HOMENAJE
En recuerdo de Miguel Gallardo
El dibujante hizo de la reinvención artística el motivo principal de su carrera y marcó el camino a seguir con tres hitos incontestables del cómic español: ‘Makoki’, ‘Un largo silencio’ y ‘María y yo’
Gerardo Vilches 8/06/2022
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El pasado 21 de febrero falleció Miguel Gallardo, a causa de un cáncer, el tumor cerebral al que llamaba “boniato” y al que dedicó uno de sus últimos trabajos. Se iba uno de los grandes dibujantes españoles de los últimos cuarenta años y, quizás, el más influyente en la profesión. Un artista polifacético, inquieto e irreverente, que tenía muchos maestros pero les guardaba a todos ellos el respeto justo. Su obra, profundamente original y libre, ha abierto caminos sin los cuales, por tópico que suene, el cómic español no sería el mismo. Un gran artista puede alumbrar una obra que lo cambie todo, pero solo los más grandes tienen su carrera poblada de ellas. Es el caso, sin duda, de Gallardo, a quien debemos un homenaje como es debido. Haremos lo que podamos.
Miguel Gallardo nació en Lleida, en 1955, en el seno de una familia de clase media, y se educó en un colegio de los Maristas, aunque tal y como reconocía en la excelente entrevista que le realizó Antonio Trashorras en U, el hijo de Urich n.º 2 (1997), no le dejó mucha huella. Era un niño que iba a su aire y pasaba mucho tiempo solo en casa, protegido por su madre, lo que le deparó horas de lectura y de dibujo, que siempre estuvo ahí: el humor de Bruguera, la fantasía de Capitán Trueno y otras series de aventuras. El Globo y Zepelin, dos revistas de la época, le descubrieron los clásicos de la prensa estadounidense, el Little Nemo in Slumberland de Winsor McCay o el Krazy Kat de Georges Herriman. Cursaba COU y ya supo que él quería hacer tebeos.
Tras un paso efímero por Bellas Artes, en Barcelona, se matriculó en la Escola Massana de arte y diseño y empezó a entrar en contacto con todo el ambiente contracultural de una ciudad en la que las cosas estaban cambiando. El underground ya estaba allí, tirando a patadas la puerta que el franquismo moribundo se empeñaba en mantener cerrada. Allí se movió Gallardo como pez en el agua; aunque no formó parte del colectivo que alumbró en 1973 El Rrollo Enmascarado, sí participó en revistas como Star, Disco Exprés y Butifarra! En el estudio Andreu conoció al simpar Juanito Mediavilla, uno de esos personajes geniales que poblaba el mundillo del underground. Ambos se entendían bien y apañaron un sistema de trabajo anárquico y mutante, que se iba adaptando a las necesidad de las obras pero, también, a las circunstancias vitales, siempre inciertas. Vivían al día, sin preocuparse del futuro, entrando y saliendo de proyectos, trabando amistades y, poco a poco, haciendo historia. Sin saberlo, como suele pasar cuando uno hace historia. Ellos solo estaban pasándoselo bien, pero, a la postre, estaban ayudando a que el cómic adulto español fuera una realidad, al fin. La generación anterior, los Carlos Giménez, Enric Sió, Luis García y compañía, provenían de la industria y habían trabajado en agencias. Y ese bagaje marcó el tipo de obras que hicieron durante los primeros compases de aquel boom del cómic adulto, aún apegadas a los géneros narrativos y al dibujo académico que profesionales como ellos no podían permitirse abandonar. Con la excepción de Giménez, que también sería pionero, el resto pudieron entregar tebeos muy interesantes, incluso alguno brillante, pero todos eran, como suele decirse, hijos de su época. Que era una, por cierto, ya superada en el resto de Europa o en Estados Unidos. Gallardo y compañía llevaban otro rollo, nunca mejor dicho. Ni se plantearon entrar en aquella industria de las agencias de dibujantes, y sus referentes fueron otros: los del underground yanqui, que llegaba también tarde a España, pero que lo hacía con fuerza en un momento en el que, al fin, nos podíamos soltar el pelo.
El underground ya estaba en Barcelona, tirando la puerta que el franquismo se empeñaba en mantener cerrada. Allí se movió Gallardo como pez en el agua
“Makoki, Makoki, Makoki es cojonudo”
El primer Gallardo estaba poderosamente influido por Robert Crumb y Gilbert Shelton, popes del comix underground, pero también por E.C. Segar, cuyo Popeye incluso llegaría a hacer algún cameo en las páginas de Makoki, primera gran obra de Gallardo, cuya génesis forma parte de su leyenda. La cuenta Roser Messa en Underground. Cuando lo marginal se transforma en oficial (Del boom al crack: la explosión del cómic adulto en España (1977-1995), 2018): Felipe Borrallo, más tarde editor y librero, había escrito un cuento breve, Revuelta en el frenopático, que Gallardo y Mediavilla leyeron. Y se les ocurrió la idea de contactar con Borrallo para proponerle hacer una historieta inspirada en su escrito, que se publicaría en junio de 1977 en Disco Exprés. Así nació Makoki, un personaje psicótico e incontrolable, vestido con una bata del manicomio en el que había sido internado y con su célebre casco con los cables colgando, ya que se había escapado en medio de una sesión de electroshocks que le había dejado un poco tocado del ala.
Makoki fue lo más parecido a un héroe que tuvo el underground español, porque la Anarcoma de Nazario fue, más bien, personaje de dos historias cerradas, y el Gustavo de Max tuvo un recorrido mucho más breve. Primero en Disco Exprés y luego en Star, Gallardo al dibujo y Mediavilla al guion desarrollaron historias pasadísimas de vueltas, inspiradas en la fauna que frecuentaba el piso del hermano de Mediavilla, “gente lumpen, muy bregada en la vida, gente peligrosa, de dar palos y tal”, le decía Gallardo a Trashorras en la citada entrevista de 1997. La capacidad de Mediavilla para capturar el lenguaje oral y el argot del arroyo rivalizaba con la de Ivà, y con Gallardo dieron forma a un conjunto de personajes únicos: el tío Emo, el Buitre Buitaker, el comisario Loperena, y, por supuesto, la banda de Makoki.
Entonces llegó El Víbora, fundada en 1979 por Berenguer con un dinero proporcionado por Toutain, y que aglutinó a los mejores lápices del underground de Barcelona, al tiempo que, de algún modo, daba fin a esa etapa de locura anárquica para concentrar los esfuerzos de aquella generación en una publicación que iba a romper moldes y aguantar en los quioscos la friolera de veinticinco años. Berenguer tenía sus cosas y no quería que Gallardo y Mediavilla, enrolados en el proyecto desde el principio, usaran a Makoki, porque este ya había aparecido en otras revistas. Así que se inventaron al Niñato, protagonista de las primeras historias en El Víbora, hasta que el editor cedió y también pudieron usar al original. Como ha escrito Santiago García, el Niñato es el reverso de Makoki: “El Niñato es la persona, Makoki es la fuerza de la naturaleza” (Cómics sensacionales, Larousse, 2015).
Conforme acumulaba páginas a sus espaldas, Gallardo se soltaba y rompía amarras con sus primeros referentes. Se convertía en un dibujante libre que más que cultivar un estilo propio jugaba al despiste, al pastiche, al homenaje irónico y al apropiacionismo. Gallardo fue nuestro primer posmoderno. Por ejemplo, si caía en sus manos Los Cuatro Fantásticos de Jack Kirby, se marcaba unas páginas alucinantes en las que Makoki y la Basca se encontraban con una invasión alienígena en Nueva York. Los sueños del Niñato (1986), verdadera cumbre de esta etapa, es una colección de paranoias provocadas por la droga –“fue como sentarme en el diván de un psicoanalista”, diría Gallardo– y coctelera de referentes, influencias y deformaciones que mostraban el riquísimo universo del dibujante, al tiempo que evidenciaban que el underground se le iba a quedar pequeño muy pronto.
De hecho, el mismo éxito de Makoki va agotando a Gallardo, con la cabeza ya en otros sitios: durante los ochenta, entregará Pepito Maguefesa (1984), otra turmix de referentes artísticos highbrow y lowbrow, y Los casos del perro Nick (1991), una serie en color, pastiche del noir en clave de humor, brillante en su grafismo pero que fracasó en su objetivo de lanzar a Gallardo internacionalmente. En cualquier caso, y a pesar de éxitos como el álbum de Fuga en la modelo (1981), con más de cuarenta mil ejemplares vendidos, la cabecera Makoki (1982-1993), o la canción que le compuso Fernando Márquez “el Zurdo” al personaje en 1983 –cuyo estribillo da nombre a este epígrafe–, Gallardo se decide a cargarse a su hijo en La muerte de Makoki (1995), que vio la luz en la revista Viñetas en una época de decadencia ya del mercado editorial del boom. El dibujante toma la decisión porque considera que el mundo de Makoki ya no existe, pero también molesto con Borrallo, quien en esos años había pleiteado por la propiedad del personaje, cuyo nombre había registrado a espaldas de Mediavilla y Gallardo. Incluso había publicado algunas historietas con otros dibujantes y advertido al editor de Viñetas, Joan Navarro, de que no podía publicar nada sin su consentimiento. El problema fue que en el inicio de todo, las cosas se hicieron a la ligera, sin firmar nada, entre risas y copas, y, en realidad, quince años más tarde nadie se acordaba de quién había hecho qué. Pero lo cierto es que Borrallo era autor de aquel relato original en el que Makoki ni siquiera se llamaba Makoki, y nada más. En cualquier caso, Gallardo le dio un final crepuscular y hasta épico a su personaje, con un estilo visual ya completamente alejado de los orígenes, y pasó a otras cosas.
El hijo de Francisco
Ya en los noventa, la mayoría de las revistas de cómic habían desaparecido. El Víbora continuó, pero renovada y con una mayor presencia de material foráneo. Muchos de los protagonistas del boom del cómic adulto se marcharon a pastos más verdes, ya fuera el diseño, la ilustración o la animación. Solo unos pocos insistieron en el cómic, porque lo llevaban en la sangre. Gallardo, por supuesto, estuvo entre ellos: aunque dedicó la mayor parte de su tiempo a la ilustración, campo donde desarrolló una brillantísima carrera internacional, aún nos reservó joyas como Roberto España y Manolín (1997), con guiones de Ignacio Vidal-Folch. Pero, sobre todo, fue capaz de dibujar el extraordinario Un largo silencio (1997), un libro que recoge las memorias de su padre, combatiente por el bando republicano en la Guerra Civil. Si recurrimos de nuevo a la entrevista de Antonio Trashorras, comprobamos que Gallardo tenía una idea clara sobre la obra, pero que le estaba resultando complicado llegar a ella. Y no debería sorprendernos: en los noventa no había prácticamente referentes, más allá de Maus (1992), de Art Spiegelman, para hacer un libro de no ficción que abordara la memoria histórica desde diferentes lenguajes. Ya teníamos la obra de Carlos Giménez, pero Gallardo quería hacer algo muy distinto, y las lecciones de Paracuellos no le resultaron útiles: sus páginas de historieta se intercalarían y completarían las páginas de las sobrias y crudas memorias de su padre –Francisco Gallardo Sarmiento, que aparece, por justicia, acreditado como coautor en la cubierta–, y además se incluirían fotografías y documentación personal. El libro aúna la urgencia de quien había callado durante décadas, y solo empezó a hablar tras la muerte de Franco, con la capacidad de Gallardo para narrar a través del dibujo y llevar a otro plano emocional el relato de los hechos. No había nada ni remotamente parecido a este artefacto en España, y el libro sorprendió a todos, no solo por estar firmado por quien se había dedicado hasta entonces, principalmente, al humor, sino también porque, por aquel entonces, el debate público sobre la Guerra Civil estaba aletargado. Un largo silencio se adelantó en diez años a la ley de memoria histórica del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, pero también a toda la corriente de cómic histórico que inaugurarían Antonio Altarriba y Kim con El arte de volar (2009); Altarriba ha reconocido siempre la importancia de la obra de Gallardo en la suya propia, de hecho. Sin embargo, y a pesar de estar nominado a los Premios del Salón del Cómic, Un largo silencio pasó bastante desapercibido en su momento. Y, en realidad, no debería extrañarnos, porque era poco menos que un ovni en un mercado en el que “novela gráfica” sonaba a chino. Fue años más tarde, cuando los cómics sobre memoria histórica e historia reciente proliferaran, cuando este libro de Gallardo encontraría su sitio y se reivindicaría como la gran obra que es.
El padre de María
Tras la tibia recepción que tuvo el libro sobre su padre, Gallardo continuó trabajando como ilustrador, un tanto alejado del cómic. Ya mientras estaba trabajando en esa obra confesaba su cansancio en un medio que, entonces, encontraba más rígido y agotado que la ilustración. Por no hablar del dinero escaso –o nulo– que uno podía ganar con un libro. Durante los primeros años del siglo XXI, las páginas de Gallardo se cuentan con los dedos de una mano: una historieta breve en alguna antología, alguna obrita de encargo, y alguna reedición de sus primeras obras. Mientras, el cómic español se desperezaba, tras el largo sueño de los noventa, y se veían indicios de algo que estaba por venir, pero que no llegaría en parte hasta que Gallardo dijera “aquí estoy yo”.
María y yo llegó a un público nuevo, que comprobó que el cómic podía ser un lenguaje perfecto para explicar el autismo… o cualquier otra cosa
El golpe en la mesa llegaría en 2007 con la publicación de María y yo, que coincidió en las librerías con el celebérrimo Arrugas de Paco Roca. Algunas obras de David Rubín, Juanjo Saez o Max estaban anticipando desde poco antes la llegada de la novela gráfica y el formato del libro, sin límite de páginas ni restricciones de formato, que intentaba apuntar al público lector no especialista, porque se asumía que los coleccionistas eran ya cuatro gatos. Pero eso no se comenzó a conseguir de verdad hasta que llegaran los enormes éxitos comerciales de Arrugas y María y yo. El libro de Gallardo lleva diez ediciones, y las que le quedan, pero eso es lo de menos. Lo que interesa aquí es la nueva revolución que trajeron a los tebeos. Desde la madurez y la tranquilidad, alejado ya del desenfreno underground pero aún con ganas de pelearse y las ideas claras, Gallardo llega a este libro a través de su hija María, diagnosticada con autismo. El dibujante todoterreno, el hombre de los mil estilos, descubre entonces un camino: el del dibujo urgente, despreocupado de su calidad, y con una función estrictamente comunicativa. A María le da igual el acabado.
Gallardo empezó a explicarle a su hija tareas cotidianas a través de sus dibujos, para organizar su día y su vida, y ahí se da cuenta de que había que desaprender unas cuantas cosas, y le coge el gusto a dibujar libretas y libretas sin el corsé del estilo. María y yo es un libro para María, pero también de María –por eso, igual que Un largo silencio lo firmaba Gallardo junto a su padre, aquí lo hace con su hija–, una forma de comunicarse, o lo que es lo mismo, una forma de quererse. La ternura y el humor con los que Gallardo explica la forma de ser de María son desarmantes, pero el libro cumple, también, una evidente labor informativa y desestigmatizadora. La libertad formal que el autor había empezado a catar en Un largo silencio explosiona aquí sin vuelta atrás: ya no hay reglas, y el texto en prosa se mezcla con las viñetas, con los diagramas y con los dibujos-signos que Gallardo usa para guiar a María. Los guardianes de las esencias –esos mantas– se apresuraron a torcer el gesto y decir que aquello no era un cómic, pero eso no importó a sus miles de lectores, y mucho menos a Gallardo, que venía de vuelta y ya vivió polémicas en el sector mucho más agrias en su juventud.
Lo importante es que María y yo llegó a un público nuevo, que comprobó que el cómic podía ser un lenguaje perfecto para explicar el autismo… o cualquier otra cosa. Por eso Gallardo empezó a ser requerido por asociaciones de personas autistas de todo el país para que diera charlas y talleres. Con el tiempo, se involucraría en todo tipo de causas, y su dibujo fue el arma que empleó para lucharlas. Por si fuera poco, con María y yo llegó a una nueva generación de dibujantes, demasiado jóvenes para haber leído Makoki, pero que vieron en esta obra libérrima un camino a seguir: su influencia se rastrea en todo tipo de ensayos y diarios gráficos que vinieron después. De nuevo, Gallardo nos sacaba a todos tres cuerpos de ventaja. Cuando volvió a hablar de su hija en María cumple 20 años (2015) ya no sorprendió tanto ni pareció un libro tan avanzado como el primero, porque el mercado español había alcanzado al adelantado Gallardo, pero su maestría era la misma, y su tono igual de vital, aunque, por momentos, podía ser sombrío, ya que el autor, cercano ya a los sesenta años de edad, se preguntaba por el futuro y por lo que le depararía a María cuando estuviera sola.
El maldito boniato
María y yo tuvo la feliz consecuencia de que Gallardo volvía a un medio del que, en realidad, nunca se fue del todo. De su generación, solo Max logró llegar al siglo XXI siendo tan activo y relevante como él. Tras el éxito de ese libro, Gallardo publicó a cuatro manos un nuevo cómic con Paco Roca, Emotional World Tour (2009), que refleja el tour de sesiones de firmas que ambos hicieron, como si fueran estrellas de rock. En esa gira se forjó una amistad y una alianza entre generaciones de autores que dice mucho del carácter de Gallardo: mientras otros autores veteranos –no diremos nombres– echan pestes de los jóvenes autores, o se empecinan en que ya no hay tebeos, que es casi peor, él siempre tuvo inquietud y curiosidad por todo lo nuevo, y palabras de aliento para los que empezaban en la profesión.
Gallardo siguió divirtiéndose y publicando libros, sin presiones, cuando había algo que contar, como sucedió con Turista accidental (2016), un divertido compendio de anécdotas sucedidas durante sus viajes recientes, en las que hace gala de un despiste monumental.
En 2020 vuelve al cómic con más urgencia si cabe. Algo extraño me pasó camino de casa cuenta cómo le diagnosticaron un cáncer cerebral y todo el proceso médico que siguió. Gallardo se enfrenta al boniato, como llamó al tumor, de la única forma posible: con su dibujo y su humor. Y con una vitalidad inmensa e imbatible, que llena páginas magistrales, compendio de todo lo aprendido a lo largo de su vida. Vuelve el pastiche, que se mezcla con el dibujo rápido a lo María y yo, pero sorprende además con algunos de los mejores textos que escribió jamás. Huyendo de la cursilería como de la peste, Gallardo se aferra a la vida sin miedo: está en paz, se siente querido y quiere a los suyos. Ni siquiera la pandemia de la covid-19, que le pilló en medio de su terapia, le pudo quitar todo eso. Pero el lío tremendo que supone padecer un cáncer en una situación de emergencia sanitaria da para unas cuantas anécdotas y reflexiones interesantes. Gallardo no tiene vocación de filósofo, pero en este libro uno puede encontrar el sentido de la vida. Y consuelo en momentos oscuros.
Tras una primera operación exitosa, el boniato, lamentablemente, volvió. Un año más tarde, Gallardo tuvo que volver a pasar por el quirófano. Le pillaba esta recaída, cómo no, trabajando. Acabando un libro con su compañera Karin du Croo: El gran libro de los perros, una obra tierna y divertida, publicada póstumamente, en la que Gallardo aplicó su gramática al mundo canino, descubierto en sus últimos años gracias a la perra Cala, que adoptó con du Croo. Fue un amor tardío, breve pero intenso, que demostró una vez más la calidad humana del inmenso Gallardo. Al final tuvo que marcharse, pero lo hizo en paz, rodeado de sus amigos, recibiendo el calor de la profesión y el cariño de sus lectores. Poco antes de su muerte, Paco Roca capitaneó un homenaje en el que participaron muchos amigos dibujantes, que se despidieron de él con un fanzine. Gallardo, maestro hasta el final –en el cómic y en la vida–, hizo de la reinvención artística el motivo principal de su carrera, y marcó el camino a seguir al menos en tres ocasiones, con tres hitos incontestables del cómic español: Makoki, Un largo silencio y María y yo. Quizás lo hizo desde la intuición y la inconsciencia, simplemente por lo que el cuerpo le iba pidiendo en cada momento, pero lo cierto es que se lanzó al terreno desconocido sin manual de instrucciones y salió airoso. Fue un explorador de la terra ignota que regresaba siempre con el terreno cartografiado, para que el resto no se perdiera ya nunca.
El pasado 21 de febrero falleció Miguel Gallardo, a causa de un cáncer, el tumor cerebral al que llamaba “boniato” y al que dedicó uno de sus últimos trabajos. Se iba uno de los grandes dibujantes españoles de los últimos cuarenta años y, quizás, el más influyente en la profesión. Un artista polifacético,...
Autor >
Gerardo Vilches
Es crítico de cómic e historiador. Autor de 'La satírica Transición'.
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