Tribuna
Justicia, jolgorio y regocijo
Un alegato en defensa de la (Ley de) Libertad Sexual
Ángela Rodríguez 25/11/2022
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“No dijo que no”, “se notaba que quería”, “lo estaba pidiendo”, “me dio bola toda la noche”, “ambiente de jolgorio y regocijo”, “edades próximas y grado de madurez similar”; esta es la historia de las violencias sexuales en España y esto es lo que viene a cambiar la LO 10/2022 para la Garantía Integral de la Libertad Sexual.
Podría decir que este cambio comenzó en marzo de 2020, cuando llega el Anteproyecto de Ley en primera vuelta al Consejo de Ministros y Ministras, pero no lo haré; si hablase de esta norma desde ese lugar, estaría colaborando en el relato de que esta Ley es de un Gobierno, de un Ministerio, de unos partidos políticos, de las izquierdas, de una sola ministra; sencillamente, esto no es verdad. Esta Ley es de las mujeres. Sí, de todas las mujeres. Y sí, esta Ley ha sido impulsada y escrita fundamentalmente por mujeres, por feministas. Esta Ley tiene muchas madres y ha sido y sigue siendo la hija más deseada.
No es sencillo enunciar qué es el Derecho, por qué lo necesitamos, cómo ordena nuestras sociedades, nuestras instituciones y nuestras conductas, sin pensar simultáneamente en sus parcelas de impunidad que han desprotegido a las mujeres de nuestro país. En esta contradicción se inscribe la relevancia de la ley para la libertad sexual, pues en ella va implícita una idea muy determinada de justicia, una feminista, que inevitablemente viene a colisionar con esa otra idea de justicia consolidada en las raíces más profundas del Estado. No está de más recordar que el Comité CEDAW de Naciones Unidas, en su Recomendación General 33 sobre el acceso a la justicia para las mujeres, insta a los Estados al respecto de los sesgos patriarcales que afectan a la aplicación de la ley: “Los estereotipos pueden hacer que los jueces interpreten erróneamente las leyes o las apliquen en forma defectuosa. Esto tiene consecuencias de gran alcance, por ejemplo, en el derecho penal, ya que dan por resultado que los perpetradores no sean considerados jurídicamente responsables de las violaciones de los derechos de la mujer, manteniendo de esta forma una cultura de impunidad. En todas las esferas de la ley, los estereotipos comprometen la imparcialidad y la integridad del sistema de justicia, que a su vez puede dar lugar a la denegación de justicia, incluida la revictimización de las denunciantes”.
La salvaguarda de la autonomía sexual siempre ha estado vinculada a la moralidad del momento en el que se legisla
La autodeterminación sexual siempre ha sido un bien jurídico protegido, pero ¿esto qué significa?, ¿por qué lo es?, y, sobre todo, protegido ¿para quién? y ¿de quién? Nuestro corpus legislativo protege aquellos bienes, valores y derechos que se consideran fundamentales en una sociedad y, en concreto, el Código Penal actúa como última ratio en defensa de los mismos. En este sentido, la salvaguarda de la autonomía sexual siempre ha estado vinculada a la moralidad del momento en el que se legisla, y por ello la penalización de conductas contra la sexualidad se ha hecho desde diferentes perspectivas, comenzando por la protección de la honestidad de la mujer, de cuando éramos consideradas las garantistas de ese baluarte social; también siguiendo la visión de la libertad sexual, suprimiendo la autoridad marital, derogando el perdón del ofendido, dejando por lo tanto de identificar sexo con moral y dando un paso en el reconocimiento del sexo como un ámbito en el que es necesario garantizar la autonomía y el libre desarrollo; y desde la indemnidad, buscando garantizar una auténtica protección de esta integridad también para la infancia y para las personas con discapacidad. La evolución en la protección de este derecho tiene mucho que ver con las luchas feministas, que nunca han dado esa libertad por supuesta. En su momento, nuestras abuelas y madres se enfrentaron al puritanismo que restringía la sexualidad de las mujeres, defendieron su deseo. Mi generación se crió, sin embargo, con el relato del miedo: el miedo a ir sola por la calle, el miedo a ser una niña de Alcasser, como tan bien narra Nerea Barjola, el miedo al pinchazo en una discoteca o a caer en manos de una “manada”, bajo la amenaza constante de que, en mi autonomía, en mi diversión, había un riesgo intrínseco e inevitable. No hablo de que esta realidad no existiera antes, obviamente otras mujeres de generaciones anteriores la vivieron y cargaron con el peso del “eso no se cuenta”, pero el contexto informativo y comunicativo actual es lo que nos hace hablar hoy de un mayor aleccionamiento en el terror sexual.
Para entender la importancia de una ley que reconoce expresamente el derecho a la libertad sexual como derecho fundamental, y que establece medidas para su garantía, es preciso alejarnos del trazo grueso y poner el foco en las discriminaciones que nos atraviesan a todas, incluidas las que afectan a mujeres con identidades no hegemónicas, como mujeres migrantes, racializadas o trans. Porque hablar de libertad sexual implica necesariamente hablar de relaciones de opresión machista y de sus cruces con el racismo u otras discriminaciones. De lo contrario, faltaría contextualizarla y no sería útil para el conjunto diverso de las mujeres que buscan ejercer sus derechos en una sociedad patriarcal como la nuestra.
Legislar desde ese lugar, hacerlo desde la justicia feminista, implica que la ley además de ser una herramienta para el aparato que imparte justicia y condenas, tiene un objetivo superior; incide en la estructura social patriarcal. De hecho, así se interpretó por quienes manifestaron, desde el principio, su rechazo a que lo hiciéramos: que si era una ley que obligaba a firmar un contrato para follar, que sí era una ley que criminalizaba a todos los hombres, que si era una ley que daba privilegios a las mujeres, además del clásico pack denuncias falsas-hombres maltratados. Supongo que ese potencial de la Ley no lo han sabido ver todas las personas, sí sus detractores, pero, a cambio, qué conversación social intensa e interesante hemos tenido y tenemos sobre la sexualidad.
El sistema de penas que establece la ley es progresivo y proporcional y pretende cerrar la brecha de impunidad existente
Precisamente por todo ese ruido, es necesario recordar que esta ley aborda la violencia sexual en su totalidad y complejidad –por eso hablamos de una ley integral– planteando medidas de atención especializada, –como, por ejemplo, los Centros de Crisis 24h en cada provincia del Estado–, así como medidas de reparación inéditas hasta el momento en nuestro país, también, y especialmente, planteando políticas de prevención y sensibilización, basadas –cito literalmente– “en la coeducación y en la pedagogía feminista sobre educación sexual e igualdad de género y educación afectivo-sexual en el ámbito educativo”, medida por la cual pasamos de ser monjas a putas sin cambiar de página en el BOE. Aún con todo esto, ahora resulta que la ley se ha convertido en un arma arrojadiza a costa del Código Penal: entonces, su carácter integral se ha desvanecido, pasa a ser simple aritmética del castigo, y ahí donde antes veían políticas punitivistas y castrantes –porque así nos lo hicieron saber–, ven ahora políticas de impunidad con los agresores, fruto de la torpeza o de la maldad que se nos imputa cada día, quién sabe. Acerca de esto último que señalo, es particularmente preocupante que, a una reforma penal basada en el principio de proporcionalidad, que establece que la agresión sexual se produce siempre que no se haya manifestado un consentimiento libremente, mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona, se le pretenda achacar la desprotección de las víctimas debido a un desajuste en la interpretación del derecho transitorio por parte de algunos tribunales.
El Código Penal puede ser también, y debe serlo, una herramienta feminista. Sin ello, será difícil sentar las bases de la verdad y la justicia que posibilitan también la reparación de las víctimas
El sistema de penas que establece la ley es progresivo y proporcional, en función de la gravedad de las posibles conductas contra la libertad sexual; que, por cierto, son muchas. Actualmente, se agrupan en un mismo delito las conductas tipificadas anteriormente a esta reforma como abusos y como agresiones sexuales. Esta nueva configuración pretende cerrar la brecha de impunidad existente en la persecución de los mismos, tanto en las conductas más leves como en las más graves. Aunque las horquillas de penas se mantienen (presumo aquí ya un conocimiento exquisito por parte de la persona lectora sobre el derecho transitorio vigente, así como sobre volcanes, virus o cualquier otro asunto de enorme relevancia como estos), se extiende y matiza la consideración de aquellas conductas que son consideradas punibles, probablemente a la luz de un determinado imaginario social que ve ya difícilmente tolerable que un hombre se masturbe mirando a una mujer en el transporte público, o que una mujer deba intentar resistirse con violencia para dejar claro que no quería mantener una relación sexual. Esta reforma responde, por tanto, a la idea de que el Código Penal no deja de ser también la expresión de un sistema de valores que no está tampoco exento de debate. En este sentido, el corazón de este sistema reside en la idea de que nuestro consentimiento debe poder expresarse libremente y sin violencia, pero también que nuestro deseo se queda fuera de ese límite que establece el sexo consentido, que es funcional al establecimiento de los límites del delito, pero no a los límites de lo que deseamos. El deseo no cabe en el Código Penal, pero ello no debe impedir la persecución de los delitos contra la libertad sexual. El Código Penal puede ser también, y debe serlo, una herramienta feminista. Sin ello, será difícil sentar las bases de la verdad y la justicia que posibilitan también la reparación de las víctimas. Y lo más importante, más allá del pertinente debate sobre si el sexo consentido es necesariamente sexo deseado –que en mi opinión no lo es, necesariamente–, cabe decir que la historia de esta reforma y sus críticas, lo que incluye las autocríticas (es necesario recordar que fue un informe del CGPJ el que recomendó al Gobierno subir los máximos de las penas y que así se hizo para evitar la inseguridad jurídica de las víctimas tras la aprobación de la ley), se entiende mejor cuando no solo va de brujas y jolgorios, sino también de hogueras en plazas públicas y calibanes con sus diferentes regocijos, como los que hemos visto esta semana en el Congreso o en las portadas de muchos medios de comunicación.
Bien, y tras legislar, ¿cuál es el siguiente paso?, ¿actuar?, ¿ejecutar? Actuar desde la justicia feminista implica, en primer lugar, ponerse frente a una justicia que ha tenido, aun con la separación de poderes, creadores, administradores e intérpretes demasiado parecidos entre sí. Esta Ley del Sólo Sí es Sí ha puesto sobre la mesa los derechos de las mujeres como sujetos de justicia y con ello las tensiones que ocurren cuando, de pronto, irrumpen en ese sistema unas intrusas, unas advenedizas, unas forasteras para defenderlos. Ya puestas a hablar de justicia, sería profundamente injusto negar que hay mucho de violencia política de género en el desprecio y el insulto, en el desdén hacia esas “inútiles”; “chapuceras”; “cagaprisas”, o “incapaces”. Haciendo memoria (democrática), conviene recordar que esta reacción patriarcal ya tuvo precedentes en 2004. La ley de violencia de género, y con ella, las mujeres víctimas, tuvieron que enfrentarse a recursos de inconstitucionalidad contra los preceptos que establecen la tipificación penal de esta violencia. Aunque la norma fue finalmente avalada por un Tribunal Constitucional partido en dos en su criterio, su cuestionamiento siempre estuvo, y está, ahí, en las pegatinas de “Stop Feminazis” que aparecen en los juzgados; en los maltratadores que se dan palmaditas en la espalda entre ellos, temerosos de perder, por fin, su privilegio; en todos esos “te lo dije” que esperan, agazapados, el mejor momento para asaltar yugulares. En definitiva, tal y como ocurre ahora, aunque con mayor virulencia y reacción en el ataque de hoy respecto al de entonces. El caso es que la democracia feminista pudo más, y casi veinte años después, esa Ley se ha convertido en vanguardia y patrimonio político de un país.
En 2004, la ley de violencia de género, y con ella, las mujeres víctimas, tuvieron que enfrentarse a recursos de inconstitucionalidad
Entonces, aunque el escenario fuera muy diferente, las feministas tenían clara la maternidad de esa ley, la importancia de abrazarla, aun con las diferencias internas que pudiera suscitar, y, sobre todo, lo que nos jugábamos –todas– en el caso de perderla. Esta Ley de Libertad Sexual también tiene una maternidad compartida y diversa, desde quienes la gestaron en 2018 con las manifestaciones contra la sentencia de La Manada hasta quienes este mismo verano volvían a gritar el “yo sí te creo”. Y aunque haya quienes quieran hacerla sentir una ley huérfana y repudiada, la Ley –como la de 2004– ha venido al mundo para ser madre, amiga, hermana y compañera de otras muchas luchas, de tantas mujeres y hombres feministas, y, sobre todo, para sostener a las víctimas.
Pensar políticamente desde la justicia feminista conlleva también asumir que habrá, incluso entre nosotras, disensos y diferencias, pero que existen paradigmas compartidos, frentes comunes y urgencias que merecen el más sólido de los consensos: la defensa de las víctimas de la violencia sexual es el más importante de todos ellos. Durante estos días hemos visto cómo la polémica también traía al debate la cuestión del antipunitivismo, un debate que a quienes hemos reflexionado mucho sobre cómo articular las ideas de reparación, de justicia y de libertad desde los feminismos no nos es en absoluto ajeno. Probablemente esa sea, no lo dudo, una conversación necesaria. Quizá sea ya hora de que salga de las tribunas del activismo militante y del privilegio de quienes lo han convertido en su bandera, desde donde es muy cómodo imaginar leyes mejores. Sin embargo, me preocupa mucho la ausencia, en todas esas defensas, de las mujeres, de las víctimas. Porque si uno de los compromisos del feminismo interseccional y de los derechos humanos es dar agencia, voz y espacio a quienes están en la subalteridad, en la sombra, ¿por qué en este momento hay quien las prefiere mudas?
Nosotras no. Porque no hay reparación simbólica ni colectiva sin el reconocimiento de esas víctimas y de su violencia, y ello, no se confundan, no nos hace punitivistas ni lo contrario: nos hace justas, en el sentido más digno y militante de la justicia feminista, que es una virtud y un derecho fundamental. El placer, el deseo, la cara luminosa de esta ley, no necesita un código ni un BOE: necesita espacios seguros, vidas plenas y libres, y futuros donde la violencia sexual no tenga cómplices ni aliados, y cada vez menos ejecutores; necesita de una educación sexual y en igualdad que, de hecho, garantiza con carácter obligatorio esta ley, por primera vez en nuestro país.
Termino recordando que hoy es 25 de noviembre, un día que quizá sirva a algunos dentro y fuera de las instituciones para seguir haciendo brindis al sol y conmemoraciones huecas; pero que, para muchas feministas en todo el mundo es el recordatorio de lo que hemos conquistado, y de lo que nos queda pendiente. Al final del día, cuando la realidad nos revela que seguimos siendo orgullosamente brujas enfrentando calibanes, se evidencia lo esencial que es luchar, empujar y a veces, simplemente, resistir. Resistir por nuestro derecho a la justicia; resistir por nuestro derecho al jolgorio, un jolgorio consentido y placentero para todas, y resistir frente al regocijo de quienes disfrutan viendo crepitar las llamas mientras arden las brujas en sus hogueras.
Por cierto, que quienes murieron el 25 de noviembre y a quienes debemos tal fecha, las hermanas Mirabal, no lo hicieron a mano de sus parejas, sino de un dictador, Trujillo, que las apaleó y ahorcó tras perseguirlas durante casi diez años, bajo amenazas de muerte y de violencia sexual. Trujillo, por cierto, comparte hoy sepultura con Franco en Mingorrubio; así de caprichosa es la Historia. La “culpa” de las Mirabal fue ser mujeres, jóvenes, de izquierdas y plantar cara a la dictadura y su represión imaginando otros mundos nuevos y mejores donde ser más libres, hasta que la violencia política acabó con ellas. Que tres mujeres valientes sean la razón para conmemorar este día dota al 25N de aún más significado. Que esas tres mujeres murieran en manos del poder del Estado, como castigo por luchar por la libertad de muchas, de todas, le da a este 25N aún más sentido.
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Ángela Rodríguez es feminista, filósofa y secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género.
“No dijo que no”, “se notaba que quería”, “lo estaba pidiendo”, “me dio bola toda la noche”, “ambiente de jolgorio y regocijo”, “edades próximas y grado de madurez similar”; esta es la historia de las violencias sexuales en España y esto es lo que viene a cambiar la LO 10/2022 para la Garantía Integral de la...
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