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Si el partido que enfrentó ayer al Atlético de Madrid contra el FC Porto hubiese terminado treinta segundos antes, es muy probable que esta crónica hubiese sido de otra forma. Asumámoslo. El análisis del fútbol, especialmente esta versión refinada y ultraexpuesta que disfrutamos a estas alturas del siglo XXI, puede llegar a ser tan complicado como queramos, pero la realidad es que siguen siendo los goles los que lo marcan todo. El Atleti, por lo que sea, metió uno más que su rival y ahí probablemente empieza y termina todo.
Sabemos que no es así, no obstante. Lo sabemos los que estuvimos allí. Aun ganando, el partido deja tantas dudas, que es imposible obviar esa sensación tan incómoda que se nos ha quedado pegada después de una de las noches más extrañas que yo he vivido en un partido europeo del Atlético de Madrid.
Cualquier ciudadano sabe que es imposible creerse a un político que hace lo contrario de lo que promulga. Cualquier padre sabe que es muy difícil educar a tu hijo para que haga lo que tú no haces. Digo esto, porque fue lo primero que pensé cuando el equipo se desangraba y Simeone intentaba solucionar sus errores con otros errores, que muchas veces iban en contra de su propia filosofía. Pero también lo pensé cuando noté que mi ropa empezaba a oler a esa fragancia insoportable que últimamente perfuma la grada del coliseo rojiblanco. Y eso, permítanme, me preocupa más, porque afecta al tuétano de esta cosa que llamamos Atleti. Si necesitas que tu equipo gane y juegue bien para dignarte a animarlo, me temo que no eres muy distinto a cualquier otra afición mediocre de cualquier otro sitio. No puedes presumir de tener fe cuando primero necesitas ver con claridad. No puedes presumir de amor incondicional cuando estás poniendo condiciones. No puedes presumir de ser diferente cuando eres exactamente igual. Y es más, si necesitas que tu equipo gane y juegue bien para dejar de insultar al que dices que es tu equipo, el problema, el drama, es todavía mucho peor.
Antes de que se me olvide, déjenme hablar bien del Porto. Un equipo al que esa cohorte de nuevos ricos pretende mirar por encima del hombro y que para mí es un ejemplo de club. Un equipo con miles de aficionados entregados, que tiene por costumbre ganar su liga, que juega la Champions todos los años (siempre compitiendo) y que vende cada año un par de jugadores desconocidos por una millonada. Ni tan mal. El equipo luso, igual que el año pasado, vino a hacer su partido. Y lo hizo. Correoso, intenso, muy bien trabajado tácticamente, maduro y muy consciente de lo que es. Chapeau.
Hay que reconocer que el Atleti salió con fuerza y ánimo, que es como sale últimamente al campo. Lo malo es que la fuerza y el ánimo duraron menos de lo deseado. Básicamente, lo que tardaron los portugueses en entender el partido y frenar el ritmo. Algo que desgraciadamente ocurre mucho en los últimos tiempos. Es increíble lo fácil que los rivales apagan la furia rojiblanca para hacerse con el control del partido. A veces basta quitarles el balón. Otras, como ayer, es suficiente con ralentizar el juego.
En ese nuevo panorama, los de Simeone se ahogaron en esa parsimonia que comienza a ser marca de la casa. Desplazamientos horizontales que no van a ningún sitio, velocidad de culebrón venezolano y una galopante falta de ideas. João intentaba salirse del guion, pero estaba bien vigilado. El equipo intentaba ensanchar el campo, pero el rival sabía que esa era una de las pocas vías que los madrileños tienen para fabricar fútbol. Apenas recuerdo ocasiones en ese tramo del partido. Quizá una llegada por la derecha que Nahuel Molina resolvió como acostumbra desde que es rojiblanco: mal. La aportación en ataque del argentino fue tan relevante como la mía. En defensa, desgraciadamente, fue peor. Un coladero, vamos. Un agujero tan evidente que el Porto comenzó a cargar el juego por esa banda y a revertir el equilibrio que tenía el partido. El Atleti se fue disolviendo como un azucarillo y los portugueses terminaron la primera parte con una jugada en la que el balón se paseó por la portería de Oblak.
Los de Simeone se ahogaron en esa parsimonia que comienza a ser marca de la casa
Simeone vio lo de Nahuel y remendó el equipo en el descanso bajando a Llorente al lateral y dando entrada a otro centrocampista. El problema es que ese centrocampista fue De Paul. Un jugador, que al igual que ocurre con Nahuel, no ha justificado en el campo la confianza que recibe desde el banquillo. Y eso duele, porque uno de los pilares del cholismo era eso de no casarse con nadie y asegurarse de que la camiseta la vista solamente el que se lo merece. Les recuerdo que Griezmann no estaba en el campo. Tampoco entendí la sustitución de Carrasco por Lemar. Independientemente de que no funcionara, que no funcionó, nunca supe el objetivo.
El partido se reanudó incluso peor. Con un juego más lento, más espeso y más errático. Pero si el equipo transmitía poco, la grada lo hacía menos. Si desde el pitido inicial el ambiente había sido más propio de un torneo veraniego que de la Champions League, a partir de ese momento comenzó a parecerse a lo que me imagino que debía ser el público de la Santa Inquisición. Muy preocupante.
Simeone, no sé si consciente de su error, trató de arreglar el entuerto con más cambios. Cambios extraños, que parecían más fruto de un colectivo desquiciado que del raciocinio a que nos tiene acostumbrados. Introdujo a Griezmann cambiando el sistema al 4-4-2 y fue como abrir las puertas de unos grandes almacenes el día de las rebajas. El roto fue tan desproporcionado que el Oporto comenzó a llegar a la portería madrileña con la facilidad de los que tienen pase VIP. No sé exactamente lo que duraría la pesadilla, a mí se me hizo eterna, pero el argentino tuvo que remendarla metiendo en el campo a Hermoso para volver a la línea de cinco atrás. Y ahí, cuando faltaban diez o quince minutos para terminar, comenzó el partido.
Rompió el tedio un gol de Hermoso tras una buena jugada de Correa, que había salido al césped para poner algo de locura creativa en mitad de esa locura absurda. El madrileño recortó dentro del área y su disparo de zurda dio en un defensa para colarse en parábola dentro de la portería. Todo parecía resuelto, pero no. El enésimo error con balón de De Paul provocó un saque de banda absurdo que acabó con la pelota dentro del área y con una mano ridícula de Hermoso. Penalti que transformó Uribe. Todo parecía resuelto, pero no. En el último segundo del encuentro, tras un saque de esquina que peinó Witsel en el primer palo, apareció la cabecita salvadora del jugador con más gol de toda la plantilla. Sí, ese al que un equipo de élite no debería permitirse el lujo de tener en el banquillo por razones peregrinas. Sí, Griezmann.
El Atleti empieza su andadura de Champions ganando al cabeza de grupo. Quédense con eso, porque me temo que es lo único que merece la pena.
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