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Legitimidad académica

El cómic en las aulas: otra historia de precariedad

Sobre la dificultad de estudiar cómics en la universidad y cómo solucionarlo

Alba G. Mora 12/03/2021

<p>Ilustración de <em>El mal camino</em>, cómic editado por Fulgencio Pimentel en 2019.</p>

Ilustración de El mal camino, cómic editado por Fulgencio Pimentel en 2019.

Simon Hanselmann

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Mi afición por los cómics empezó en una biblioteca. En la Tecla Sala (en L’Hospitalet de Llobregat, cerca de la parada de metro de la Torrassa), pasaba la mayoría de las tardes cogiendo cómics de las estanterías en función de si me gustaban o no las cubiertas. Por aquel entonces me hacían mucha gracia las de Robert Crumb, aunque después me di cuenta de que las que me atraían de verdad eran las de las grapas de Bola Ocho de Daniel Clowes. Con 13 años nunca llegué a plantearme por qué no hablábamos de tebeos en el cole, tampoco de videojuegos; lo veía como una afición, y el aula no era un sitio idóneo para las aficiones, que debían quedar relegadas al espacio del recreo o del llamado tiempo libre.

Años más tarde, cuando dejé de escoger cómics en función de su cubierta, me matriculé en el Grado de Estudios Literarios de la Universidad de Barcelona. El programa me pareció muy apropiado porque, además de literatura, abordaba otros temas que también eran de mi interés: cine, arte, filosofía… Después de superar una a una esas asignaturas, me di cuenta de que faltaba algo que habría encajado muy bien en la mayoría de ellas: el cómic. No obstante, y por llevar los trabajos que nos pedían a mi terreno, empecé a escribir sobre historieta en asignaturas que a priori, y a juzgar por el programa, nada tenían que ver con ellas: «El colonialismo en la obra de Olivier Schrauwen» para la asignatura de Cultura Neerlandesa, una reseña de los Cuadernos rusos de Igort para Literatura Rusa, un análisis de la obra de Simon Hanselmann para la asignatura de Posmodernidad… El profesor de esta última fue el primero en hacer mención a un cómic en la carrera (Watchmen), así que pensé que sería el más apto para dirigir mi Trabajo Final de Grado. En él hablé de la legitimidad del cómic en la academia y en las instituciones y, como anexo, esbocé un programa para una hipotética asignatura de cómic en Estudios Literarios. Con una actitud increíblemente ingenua, si tenemos en cuenta que según mi tutor «no había ningún profesor o profesora cualificado para ello», estaba segura de que ese trabajo contribuiría a cambiar las cosas y que la facultad se replantearía la inclusión de una asignatura de esas características en la carrera. Aun así, solo conseguí una buena nota y ánimos para seguir investigando. Pero, ¿seguir investigando? ¿Cómo? Llegar hasta ese momento ya había supuesto, como a tantas compañeras, mucho esfuerzo; pude ir a la universidad gracias a una beca (aunque las tasas no estaban incluidas) y a la ayuda de mi madre, que costeaba, en la medida de nuestras posibilidades, todo el material que las asignaturas exigían y que era mucho: dosieres, fotocopias, libros que no estaban disponibles en la biblioteca porque no había ejemplares para todas… En ese sentido, los libros que utilicé para mi trabajo final, a excepción del archiconocido Apocalípticos e integrados de Umberto Eco, tuve que comprarlos porque la universidad no disponía de libros teóricos sobre el tema. Estoy hablando de títulos como La bande dessinée: un objet culturel non identifié y The System of Comics de Thierry Groensteen, Comics, Comix & Graphic Novels: A History Of Comic Art de Roger Sabin o el excelente Figuras del cómic de Iván Pintor, que acababa de publicarse en ese momento y que fue crucial para elaborar el programa de estudios.

Con 13 años nunca llegué a plantearme por qué no hablábamos de tebeos en el cole, tampoco de videojuegos; lo veía como una afición, y el aula no era para las aficiones

Sobre todo esto tuve ocasión de charlar hace unos días vía Skype con Álvaro Pons, que dirige el Aula de Cómic en la Universidad de Valencia y un postgrado pionero: el Máster de Cómic y Educación. Uno de los objetivos del máster no es otro que el de poner remedio a esa falta de profesorado cualificado; en palabras del propio Pons: «Nuestro objetivo es intentar que el cómic llegue a las aulas en dos formas: como material que pueda ser utilizado dentro del aula […], y el uso del cómic como lenguaje educativo: que los chavales hagan cómics, que los profesores hagan cómics, y que se utilice como un lenguaje más.» Aun así, y como bien apuntó Pons durante nuestra conversación, otro de los escollos a los que se enfrenta el cómic –aparte del desconocimiento y de la imagen peyorativa que todavía pesa sobre el medio– es el económico: por un lado, las universidades, o los colegios e institutos, pocas veces pueden permitirse comprar varios ejemplares del mismo libro para sus bibliotecas. Y por otro, editar libros teóricos no resulta rentable para las editoriales. Y ahí es donde nos encontramos con otro de los grandes problemas a la hora de introducir el cómic en las aulas: cuando algunos de esos libros consiguen llegar a las librerías, a veces lo hacen con un precio prohibitivo (probablemente por su corta tirada). Es el caso de la editorial Palgrave, que está apostando por la edición de material teórico, y cuyo libro más «barato», Understanding Genres in Comics de Nicolas Labarre (196 páginas), roza los 52 euros en tapa dura y 42,79 euros en formato electrónico. El más caro, Cultures of Comics Work editado por Casey Brienza y Paddy Johnston (308 páginas), 103,99 euros en tapa dura y 85,59 euros en eBook. Los capítulos de todos los libros de Palgrave consultados pueden adquirirse a 25,95 euros cada uno, lo que aproximadamente cuesta en España un ejemplar de un libro de Marmotilla, dedicada íntegramente a la publicación de estudios sobre cómic y a poner, por lo tanto, solución a la falta de corpus teórico en el medio. Entre sus apuestas se encuentran los clásicos de Gino Frezza, Cómics. Almas de lo visible y La Máquina del Mito, y algunos estudios recientes, como La secuencia gráfica de Roberto Bartual. Sobre este espinoso y siempre incómodo asunto, el del dinero, también hablé con Pons: «No puede ser ese coste, porque claro, lo que ocurre es que las bibliotecas no tienen libros. Uno de los problemas que tenemos es que la gente quiere hacer tesis doctorales en cómic pero no hay bibliografía accesible.» Algo a lo que Pons quiere poner remedio en la Universidad de Valencia creando una biblioteca de cómic. Y de nuevo, la eterna pregunta, ¿cómo?: «Toca hacer sacrificios. Yo tengo una biblioteca teórica de cómics bastante potente, de más de mil volúmenes, y los voy a donar, para que, con eso, la gente pueda empezar a trabajar.» Un sacrificio que ya hizo hace unos años cuando donó «más de 2.000 fanzines para crear la primera fanzinoteca de España».

Intento armar este artículo con la sensación de que la inclusión del cómic en las aulas depende de la iniciativa individual de un profesor/a apasionado por el medio

Y es que, a juzgar por los datos que he podido ir recopilando a lo largo de mi frustrada y precaria vida académica, y de las conversaciones que he tenido sobre el tema, intento armar este artículo con la sensación de que una vez más la inclusión del cómic en las aulas, o en cualquier otro ámbito, depende de la iniciativa individual de un profesor/a apasionado por el medio (como es el caso de Pedro Cifuentes, que enseña Ciencias Sociales en la ESO a través del cómic y comparte material didáctico gratuito en la página de Desperta Ferro) o de un alumno/a que descubre el cómic por su cuenta. En ese sentido, hace un par de meses conocí a Jimena Juárez. Tiene diecisiete años y está a punto de terminar el bachillerato científico en el Instituto Can Vilumara –también en L’Hospitalet, donde da la sensación de que vivamos hacinados (es la única forma de vivir en esta ciudad) todos los amantes del medio–, y de entregar su trabajo final dedicado a la novela gráfica. Después de hacerlo nos comentó a todos a los que había entrevistado, que fue «lo mejor sin duda» de esos dos años de formación. Y cuando le escribí hace unos días para incluir su testimonio en este texto, me comentó lo siguiente: «Deberíamos usarlos [los cómics] como la potente herramienta de estudio que son, y no pasarlos por alto durante tantos años de aprendizaje.» No es la primera vez que escucho esta afirmación en boca de alguien que participa en el medio de una forma u otra. Por ejemplo, Ander Luque –que hizo un trabajo muy parecido al mío, una propuesta de módulo de cómic para trabajar en Bachiller– es profesor de secundaria en un colegio de Guipúzcoa y entre sus lecturas recomendadas se encuentra Laura Dean me ha vuelto a dejar de Mariko Tamaki. El cómic, editado por La Cúpula, fue reseñado por una de sus alumnas de 2º de ESO: «Ella no era muy de leer novela y solía tener problemas. Cuando les planteé la lista de obras, intenté que tuvieran cierta temática adolescente o que les pillara de cerca. Entonces esta alumna leyó Laura Dean y –gracias a la temática que aborda, que si amores, rupturas y demás– le gustó mucho e hizo el mejor trabajo de ese curso». Pese a estas pequeñas victorias, otro de los problemas a los que se enfrenta Luque, y que ya he mencionado al inicio, es el desconocimiento: «Les suena extraño porque, como no se ha trabajado en clase, no están tan familiarizados con el lenguaje del cómic; y es una herramienta muy interesante porque el lenguaje verbo-icónico, por decirlo de alguna manera, es algo a lo que están enfrentados constantemente en redes sociales, en su día a día…». Entonces, ¿por dónde empezamos? ¿Qué hay que hacer? En mi trabajo final utilicé el verbo «legitimar» hasta la saciedad, pero no creo que ese sea ya el caso. Existe desconocimiento, sí, pero desde mi posición poco legítima para opinar, creo que vamos por el buen camino. De hecho, mientras intento concluir este artículo, que da para varias entregas, salta una gran noticia. De nuevo Álvaro Pons está involucrado en ella: Valencia tendrá un museo dedicado al cómic a principios de 2022 y pondrá el foco en la tan necesaria investigación y divulgación del medio. En Badalona pretendían hacer algo parecido, pero tras una década de idas y venidas, el asunto terminó de la peor forma posible: sin museo y sin alternativas. ¡Deberíamos intentarlo en L’Hospitalet!

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Alba G. Mora es del barrio de La Florida (L’Hospitalet de Llobregat). Edita en Alpha Cómic. Le gusta estar sola, los pájaros y la película Ghost Dog.

Mi afición por los cómics empezó en una biblioteca. En la Tecla Sala (en L’Hospitalet de Llobregat, cerca de la parada de metro de la Torrassa), pasaba la mayoría de las tardes cogiendo cómics de las estanterías en función de si me gustaban o no las cubiertas. Por aquel entonces me hacían mucha gracia las de...

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Alba G. Mora

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