Cantar patrás
A vueltas con la enseñanza: sobre la atención distraída
O nos metemos a fondo en las formas de experiencia de las generaciones jóvenes o nos vamos a perder la posibilidad de una educación que parta fundamentalmente de la escucha
Aurora Fernández Polanco 29/12/2022
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Hace días, leía en estas mismas páginas a Manolo Rivas unas notas acerca del carisma incívico que nos rodea. Y que centra en algunas formas ignominiosas de gobierno. Me pegó un golpe la metáfora de la coraza con la que afirma se revisten algunos líderes expertos en aturdimientos, “esa sólida y compacta ignorancia y estupidez”, frase que retoma de Primo Levi. Me lo pegó porque recordé de inmediato todo lo que habíamos tratado en mis clases hace años acerca de la anestesia como incapacidad de sentir, cuando trabajábamos al Freud que, para comprender el shock de la Primera Guerra Mundial, sitúa la conciencia como el escudo protector contra la amenaza de los estímulos excesivos. Una conciencia no situada en el cerebro, sino en la superficie del cuerpo. Un escudo que se cerraba y hacía insensible en momentos excesivamente traumáticos. La lucidez de algunos filósofos de los años treinta nos confirmó que este problema lo iba a tener irremediablemente el mundo moderno organizado por la técnica. De ahí que la coraza se haya extendido a toda la sociedad, no solo capitaneada por los líderes incívicos, sino como trama bien tejida por el capital que es, no lo olvidemos, el suelo que hace siglos pisamos y donde proliferan todo tipo de enfermedades relativas a los “desórdenes de la atención”. De ahí la maravillosa propuesta de Susan Buck-Morss: frente a la anestesia, habría que defender, casi como forma de acción directa, un sistema en el que las percepciones sensoriales externas fueran capaces de reunirse con las imágenes internas de la memoria. Algo que no parece interesarles mucho a esas “élites gamberras” de las que habla Rivas, que nos prefieren amodorrados. Nada como un paseo por el Madrid de la mesonera Ayuso para comprender de qué hablo.
Ignorancia y estupidez son también palabras que se suelen aplicar a los jóvenes. Es necesario ser muy conscientes de lo que dice Mark Fisher (tenemos sus libros traducidos en la imprescindible editorial Caja Negra), cuando se refiere a los trastornos de atención como consecuencia del capitalismo tardío: “Nos enfrentamos, en las aulas, con una generación que se acunó en esa cultura rápida, ahistórica y antimnemónica”. Lo que quiero transmitir aquí es que, no solo los jóvenes, sino, en mayor o menor grado, todos estamos enfermos de los trastornos que denuncia Mark Fisher.
No solo los jóvenes, sino, en mayor o menor grado, todos estamos enfermos de los trastornos que denuncia Mark Fisher
Esto dicho, y admitido, intentaré salir un poco del libro de las lamentaciones.
Hace años que imparto clases en primero de carrera. Darse de bruces con las ganas que algunas y algunos tienen, a pesar de todo, de iniciarse en sus estudios es algo más que un milagro. Es un baño de entusiasmo compartido. Benditas sean. Por eso huyo como de la peste cuando se critica a la juventud por derecho. Sin ánimo de complacencia alguna, considero que el mayor pecado que puede hoy cometer un profesor es apagar esas brasas. Y bien sabemos cuántas veces podemos ejercer de madres castradoras y encima de bomberos.
Tengo que decir que nunca he dado clases que me enfrentaran a la seriedad de asuntos vitales –como los médicos o jurídicos–, que requieran un escrupuloso esmero para ajustar bien los conocimientos. Aún así, quizá quienes desde esas disciplinas lean estas páginas reconozcan en algún momento estados de atención muy propios de las nuevas generaciones. Lo cierto es que hoy me las veo en las aulas con estudiantes delante de ordenadores y móviles que, en muchos casos, buscan información de lo que digo y la comentan o completan. Aprendo mucho con ellas, me llevan a mundos insospechados y tienen una enorme capacidad para el pensamiento analógico. Las hay que escuchan con el portátil abierto, mirando páginas de moda, escribiendo en TikTok o Instagram. No toman apuntes, pero milagrosamente contestan a mis preguntas y no dudan un momento en intervenir en los debates. Puesto que la condena inmediata (y ¡comprensible!) es algo inútil hoy en la docencia, me pregunto: ¿cómo funciona su atención en estado de distracción? ¿Estarán de alguna forma –y pese a todo– rasgando la coraza con la que cada mañana les visten las redes sociales? ¿Si les recrimino su actitud estaré provocando una huida inmediata de la asignatura, una desafección? ¿Es su comportamiento incívico un punto de partida inevitable, pero mejor tenerlas dentro –y ¡opinando!– que fuera? Me dicen algunas, y las creo a pies juntillas, que, para prestar atención a alguien que les habla en clase, tienen que estar haciendo otra cosa, algo menor que les distraiga, porque cuando escuchan directamente a quien perorata se ensimisman en sus propios pensamientos. Contradictoriamente, necesitan algo que las desconcentre para concentrarse, porque “el subconsciente se entera más” (sic). Entre otras cosas, comentaba con ellas cómo sus abuelas necesitaban hacer calceta para no perder el tiempo mientras veían la TV; o si esa forma de escucha (la suya) sería herencia de las mujeres que durante mucho tiempo tuvieron que ejercer, por supervivencia, una forma de escapismo ante el discurso mansplaining. Me parece vital tratar en clase el problema de la dupla atención/distracción. Aunque sea de forma instintiva y un tanto atropellada, suelen brindar respuestas que siempre dan que pensar. Les aseguro que cambia enormemente generación tras generación. Se agrava, pero no por ello me atrevo a llamarles ignorantes y estúpidos. Esto lo dejo, como Rivas, para algunos gobernantes.
Me parece vital tratar en clase el problema de la dupla atención/distracción
Los, las estudiantes que hablan atravesadas por los feminismos (y suele ser, en la mayoría, de forma vital, no textual) lo hacen desde lugares distintos a los de sus mayores. Despliegan mañas que no son en modo alguno despreciables. Su atención no se corresponde con la que los grandes padres del pensamiento soñaron para nosotras, pero ahí están, con sus multitasking y sus plurisensorialidades, sentadas en pupitres decimonónicos, frente a nosotras. ¿Cómo no preguntarse entonces si les estamos invitando a una ingesta contradictoriamente similar a la que le prepararon en su fábrica al Chaplin de Tiempos modernos?
Han sido muchas las estrategias artísticas que, desde los orígenes del problema, resisten homeopáticamente mediante una atención en estado de distracción. Una fotografía de Alessandra Sanguinetti ha sido incorporada por Sabina Urraca en la decimonovena edición, de octubre de 2022 (60.000 ejemplares, dice el que tengo), de Panza de burro, la novela de Andrea Abreu. Un libro escrito en “chelismo”, el habla de su abuela Chela, un libro oral, hecho para generaciones con déficit de atención, según algunas críticas. Un libro que nos demuestra que hoy se resiste (y se opera) a pie de calle. Ya no se trata de escandalizar al burgués (léase ahora también hípster), sino de impulsar una revuelta feminista, casera y cotidiana que le pegue un gran hachazo al muro patriarcal heredado que sostiene nuestro mundo neoliberal. Y lo hacen desde la consciencia de que esos trastornos de atención (en acción) podrían ser capaces de mellarlo.
Así que, o nos metemos a fondo en las formas de experiencia de las jóvenes generaciones o nos vamos a perder la posibilidad de una educación que parta fundamentalmente de la escucha. Con seriedad. Sin trueques perversos (yo estoy fuera, estoy a salvo). Por ello, considero imprescindible que, más allá de la recomendación del mindfulness, tratemos, incorporemos estos asuntos –esta enfermedad que compartimos– cada cual como pueda a la tallerización de sus clases.
Hace días, leía en estas mismas páginas a Manolo Rivas unas notas acerca del carisma incívico que nos rodea. Y que centra en algunas formas ignominiosas de gobierno. Me pegó un golpe la...
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Aurora Fernández Polanco
Es catedrática de Arte Contemporáneo en la UCM y editora de la revista académica Re-visiones.
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