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Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la práctica totalidad de los cómics que se publicaban eran de ficción en términos estrictos. La historieta era sinónimo de entretenimiento, fantasía y escapismo. Incluso aquellas obras que pretendían abordar cuestiones políticas o sociales debían hacerlo convenientemente codificadas en uno de los géneros en boga: basta pensar en algunos de los cómics de ciencia ficción más recordados de la editorial americana EC, o en muchas de las obras de madurez del japonés Osamu Tezuka, quien planteaba todo tipo de dilemas morales en sus tramas de ciencia ficción, género negro o puro folletín. Esto no tiene nada de malo, por supuesto: de hecho, lidiar con la realidad ha sido siempre una de las funciones de la ficción. Pero un medio expresivo no puede limitarse únicamente a un camino; ha de haber de todo. Y no fue hasta los años sesenta que aparecieron diversas corrientes que comenzaron a prescindir de esos códigos de género para introducir la realidad de una manera más directa. Llegan la autobiografía, el reportaje, el ensayo, la memoria histórica... Hoy casi nadie cuestiona la validez del cómic para tratar estas materias; al contrario, se ha reconocido, al menos en algunos foros, su gran potencial, por todo lo que puede aportar el dibujo a la comprensión de ciertos fenómenos y a la transmisión de emociones y estados de ánimo.
En la era en la que la novela gráfica se ha convertido en el estándar de publicación y los cómics ya son un medio respetable para tratar temáticas serias, sin que la gente se ponga tan nerviosa como se pusieron muchos cuando Art Spiegelman dibujó a los judíos y los nazis como ratones y gatos, es muy habitual encontrar en las librerías obras que aborden las vidas de personajes célebres o históricos. Incluso, muchas veces, se trata de obras de encargo, lo cual demuestra que las editoriales son conscientes del potencial comercial de una biografía hecha en forma de cómic. El mercado francés, mucho más industrializado que el nuestro, produce un vasto número de biografías de artistas, intelectuales políticos o lo-que-sea al año. Es una de las consecuencias más llamativas de la culminación del proceso de legitimación cultural que ha experimentado el cómic –otra sería la proliferación de adaptaciones de novelas a viñetas, pero eso mejor dejarlo para otra ocasión–. Ser mainstream implica estas cosas.
La biografía, como género literario, no está exenta de problemas. Si es autorizada no puede esperarse demasiada controversia: se tenderá a la versión más edulcorada y limada del biografiado y a otra cosa. Incluso cuando no lo es, la propia motivación del autor puede acercarle a la hagiografía. Las biografías de fan no necesitan, casi nunca, la autorización del objeto de adoración para ser perfectamente digeribles sin muchos sobresaltos.
Una buena biografía debe ser crítica, no evitar la controversia, contrastar fuentes e investigar a fondo la cuestión
Resulta muy revelador que, a pesar de que la historiografía lleve décadas insistiendo sobre la importancia de la historia colectiva y los procesos históricos por encima de las vidas individuales, estas nos sigan fascinando, como si no pudiera la condición humana desprenderse de su necesidad de encontrar individuos singulares, dotados de algún rasgo extraordinario que los haga dignos de admiración y respeto. Que sean faro y guía, o ejemplos moralizantes de lo que hay que hacer o no. Aunque existen, también, las biografías críticas, hechas desde el estudio académico más que desde la admiración. Obras que buscan explicar la historia a partir de la vida de alguien particularmente imbricado en sus procesos, por su posición política, su trayectoria artística o literaria, o cualquier otro motivo. Incluso en estos casos, el riesgo siempre está ahí: es muy fácil caer en el error de considerar al biografiado un ser humano excepcional, y no un mero hijo de su tiempo. Por eso hay diez mil biografías de Sigmund Freud y ninguna de mi tío Antonio el del pueblo.
Viñeta de Goya. Saturnalia, de Manuel Gutiérrez y Manuel Romero
Pero eso es normal. El problema es otro: una buena biografía debe ser crítica, no evitar la controversia –lanzarse a ella de cabeza, más bien–, contrastar fuentes y, en fin, investigar a fondo la cuestión. Aportar algo nuevo a los estudios de la persona, nuevas perspectivas sobre su obra o documentación inédita que permita conocer mejor su vida y, más allá de ella, entender cómo influyó y fue influido por su tiempo. No me interesan las biografías que omiten aspectos controvertidos o que no encajan en el relato que se construye; porque esto no puede olvidarse: una biografía es un relato, una narrativa que, para que no se descontrole, debe evitar, al menos, la novelización. Prefiero las biografías que se saben historiografía que las que, con el loable objetivo de ser más accesibles, acaban metiéndose en camisas de once varas. En ese momento nos metemos en las procelosas aguas del biopic, un género problemático a no ser que se asuma su condición de ficción más o menos basada en fuentes y hechos reales.
Lo más peligroso del biopic es que trata a una persona real como si fuera ficticia y le atribuye un arco de personaje, a menudo con tendencia a la caída y redención
Biografías en viñetas
Ahora bien: ¿cuáles son los principales problemas a los que se enfrenta un cómic biográfico? En primer lugar, el trabajo inmenso que supone realizar una biografía pormenorizada, matizada y con múltiples voces en ella. Hablamos de años de trabajo, que rara vez se invierten en un cómic de estas características, y más si hablamos de un trabajo de encargo. Pero, en segundo lugar, quizás habría que admitir que, como lenguaje, el cómic no parece muy adecuado para exponer toda la documentación que habitualmente se vuelca en una biografía en prosa, donde la densidad de la información tiende a ser muy diferente. Exige estrategias distintas, porque, mientras que el texto explica, el dibujo muestra. No cabe el estilo indirecto y eso lo aboca a la dramatización de los hechos y las fuentes. Es decir: al biopic. Se dice mucho que el cómic es un lenguaje elíptico, pero, en realidad, el texto crudo lo es más: el texto no necesita reconstruir un suceso en sus detalles, escenario y diálogos, ya que le basta con enunciarlo. Sin embargo, el cómic, como el cine, sí tiene que hacerlo, a no ser que renuncie a lo visual y se entregue a la exposición verbal con algún soporte ilustrativo. No es nada fácil, por otra parte, reproducir en un cómic el diálogo de fuentes y la exploración documental que caracteriza a las buenas biografías académicas. Técnicamente, podría hacerse, en forma de ensayo –y hay buenos ejemplos–, pero reconozcamos que lo más fácil, comercial y atractivo para el público suele ser la reconstrucción dramática, que elabore –invente– una psicología para el personaje, recree un ambiente y, en fin, se lea como una ficción.
Quizás lo más peligroso del biopic es que trata a una persona real como si fuera ficticia y le atribuye un arco de personaje, a menudo con tendencia a la caída y redención, muy del gusto, por ejemplo, de las películas estadounidenses. Y solo hay que ver alguna reciente, como Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018) y su tratamiento de la figura de Freddy Mercury. Otro de los peligros tiene que ver con el atractivo del propio biografiado, que puede acabar siendo el valor principal o incluso único de la obra, por encima de los formales. Es muy fácil caer en lo ramplón y, en el caso del cómic, en un dibujo funcional y un narrativa plana, que sirva, meramente, para exponer la historia del personaje célebre, sin cuidar, ni tan siquiera, que los diálogos sean mínimamente veraces y no simples excusas para soltar información.
De esto hay muchos ejemplos. En su peor versión, los autores de estos cómics ni siquiera se molestan en documentarse minuciosamente: se limitan a adaptar una sola fuente, seleccionando los mejores momentos de la estrella de la función, hasta el punto de que más de una de estas biografías ligeras no pasan de ser una especie de resumen sin calado ni complejidad, el equivalente a una Wikipedia ilustrada.
Muchos cómics biográficos, sin llegar a ese extremo, asumen una idea básica que puede ser problemática: en el fondo, muchas veces subyace el mismo aliento que animaba a aquellas biografías de los años cincuenta, como la colección Vidas ilustres de la editorial Novaro: simplificar unos hechos complejos y hacerlos digeribles para el lector infantil o juvenil. O para el lector adulto sin tiempo o ganas de leerse un libro de cientos de páginas. Ese espíritu divulgativo y didáctico parece pervivir en colecciones como Biografías en viñetas de Cascaborra Ediciones.
Me interesan los autores que toman la vida del personaje para contar algo propio, para dar una visión particular de toda ella o de una parte
Pero, si estamos de acuerdo en todo lo anterior, ¿cuál es, entonces, la manera en la que el cómic puede acercarse mejor al género biográfico? Debería ser obvio: a través de la explotación de los recursos específicos del dibujo y de lo visual. Hagamos aquello que es imposible hacer en otro medio, juguemos con los valores subjetivos que aporta la modulación del estilo, con las metáforas gráficas y con la representación no naturalista, para crear algo totalmente diferente. Me interesan, sobre todo, los autores que toman la vida del personaje para contar algo propio, para dar una visión particular de toda ella o de una parte, conscientes de que no tiene sentido repetir lo ya contado en una buena biografía en prosa.
Portada del cómic George Sand. Hija del siglo, de Séverine Vidal y Kim Consigny
Sin llegar a ese extremo, no obstante, es posible encontrar interesantes ejemplos de cómics biográficos más o menos ortodoxos con la materia que tratan. Dublinés (Astiberri, 2011), de Alfonso Zapico, debería ser el canon de cómo hacerlo: un cómic que no amontona la información, que se detiene cuando debe y que asume la responsabilidad de la documentación para realizar un retrato razonable de James Joyce, que no evita sus muchos defectos y tiene siempre una perspectiva crítica con su figura y su época. Posiblemente, de ser dibujado hoy, este libro se beneficiaría de toda la experiencia acumulada por Zapico, ahora embarcado en su mejor obra, La balada del norte (Astiberri, 2015-2022), aunque su pericia entonces le valió el Premio Nacional de Cómic. En esa misma línea de biografía con afán global encontramos muchas obras. Por ejemplo, la reciente George Sand. Hija del siglo (Garbuix Books, 2022), de Séverine Vidal y Kim Consigny, que se enmarca en la pujante corriente de herstory y recupera la historia de una intelectual francesa del siglo XIX, cuya vida llena de pérdidas, pero también de transgresiones, activismo político y producción literaria febril, mantiene por sí sola la atención durante la lectura de las más de trescientas páginas, porque en este libro las autoras optan por la vía de la amplia extensión para acercarse a la densidad de las propias memorias de la biografiada y su correspondencia, prácticamente la única fuente. Aunque el ritmo a veces es un tanto atropellado, precisamente porque el relato se debe a la disponibilidad de información de cada momento de la vida de Sand, se compensa con un dibujo ligero que va a piñón, sin complicaciones, y con la sana intención de no empachar al lector con más carga visual de la necesaria.
La importancia de lo gráfico se eleva aún más en una de las biografías más ambiciosas del cómic reciente: Andy
Otras biografías, aunque tengan como principal objetivo ofrecer una reconstrucción dramática de una vida, tienen un uso de lo gráfico más elaborado. Una de las más notables es Annemarie (Norma, 2019), de Susanna Martín y María Castrejón. Es un nuevo ejemplo de herstory, que se acerca a la vida de la fotógrafa y escritora de Entreguerras Annemarie Schwarzenbach, y que es fruto del trabajo de documentación de varios años, lo que denota, por parte de Martín –impulsora inicial del proyecto–, un interés claro en la figura de Schwarzenbach. Las autoras, en este caso, no pretenden contar toda su vida, y en sus elecciones de a qué dar más peso ya hay un posicionamiento y una mirada que no pretende ser objetiva. El apartado visual da más juego: el dibujo de Martín es liviano, y se centra más en las atmósferas y estados de ánimo que en la ambientación minuciosa de la época. Aunque es una dibujante poco dada a las explosiones gráficas, muy contenida y eficaz, las crisis y brotes psicóticos que provocan a la protagonista su adicción a la morfina le permiten soltarse y usar colores y trazos con fines expresivos. Hay en Annemarie una conciencia de que hay que darle un sentido a elaborar la biografía de Annemarie Schwarzenbach en forma de cómic y no en cualquier otra y, en consecuencia, lo visual tiene siempre un sentido y un porqué. Sobre todo, cuando se insertan las fotografías o los textos escritos por ella y se los hace dialogar con el dibujo.
La importancia de lo gráfico se eleva aún más en una de las biografías más ambiciosas del cómic reciente: Andy (Reservoir Books, 2018), de Typex. Se trata de un volumen de 560 páginas que recorre la vida de Andy Warhol, con especial detenimiento en la década de los sesenta, su época más productiva. En este cómic confluyen varias cuestiones que permiten al autor realizar un retrato del personaje que trasciende el biopic estándar: en primer lugar, la amplia extensión hace posible abarcar mucha información y dedicar páginas a conversaciones y textos que construyen una psicología de Warhol, determinada por su carácter introvertido y su extrema fragilidad. Pero, además, en el apartado visual, Typex adopta un estilo mutante para ajustarse al tono que le pide cada sección del libro o etapa en la vida del artista, o incluso cada época. Hay capítulos dibujados como si de un cómic romántico de los cincuenta se tratara, mientras que otros se entregan a la psicodelia, a la ciencia ficción setentera o al drama costumbrista en blanco y negro. Andy recuerda a un cómic español, aunque sea más modesto en su concepción: Las aventuras de Joselito, el pequeño ruiseñor (Reino de Cordelia, 2015), de José Pablo García, que hizo algo parecido con su dibujo, pero en capítulos más breves, que recorrían algunos de los sucesos cruciales de la vida de Joselito, el popular niño cantor, si bien aquí hay una intención clara de jugar con las luces y sombras del mito y aprovechar el potencial novelístico de su propia vida.
El mito es el protagonista absoluto de otra obra de gran envergadura: Bowie (Norma Editorial, 2020), de Steve Horton, Michael Allred y Laura Allred. De hecho, es un ejercicio de mitomanía pura, que sin embargo funciona porque desde un primer momento renuncia al rigor o a la intención de trazar una biografía ajustada a la realidad. El equipo creativo está mucho más interesado en una exploración de la iconografía de David Bowie, especialmente en su etapa de Ziggy Stardust –aunque, de forma resumida, se alcance su muerte–, y el apartado gráfico es espectacular. La gracia aquí está en ver a Bowie representado en algunos de sus conciertos más recordados, en la galería de celebridades de la época que se pasan a saludar por sus páginas y, en definitiva, en el carácter casi mesiánico que tiene Bowie para ciertos fans. Esto es una hagiografía, pero se lo perdonamos porque va de cara y porque Bowie es Bowie.
Pero hay aún otro tipo de cómic biográfico muy interesante: aquel para el que el personaje biografiado y su obra son un punto de partida para llegar a otro sitio. En lugar de intentar con más o menos éxito replicar la densidad informativa de una biografía académica en prosa o quedarse en un biopic al uso, hay autores que abren un camino distinto, más personal, en el que la fidelidad es lo de menos: se trata de dejarse sugerir por el biografiado, casi siempre un artista, y construir algo propio a partir de su influencia.
Velázquez, transmutado en una caricatura fluida y cambiante por arte del trazo de Olivares, es el vehículo de una tesis en torno al arte
En España hemos tenido, recientemente, muy buenos ejemplos de esta corriente. Quizás el más importante ha sido Las meninas (Astiberri, 2014), de la pareja creativa formada por Santiago García y Javier Olivares, y que obtuvo el Premio Nacional de Cómic. Que la obra se titule como uno de sus cuadros más conocidos y no directamente con el nombre de Velázquez ya nos indica por dónde va a transcurrir: se trata de analizar la influencia del cuadro en artistas posteriores, pero también va mucho más allá y profundiza en el concepto de obra maestra y qué es lo que hace que una pieza llegue a serlo. Dado que, en realidad, se sabe poco de la vida personal del pintor, García y Olivares ni siquiera intentan ser fieles a ella: muy al contrario, insisten en que Las meninas no es una obra de historia ni una biografía. Velázquez, transmutado en una caricatura fluida y cambiante por arte del trazo de Olivares, es el vehículo de una tesis en torno al arte, a la inmortalidad del artista y, en última instancia, a la naturaleza del poder. Es un pintor de corte que ambiciona convertirse en noble entrando en la Orden de Santiago y que pinta con la decidida intención de pasar a la historia. García está jugando aquí deliberadamente al anacronismo, porque lo que le interesa es qué lectura personal puede hacer desde su tiempo del tiempo de Velázquez, y son las ideas de este presente las que alumbran una de las obras más ricas en lecturas y matices del cómic reciente español.
El anacronismo, en cierto modo, está presente en Goya. Saturnalia (Cascaborra Ediciones, 2022), de Manuel Gutiérrez y Manuel Romero. Porque, aunque haya un esfuerzo claro por reflejar la penúltima etapa de Goya, en la Quinta del Sordo –antes de marcharse a Francia tras la restauración del absolutismo–, su mirada interpreta las claves de su pensamiento y del momento político que atravesaba el país desde una óptica actual que tiene muy presentes los problemas de hoy. Es imposible no pensar en la lectura presentista de la relación del pintor con Fernando VII, o en sus gritos de rabia contra la muchedumbre que lo acosa por afrancesado. Pero la obra es también una aproximación a una de las etapas más interesantes de su pintura, que intenta elucubrar en qué estado mental y bajo qué intenciones se elaboraron las impresionantes pinturas negras, con las que Goya anticipaba la modernidad y fue un expresionista avant la lettre. Goya. Saturnalia es una obra oscura en su discurso –en algunos momentos puntuales, quizá demasiado–, pero que logra transmitir la zozobra vital de Goya con un grafismo sucio, angustioso y barroco, plasmado sobre una plantilla de nueve viñetas regulares que pocas veces se rompe, y que esquiva la tentación, siempre presente, de imitar el estilo pictórico de su protagonista. Como en Las meninas, asistimos a la exploración de la influencia de Goya en pintores posteriores –Bacon, Picasso o Rothko son algunos de los que aparecen–, aunque, en este caso, se concreta en una secuencia final, que remite de manera obvia a From Hell (Planeta Cómics, 2013), de Alan Moore y Eddie Campbell, y la apoteosis de su protagonista, el doctor William Gull, que asciende a la eternidad tras morir. Goya hace lo propio, diseminando antes su influjo y el poder de sus imágenes por toda la historia de la pintura.
Viñeta de La mentira por delante, de Lorenzo Montatore
La mentira por delante (Astiberri, 2021), de Lorenzo Montatore, es muy diferente a las dos anteriores. En este caso, el autor toma a uno de sus mayores referentes, Francisco Umbral, y se propone trabajar no sobre su vida, sino sobre sus escritos. La única forma de acercarse a la biografía de quien siempre jugó al despiste con su propia vida es esa: aceptar que ficción y realidad se mezclan sin remedio, y que la memoria no es sino un constructo. Montatore no aspira a la objetividad, sino a recrearse, a imaginar encuentros imposibles, interpretar pasajes literarios de Umbral con su estilo cartoon, trufado de referentes pop a priori irreconciliables con la prosa umbralesca, pero que, en este libro, se hibridan con una alquimia perfecta. Montatore es un jugón, un autor que disfruta con cada página y cada personaje, pero que pone sobre la mesa, al mismo tiempo, una sensibilidad existencial y melancólica que funciona como catalizador de la nuestra propia. Umbral está en estas páginas y al mismo tiempo no está, porque el verdadero Umbral se diluyó en su propia vida, y solo los esfuerzos de sus biógrafos no autorizados pudieron rescatar algo de verdad. Como eso ya está hecho, Montatore prefiere sumergirse en la literatura.
Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la práctica totalidad de los cómics que se publicaban eran de ficción en términos estrictos. La historieta era sinónimo de entretenimiento, fantasía y escapismo. Incluso aquellas obras que pretendían abordar cuestiones políticas o sociales debían hacerlo convenientemente...
Autor >
Gerardo Vilches
Es crítico de cómic e historiador. Autor de 'La satírica Transición'.
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