muchas vueltas a si calificar el espectáculo como ópera de cámara o como pieza de danza/teatro para cantante. Si fuese una ópera de cámara debería ser necesariamente francesa, cuya tradición desde tiempos del Rey Sol incluía copiosos números bailados que interrumpían el transcurso de la trama. Finalmente, me surgió la analogía perfecta: es una aplicación más o menos literal del concepto creativo de los Ballets Russes a un recital para cantante (y guitarrista y pianista y bailarina, todo esto hace durante el concierto) con electrónica y cuerpo de baile. En la pieza coreográfica que es Motomami World Tour, los bailarines no son simplemente un refuerzo, no están solo para replicar las muy célebres coreografías virales con las que Rosalía atrae de manera maestra la atención en redes. Esos ocho bailarines hacen danza teatro de calidad encima del escenario, su expresividad corporal es apabullante y tienen un comportamiento escénico de compañía de danza: no hay salida ni entrada al escenario que no esté ordenada, cada movimiento de utilería y escenografía está coreografiado.
Más allá de las coreografías pop, siempre en formación frontal, en los momentos más líricos de la pieza el coreógrafo juega constantemente con la transformación del cluster de bailarines en círculo, un poco como si la técnica Graham de contracción-liberación pudiese imaginarse colectivamente. Un círculo abierto, más cerrado, en el suelo, en torno a un podio, convertido en un cuadrado perimetral… mariposas sueltas por la calle. La figura que domina la liberación es la helicoidal, un espiral de cuerpos en movimiento, cuyo centro suele ser casi siempre la cantante. Rosalía no presenta a estos bailarines al final del concierto porque tengo la sensación de que desempeñan un personaje coral y por lo tanto anónimo: son la representación de las ideas de Rosalía bullendo en su cabeza, sin cesar, perpetuas. Revoloteando.
El escenario donde sucede es un espacio aséptico, un infinito blanco de fotógrafo, un plató virgen e inmenso. De ese espacio, la parte vertical es también una enorme pantalla que toma protagonismo desde la cuenta atrás del show y que marcará la temperatura estética de cada escena. A ambos lados de ese espacio, dos pantallas casi tan altas como la misma escenografía. Porque el vídeo, y por lo tanto el camarógrafo, la mayor parte del tiempo con una steadycam, las cámaras que en ocasiones cogen los bailarines o la propia Rosalía, una cámara cenital que permite apreciar las precisas geometrías de coreografía e iluminación, como dos cabezas calientes a modo de candilejas a cada lado del escenario, hacen que cualquier persona que esté en el recinto pueda presenciar el espectáculo como si estuviese dentro del escenario. Gracias a eso, ella se permite glosar sus propias letras, con gestos, elipsis de palabras o apostillas habladas que apuntalan aún más el sentido de las mismas.
Rosalía sabe que el vídeo vertical es la marca estética del tiempo que estamos viviendo y de esa manera lo incorpora escenográficamente a su espectáculo, pero como con la música, no se conforma, y dota de horizontalidad a esa verticalidad con ayuda de las pantallas laterales en el concierto, o le roba la orientación al formato produciendo un vídeo musical, como el directo de TikTok de marzo, que no se puede ver en una pantalla convencional porque su centro de gravedad va cambiando y te encuentras a ti mismo girando el móvil o la tableta constantemente para poder seguirlo: de nuevo una espiral infinita.
Hay muchos momentos icónicos a lo largo de la pieza, como el enfado-chicle de la introducción de “Bizcochito”, en realidad un gesto de desprecio al patriarcado, que se ha convertido en un meme viral internacional. Pero quizá el que resuma todo el espíritu del MWT es el momento en el que Rosalía, sola en el escenario, sentada en una butaca de barbero se desmaquilla con una toalla blanca para la cámara, como si fuese un espejo. Es un instante profundamente teatral: la soledad de la diva, incluso del payaso, desmaquillándose. Podría ser el final del show, pero solo es un cambio de segmento. Queda mucho concierto por delante en el que Rosalía, con la cara lavada, demuestra que es no solo tonadillera y una música impresionante, sino también un animal escénico.
Entre los aficionados, cuando se habla de los periodos de vigencia de un disco de las divas del pop se suele hablar de eras. Tengo la sensación de que Motomami, más que una era es un microcosmos, un pequeño universo que se rige por lógicas internas y que hacen que el gesto primigenio...
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Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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