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Escribí a Ramón Andrés (Pamplona, 1955) por primera vez hace dos años, en septiembre. Sucedió unas semanas antes de que muriera mi padre en el hospital. Cuento esto porque fue mi padre quien me dio la dirección a pocos días de que lo ingresaran. Y así, a partir de aquel día Ramón no dejó de escribirme a diario, le respondiera o no, para saber cómo evolucionaba mi padre y cómo me encontraba yo. La conversación con Ramón ha continuado y sigue más allá de la muerte de mi padre.
Hace ya un año que quería entrevistarlo de otro modo, hacia lo público. Ramón Andrés es autor de más de una docena de ensayos y cinco poemarios. Además, ha recomendado e infiltrado autores capitales de otras lenguas en editoriales españolas de prestigio. Conversamos con él a media mañana, en Elizondo, en el Valle de Baztán (Navarra), donde vive desde hace cinco años. La conversación tuvo lugar semanas atrás, cuando Ramón estaba metido en los preparativos de los Encuentro Pamplona 72/22 que se celebran estos días y de los que él ha sido el alma impulsora y organizadora.
Hace unos días, en el silencio de esta sala sentí que me estaba molestando algo, eran las ventanas abiertas que con el viento se golpeaban entre sí. Sentí que todo retumbaba pero, en realidad, era un ambiente muy silencioso.
Sí, Elizondo también es muy tranquilo, silencioso. Tengo la impresión de que se va a valorar cada vez más la tranquilidad. Mira este verano, por ejemplo. Ha habido muchísima gente de Barcelona en los campings de por aquí. Mi hija mayor ha venido con su chico, y el chico no había estado nunca en Navarra. Se han dado un paseo por Baztán y están sorprendidos de lo limpios que están los pueblos. Cataluña, en ese sentido, es un vertedero. Por otro lado, me da la sensación de que la limpieza de estos valles es similar a la de mi infancia. Íbamos perdidos por el monte y el último caserío tenía en verano sus geranios impolutos, todo estaba reluciente. Seguramente sea también una influencia religiosa.
Cuando escribo poesía soy alguien optimista, aunque pueda hablar de la muerte; pero cuando escribo aforismos soy un nihilista
Tus tres últimos libros son de naturaleza completamente diferente. Un poemario en primavera en 2020: Los árboles que nos quedan (Hiperión). Un ensayo denso a finales de 2020: Filosofía y consuelo de la música (Acantilado). Y un libro de aforismos ya en primavera de 2022: Caminos de intemperie (Galaxia Gutenberg). ¿De qué han dependido tus selecciones de género y tema?
Cuando estoy trabajando un ensayo no puedo escribir poesía paralelamente. Pero si estoy muy metido en el proceso de creación de un libro que viene del estudio puedo escribir aforismos o textos breves porque surgen muchas ideas, a veces al calor del texto principal, aunque sin cabida en él. Textos de medio folio que se van quedando a un lado. Luego llega el momento en que tengo un material suficiente en la vía paralela, en la menor, y entonces me encierro para trabajarlo y redondearlo. Puedo decir que lo que no puedo hacer con la poesía lo hago con los aforismos. Tengo una cabeza que lamentablemente no puedo detener, o detener en la medida que yo quisiera. Estoy siempre anotando cosas. De hecho, el libro de los aforismos surgió de ese proceso de pensamiento continuo. Escribiendo me canso, me canso de mí mismo, de hecho durante muchísimos años iba al Centro Zen de Barcelona para aliviarme de ese cansancio. Tengo una cabeza muy acostumbrada a trabajar y lo que me hacía muchísimo bien cuando estaba allí era el vaciado. Era una cuestión psíquica que tenía un resultado físico porque mi trabajo es sumamente obsesivo. Quien escribe conoce lo obsesivo y lo poco beneficioso que es. La cabeza es un motor que está siempre en funcionamiento y los aforismos forman parte de ese de ese ruido que me acompaña. En cuanto al acabado, sí que hay una elección entre que sea un diario o un libro de aforismos. El aforismo permite ruptura y aspereza, el diario no, el diario tiene un tono, mantiene una relación bien distinta con el lector, hay un desarrollo narrativo.
¿Sientes que te has expuesto demasiado? Cuentas por primera vez en público cuestiones personales, dolorosas.
El libro de aforismos ofrece una naturaleza de total libertad. Me gusta mucho ir anotando sin ningún compromiso. Cuando lo tengo prácticamente terminado es cuando doy noticia al editor. Oye, mira, tengo esto, ¿te interesa? No hay un plan previo pensando en una edición. Voy anotando y si pudiera, en adelante únicamente escribiría estas cosas porque me gusta muchísimo y me siento muy libre, pero no es posible.
Este es un libro que recoge las preocupaciones más centrales que ahora mismo puedas tener sobre el mundo, pero me sigue sorprendiendo cómo te expones en lo personal.
Es la primera vez que escribo sobre estos asuntos. Ni siquiera lo he hecho en los poemarios, ni siquiera en el último que es más personal. Es curioso, porque cuando escribo un ensayo estoy de la manera más analítica y racional posible; cuando escribo poesía soy alguien optimista, aunque pueda hablar de la muerte; pero cuando escribo aforismos soy un nihilista, como una hidra de muchas cabezas. Tuve una infancia muy complicada, muy dura, por cuestiones de mi familia, de mi casa. Viví en un hogar con mucha violencia. Puedo decir que no tuve un hogar en la infancia, por eso lo he perseguido toda mi vida. Aunque uno no tenga un hogar necesita generar la ilusión de una genealogía, siquiera para romperla. No necesariamente tengo algo pendiente con el Padre freudiano, aunque fuera un hombre muy difícil. Por un lado, una gran persona; por otro, alguien que daba miedo, y yo viví con mucho miedo. Salí pronto de allí y a veces pienso que la escritura y todo lo que he vivido ha sido consecuencia o fruto de una necesidad de reconstrucción personal. Como el interés de la genealogía, también el interés por la música, me viene de casa. Mi padre era un violinista aficionado. Estaba loco por la música. Mi única hermana, estudiaba canto y tenía una voz preciosa, delicada, no muy potente pero bellísima, podría haberse dedicado a ello. Mi padre era un empedernido de Wagner. De ahí que yo no pudiera escuchar a Wagner tranquilamente hasta los treinta años. Mi casa estaba inundada de Wagner y mi padre era un fortísimo orquestal de Wagner ininterrumpido. Por el contrario, yo me fui al canto gregoriano y a Bach. Ni tan afirmativo, ni tan vehemente, ni tan teatral.
Puedo decir que no tuve un hogar en la infancia, por eso lo he perseguido toda mi vida
Tengo entendido que tu abuelo también cantaba.
Sí, mi abuelo cantaba ópera. Cantó en muchos teatros y una cosa que no cuento en Caminos de intemperiees que tenía un tío, un hermano menor de mi padre, que cantaba tangos. Vengo de una familia que cantaba muy bien. Siempre con música de fondo, siempre entre gritos también. Era una familia particular en Pamplona. Mi padre nació en 1923 y con diecisiete años se quedó huérfano y a cargo de sus cuatro hermanos. Tuvo una vida titánica.
Me parece muy respetable que no hayas mostrado esta parte de tu vida hasta ahora. Pero me da la sensación de que muchos de tus lectores de ensayos sobre música han podido pensar que quien escribió esos libros no tenía ninguna preocupación por sobrevivir o por el mundo más allá de la erudición.
Estuve implicado en un colectivo libertario durante seis años en los 70, hasta que vi que no era el camino. Después seguí una vida muy solitaria, un poco desengañado por todo, pero no exenta de mucho sacrificio. Escribí libros, trabajé para editoriales, he hecho de ‘negro’, he traducido. Pero sobre todo he tenido que tirar de cuatro hijos con pocos medios materiales, entre otras cosas porque me he sentido siempre muy comprometido con mi trabajo y con mi tiempo. Esto ha hecho que haya concebido mis libros y mi escritura como un foco de resistencia. Una resistencia a la deriva del mundo, desde las librerías independientes, los traductores, los autores. Focos de resistencia ante un mundo destartalado e impío. El mundo del neoliberalismo, depredador y sangrante. Nunca he podido vivir sin la idea de un compromiso, aunque escriba sobre el silencio y la soledad. Precisamente escribir sobre estos temas es también un compromiso.
Nunca he podido vivir sin la idea de un compromiso, aunque escriba sobre el silencio y la soledad
Uno de los hilos que más me gustó en Filosofía y consuelo de la música fue la cuestión de qué sucede en el oído cuando todavía no se ha llegado al mundo, en el vientre materno. Pero hay otra cuestión relevante, que es la relación entre lo visual y lo auditivo.
Hay varias cosas en lo que comentas. En los orígenes de la humanidad las revelaciones divinas eran a través del oído, a través de sonidos. Los dioses no se veían, son una intuición de mundo paralelo. Los dioses son dioses a través de la intuición del más allá. Fíjate en todas las tradiciones mesopotámicas, en Egipto, en Grecia, son revelaciones auditivas. Las primeras músicas eran un reflejo de los sonidos de la naturaleza. Una imitación del sonido del viento, de los ríos, de las aves. Ahí está el embrión de la música: querer reproducir lo que se ha oído. Fíjate que en las cuevas de hace 25.000 años se producían unas vibraciones con un instrumento que se llama zumbadera al que se daba vueltas. Se han hecho pruebas y parece que el sonido en el interior de las cuevas podía llegar a los ochenta decibelios. Imagínate cómo retumbaba aquello. Impresiona pensar que allí donde había más vibración y más sonoridad se encuentran también las pinturas parietales. Esto sería un primer vínculo entre el signo y el sonido. De ahí ellos extraían un sentimiento que les hacía presentir un mundo del más allá. La cosa es que el sonido reproducido por humanos de manera consciente está vinculado a la trascendencia desde el inicio.
Pero luego llega un momento en el que la música se empieza a entender de una manera autónoma, deja de ser una representación.
No creo que haya un salto de la imitación, de la representación, de la síntesis a lo que hoy llamamos música. En Mesopotamia ya se hacían los primeros instrumentos de lengüeta, hace cinco mil años, una versión primitiva de nuestras dulzainas. Existen en Mesopotamia, en Egipto y después en Grecia, y se cultivan y desarrollan en Roma. La música se articula ya con un sentido, una finalidad. Es ya algo parecido a lo que podemos considerar desde nuestro punto de vista en los rituales, ya no solo como invocación de los dioses, como petición de buenas cosechas, petición de lluvia. En Mesopotamia todo esto se regulariza y ya existen músicos y danzarinas que se especializan en los templos para llevar a cabo esta liturgia, casi siempre es una petición de bienes de protección. Venían de una sociedad muy desprotegida. El mundo ha sido así hasta hace relativamente poco. Es entonces cuando empieza la separación entre una música popular, es decir, melodías de trabajo (de pescadores, de recolectores, de siembra) y la música del templo. Empezamos a verlo hace más de cinco mil años. Después, todo esto tiene una genealogía larguísima, lenta, podríamos establecer muchos paralelismos cuando pensamos en la música en la Ur de la Antigüedad. Hay una continuidad entre la música de Ur y la música de las catedrales góticas. Esa genealogía forma la música de Occidente. Y es una obra extraordinaria que se piensa mucho formalmente. Esa música ha definido una manera de pensar en Occidente.
El canon de la música occidental deja de integrar nuevas obras después de la Segunda Guerra Mundial, ¿a qué se debe?
Hay una gran eclosión. Alemania es un centro de compositores jóvenes, lo es Francia y ahora está muy diversificado. Por ejemplo, en esta extraña península llamada España hay compositores jóvenes magníficos. El primer orden europeo lo sigue conservando Alemania, pero hay grandes compositores en Italia, los hay en Francia, en Gran Bretaña. En Estados Unidos también hay artistas muy interesantes de generaciones muy jóvenes, gente con veinticinco años que están todavía en un proceso de maduración, no de crecimiento como se diría ahora, pero que apuntan a una gran solidez. Una gran solidez especialmente en la música, me atrevería a decir, más que en las otras artes.
La música contemporánea es como ver un cuadro abstracto, en cierto sentido. Y la gente quiere ver una figura, quiere entender el cuadro
¿Por qué las orquestas no programan ya obras contemporáneas?
Después de la Segunda Guerra Mundial los compositores rompen con el repertorio clásico y con todo lo que comportaba. El compositor choca con el público conservador que lo que quiere no es un concierto de piano, sino el mismo concierto de Chopin, Brahms o Schumann. No le propongas nada posterior. Por eso se siguen programando ciclos de las sinfonías de Beethoven que, claro, están muy bien, pero hay un más allá de todo eso. Se debería enfocar la música de otra manera, hacia otros lugares. Si miras la música romántica, que es la que prevalece, es una música que necesita narrar escenas, es muy descriptiva y muchas veces se tiende a leer de manera autobiográfica. Eso a los compositores de hoy les genera cansancio, el hecho de tener que narrarse. A principios del siglo pasado, Joyce necesita romper unas estructuras y sucede lo mismo con Schoenberg y con la Escuela de Viena, es decir, la narración, la autobiografía desaparece de la música contemporánea. Se va a la búsqueda de sonidos, de espacios mentales nuevos, se realiza un estudio del sonido y se deja paso al silencio. Son músicas que contemplan el silencio, no tan llenas de discurso y eso es lo que ha llevado a la gran escisión con un público que tenía un oído tonal y un gusto muy hechos al repertorio consabido. Le gusta saber tararear la melodía mientras está escuchando. La música contemporánea es como ver un cuadro abstracto, en cierto sentido. Y la gente quiere ver una figura, quiere entender el cuadro. Pero se trata de otra forma de mirar, como mirar un Rothko. Y esta música no tiene el apoyo del gran público muchas veces porque es incómoda, porque es intelectual, porque es poco sentimental aparentemente.
No deja de sorprenderme esta ruptura, porque precisamente la música orquestal es la “música de músicos” del siglo XIX, es una antiópera en gran medida, con la excepción de Wagner, quizá. Son músicos que quieren separarse de los mercaderes del arte, de los festivales de rock de hoy, de la burguesía de entonces.
Claro. Hay un cambio con el dominio de la burguesía, los conservatorios. Es curioso, porque el propio Bach fue un gran virtuoso del órgano, pero en su época no fue una figura admirada. Hoy hay gente que ni siquiera va a escuchar obras, va a escuchar “a Baremboin”, a un director de orquesta. Ni siquiera “a Brahms”. La música de músicos termina siendo una pieza cerrada sobre una única interpretación.
¿Qué relación estableces entre religión y filosofía tras escribir Filosofía y consuelo de la música?
Pues que son lenguajes de trascendencia. Tras haberse proclamado el final de la metafísica en el siglo XX, yo intuyo que no muere. Está en nosotros, no podemos negar que somos seres trascendentes, cada uno en mayor o menor medida. No comulgo con la muerte de la metafísica que ya proclamaban Heidegger y otros pensadores. Claro que eso tiene un precio, que es tu cuerpo. Ahora todo es superficie, casi todo el cuerpo es un escenario de proyección pública. Lo esencial no se aborda. Creo que hay una necesidad de explicación personal que está muy conectada con el individualismo feroz, con la identidad, que es una religión, ese culto a lo propio. Existe un culto a la libertad propia que viene tanto del siglo XVIII como de la Ilustración. Es una libertad que nos ha esclavizado, no es una libertad liberadora. Yo creo que no se puede ser libre con esa idea de libertad como militancia de uno mismo. Me parece muy empobrecedor lo individual, y socialmente qué decir. Estamos tan atemorizados que hemos terminado en una sociedad hecha de individuos cerrados. Ahora hay discursos de vuelta al cuerpo. Pero la cultura occidental ha ido caminando hacia el individualismo. Vivimos en la negación de la trascendencia, de ese impulso metafísico que tenemos todos en la medida en que tememos a la muerte.
Me parece muy interesante, y lo vinculo a Eva Illouz cuando plantea el desastre de haber perdido el alma en el siglo XX y haber vuelto a la psique, que es tan funcional al capitalismo.
Efectivamente, la invención del alma, la existencia del alma, como concepto vertebrador, yo diría que incluso ateo, podría llegar a funcionar. Alguien podría pensar que la cuestión de la trascendencia, del alma, está fuera de época en 2022. Pero, desde luego, para mí hay cierta urgencia en pensar estos conceptos que se han desterrado. Las religiones cubrían preocupaciones humanas. Obviando la religión no hace desaparecer esas preocupaciones. Yo creo que no todo es cultural. Aunque nosotros lo creamos, no todo es cultural. De hecho, mucho en nosotros no es cultural, lo que se llamó alma cubre una parte sustancial del ser humano. La invención y la práctica del alma nace de una necesidad, el alma está en nuestra estructura cerebral, somos Homo sapiens y el Homo sapiens es generador de mundos que desconoce y que desea conocer. El alma es una cuestión física, no podemos ir en contra de nuestra estructura cerebral. No todo es cultural, es una prepotencia creer que todo es cultural, que es una construcción cultural.
Quiero que terminemos el itinerario de tus últimas tres obras con el poemario. Es uno de los últimos libros que compartí con mi padre, lo leímos a la vez. Pero para ti, ¿qué significa este libro?
He escrito muy poca poesía en mi vida, pero lo he hecho desde niño. Necesito cierta paz mental para hacerlo, y he tenido poca. He tenido una vida de mucho trabajo, he tenido que moverme muchísimo, y escribir Los árboles que nos quedan fue una liberación mental y formal. Tenía mucha necesidad de romper con la métrica tradicional, escribir en un verso totalmente libre, liberado de todo, y me ha costado mucho más de lo que pensaba porque uno está escudado en los alejandrinos o en los endecasílabos y esto es muy distinto, porque, con todo, hay que darle musicalidad a un poema. Estar libre de todo artificio métrico tiene una cierta dificultad, pero para mí ha sido sobre todo un regreso: un regreso a Navarra, a un lugar muy determinado como es el Valle de Baztán.
Volviste de Barcelona hace cinco años.
Sí, hace cinco años, volví por esa añoranza, pero sobre todo por dificultades allí, en Barcelona. Dificultades de orden doméstico, porque la gente cree que yo soy un personaje que deambula, que no toca el suelo. Pero no, yo estaba en Barcelona y me subieron el precio del alquiler tanto que, comprendí la dinámica general, vi todos los libros que tenía y entendí que nunca podría vivir en Barcelona. Así que vine a Elizondo. Ahora tengo una casa magnífica. Pago un cuarto de lo que me pidieron en Barcelona. Y además qué vistas hay, y qué gente.
Es muy curioso que a medida que voy cumpliendo años, a medida en que me voy acercando al final, yo al menos siento una liberación enorme ante la muerte
Este poemario tiene algo de testamentario, ¿no?
Desde luego, sí. Muchísimo más por ese optimismo que lleva dentro. Por la forma que a menudo la poesía puede tomar con las sentencias. Permite enjaular, aunque no me gusta esa palabra porque es negativa. Pero el poema da una forma física a un recuerdo de la infancia, a una situación. Un poema sobre pasear, un poema sobre cantar. Esa concreción libera, sobre todo, del miedo a la muerte. Es muy curioso que a medida que voy cumpliendo años, a medida en que me voy acercando al final, yo al menos siento una liberación enorme ante la muerte. Y, bueno, en un pueblo es muy aleccionador y liberador pasear cada día con tu perro por delante del pequeño cementerio. Pasas cada día, ves las lápidas y piensas: está todo en su lugar, está todo bien. Eso te hace vivir un presente mucho más apacible.
Has sido el cerebro de los Encuentros de Pamplona 72/22, que retoman, medio siglo después, un hito cultural del tardofranquismo. Me gustaría que me hablaras de eso.
En 1972 nos trasladamos varias veces de Barcelona a Pamplona porque mi padre fue a montar un negocio allí. Lo recuerdo y, hombre, fue un acontecimiento, imagínate España en 1972. Aquello estuvo promocionado por Félix Huarte y su hijo, una familia de constructores navarros. Hubo mucho happening y mucha ocurrencia, tuvo importancia por el lado del espectáculo. Esto que haremos en 2022 es distinto, algunos dicen que es muy intelectual, que hay poca fiesta por la calle. Bueno, creo que no está el mundo para banderines y para hacer happenings ni poner telefonitos en el Paseo Sarasate. Nos divertiremos también, pero creo que había que aprovechar el dinero público y no hacer narcisismo, ni ocurrencias destinadas a decir “qué divertido soy”. Hace cincuenta años había una hipótesis, ahora hay otra. Aquello fue contracultural en el franquismo, con sus mecenas y sus ausencias. Ahora precisamente hay que apuntalar la cultura. Ahora hay que pensar Europa muy seriamente. ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué hacemos con esto? Se nos va de las manos la sociedad. Además, fuera de Europa tampoco hay un gran ejemplo de convivencia, y yo creo que estas cosas eran muy necesarias.
En el programa has hecho una apuesta por la conversación.
Me parece fundamental que se dialogue, que surjan ideas contrarias está muy bien, se aprende muchísimo del debate. Muchos piensan que como hay diálogos entre personas antagónicas no se confrontarán ideas. Pero no, se trata de que surjan ideas en la conversación, si no, no tendrá sentido. Que los invitados ofrezcan caminos contrarios, entre proyectos ideológicos distintos. Vendrán Alexievich, Sloterdijk, Cynthia Fleury, Massimo Cacciari, Pascal Bruckner, Teresa Catalán, Helen Cixous. Creo que el diálogo como forma es austero. En cierto modo, el diálogo es lo contrario al happening. El diálogo es la expresión mínima, el análisis.
Pero probablemente la conversación sobre un libro, elevándose lo más mínimo, también pueda ser uno de los acontecimientos más ricos y vivos que se pueda contemplar.
Sin hacer de menos a nadie, probablemente se pueda extraer más de una conversación sobre un libro que de una película de presupuesto estratosférico, o de un concierto con decenas de músicos. Ese ha sido mi trabajo estos meses, ensamblar esas parejas. Para que construyan juntas, durante un instante. Para que afinen sus ideas, sus palabras, se equivoquen y corrijan, se desplacen.
Escribí a Ramón Andrés (Pamplona, 1955) por primera vez hace dos años, en septiembre. Sucedió unas semanas antes de que muriera mi padre en el hospital. Cuento esto porque fue mi padre quien me dio la dirección a pocos días de que lo ingresaran. Y así, a partir de aquel día Ramón no dejó de escribirme a diario,...
Autor >
Hedoi Etxarte
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