charla familiar
Alrededor de las brasas
Hablamos de cómo el patriarcado y el capitalismo se cuelan tan ágiles como una piedra que atraviesa el agua cuando se lanza desde la orilla
María González Reyes 2/02/2023
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La mesa es grande, como para que quepan dos braseros de picón en la parte de abajo. Alrededor hay catorce mujeres. Distintas edades. Se arropan con una falda de camilla granate. La probabilidad hizo algo inesperado y nacieron muchas más mujeres en esa familia. Una de ellas soy yo. El calor se siente en las canillas. En el centro chocolate, naranjas y ovillos de lana. Es el final del día. Hablamos.
La más joven pregunta la diferencia entre neurosis y esquizofrenia. Lo pregunta porque las dos cosas han estado presentes en mujeres que se han sentado en esa misma mesa. La de la esquizofrenia vivió varios encierros en el manicomio (esa es la palabra que siempre han usado para denominar el lugar en el que estuvo confinada varias temporadas de su vida) con electroshocks y nueve hijos a los que atender. La neurosis… Eso lo tenemos varias, dice otra, pero para la abuela era peor, tenía que cumplir muchas más normas, ahora nos hemos liberado de unas cuantas.
Hablamos de la salud mental de varias de nosotras, de si la heredamos, de si la aprendemos, de cuánto influye el ambiente para desarrollar algunas enfermedades. Hablamos de la salud mental de las mujeres. De que preferimos no tomar fármacos. De que a las mujeres nos recetan fármacos con una facilidad pasmosa. Hablamos de cómo el patriarcado se cuela tan ágil como una piedra que atraviesa el agua cuando se lanza desde la orilla. No usamos esa palabra, patriarcado, porque a veces utilizarla nos ha dificultado la conversación. Pero hablamos de cómo el patriarcado y el capitalismo nos arañan la piel con palabras que podemos tocar más fácilmente entre todas.
Hay lugares en los que la vida es, sin prisa. Y, entonces, tienes tiempo para juntarte con otras mujeres a disfrutar del sabor de cada gajo de naranja
Hablamos de la herencia aprendida, que llevamos tatuada en la piel, de que tenemos obligación de cuidar, que tenemos que cuidar a quienes queremos y hasta de quienes no nos quieren. Hablamos de cómo nos afecta cuidar a pesar de nosotras. Hablamos de las cosas que callamos porque nos enseñaron que es mejor evitar los conflictos, de cuando cedemos ante cosas para que no haya lío. Hablamos de que eso a veces se nos hace un nudo.
Hablamos de que hace falta un cambio cultural, en nosotras, en nuestro entorno, un cambio cultural que empape a toda la sociedad. Hablamos de que, mientras llega, las mujeres tenemos que contar con un entramado social que nos haga sentirnos seguras. Seguras de que nuestros cuerpos no van a ser dañados. Seguras para crear la sociedad que queremos. Hablamos de la fuerza que tenemos cuando estamos juntas.
Hablamos también de las mujeres que no tienen una mesa camilla con un brasero alrededor del que sentarse junto con otras mujeres.
No pensamos igual en muchos temas importantes, tenemos visiones distintas sobre la política, de lo que ocurre cuando te mueres, de la importancia o no de desobedecer o de la educación. Pero todas coincidimos en los nudos que nos aprietan.
Si a una le entra sed se da un efecto cascada y quien se levanta del calor del brasero tiene que llenar la jarra entera. Compartimos los vasos. Dos tejen mientras charlan, tejen porque quieren, no porque “tienen que”, son madre e hija. Otra reparte los gajos de una naranja recién pelada que sabe dulce como el recuerdo de las ancestras cuyos retratos cuelgan en la pared. Si se acaban solo hay que bajar al patio y coger más de alguno de los árboles. Pero es de noche y hace frío. Dejamos la recolecta para el día siguiente. Compartimos las que hay. Están exquisitas este año.
La abuela tenía su mandarino preferido. Se puede tener una relación especial con un árbol. Ella cumplía el principio de reciprocidad con ese árbol. Cogía frutos y devolvía semillas. Cogía frutos y cuidaba la tierra sobre la que crecía. Le agradecía cada mandarina que se tomaba.
La conversación se alarga hasta tarde aunque las piernas que están recibiendo el calor del brasero están cansadas. Por el día caminamos. El campo rezuma agua. Los regatos van cargados de vida. Por el suelo hay bellotas esparcidas y flores a las que les tocaba salir dentro de algunos meses. También hay alcornoques que se dejan trepar.
En el lugar donde nacieron mis ancestras la vida no es esperar a que llegue algo, a que ocurra algo
Creo que ahí aprendí que la tierra es mucho más segura que el dinero. Pisando el suelo encharcado. Sentándome sobre la rama de un alcornoque. Viendo cómo se mata a un pavo para comerlo en navidad. Sintiendo vergüenza de que una niña del pueblo se quedara asombrada de que yo, que venía de la capital, no supiera cómo averiguar si el animal que acariciaba era una coneja o un conejo.
Quizás la vida es eso. El musgo después de la lluvia. El sonido de la naranja cuando la coges del árbol. El calor de las brasas ardiendo.
En el lugar donde nacieron mis ancestras la vida no es esperar a que llegue algo, a que ocurra algo, a que venga lo siguiente. Ahí la vida no es para ya, no es para ahora mismo.
Hay lugares en los que la vida es, sin prisa. Y, entonces, tienes tiempo para juntarte con otras mujeres a disfrutar del sabor de cada gajo de naranja mientras permaneces con la mirada fija en cómo hacer que, alrededor de esa mesa, alrededor de cualquier mesa en la que se sientan mujeres, ocurra lo que nosotras decidamos que tiene que ocurrir.
La mesa es grande, como para que quepan dos braseros de picón en la parte de abajo. Alrededor hay catorce mujeres. Distintas edades. Se arropan con una falda de camilla granate. La probabilidad hizo algo inesperado y nacieron muchas más mujeres en esa familia. Una de ellas soy yo. El calor se siente en las...
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María González Reyes
Es escritora, activista de Ecologistas en Acción y profesora de Educación Secundaria.
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