ya que estoy de pie
Casi una historia obrera
Lectura de ‘Barrio Venecia’, de Alberto Santamaría, a la luz de Raymond Williams
Ignacio Echevarría 11/02/2023
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El título de este artículo coincide con el del subtítulo de Barrio Venecia, la contribución de Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) a la colección Episodios Nacionales que de un tiempo a esta parte viene impulsando, con irregular fortuna, la editorial Lengua de Trapo. La casualidad dispuso que mi lectura de este libro coincidiera con la de otro título publicado en fecha reciente por la misma editorial: Cultura y política. Clase, escritura y socialismo, del escritor, académico, novelista y crítico galés Raymond Williams (1921-1988), destacado representante del movimiento conocido en su momento como Nueva Izquierda (New Left), en cuyo marco ejerció una notable influencia. El libro de Williams recién publicado por Lengua de Trapo en traducción de Jorge Lago, con prólogo de Iván Alvarado y Diego Parejo, y con una sustanciosa introducción de Phil O’Brien Salford, es una colección de ensayos y conferencias en su mayor parte inéditos, tanto en castellano como en inglés; una obra póstuma que reúne materiales de muy variada procedencia, todos de altísimo interés. Entre estos materiales se cuenta el texto de una conferencia impartida en 1979 y titulada La literatura obrera británica después de 1945. Se trata de una pieza excepcional –como casi todas las reunidas en el libro–, que, pese a su antigüedad, sirve muy bien para reflexionar sobre lo que cabe entender en general por “literatura obrera” y lo que suele pasar por tal; también para encuadrar convenientemente la lectura de un libro como, por ejemplo, el de Santamaría.
“Este libro es lo contrario de una historia idealizada sobre la heroica resistencia de la clase obrera –se lee en el texto de cubierta de Barrio Venecia–. Aquí tenemos unos padres socialistas que tratan de no desencantarse, un hijo que llega al comunismo por estética y un autor, ya adulto, que combina en su relato el profundo respeto por la pobreza que vivieron sus padres con la certidumbre de que siempre quiso huir de allí”.
Y bueno, ahí está: una sobria y esforzada y titubeante crónica sentimental de lo que en definitiva viene a ser un proceso de desclasamiento. Una más. Pues esto es lo que, con un énfasis más o menos jactancioso, más o menos vergonzante (“La vergüenza es un sentimiento revolucionario. A veces sí. Casi siempre no”, se lee en Barrio Venecia), aciertan a contar los narradores españoles procedentes de familias digamos obreras, al menos de un tiempo a esta parte. Pienso en narradores veraces y concienzudos, como intenta serlo Santamaría y sin duda lo es, por ejemplo, Valentín Roma. No pienso aquí –no es el lugar– en tantos que se limitan a presumir de pedigrí obrero y se dedican a lo que en su día denominé, con alguna coña, “proletalirismo cult”.
Una “novela regional”, si nos apropiamos de la terminología de Williams, es un safari por un barrio miseria, de la mano de un buen conocedor del lugar
Si escuchamos a Williams, el panorama no deja de ofrecer paralelismos con lo que él observa en una literatura como la inglesa y en un arco de tiempo que remonta mucho atrás, a la posguerra mundial. Leamos lo que dice en la mencionada conferencia:
“La mayoría de las novelas y obras de teatro de la clase trabajadora en Gran Bretaña han sido escritas por personas que nacieron y crecieron en familias de clase trabajadora y que, en un momento u otro, a menudo relativamente temprano, fueron trasladados a un sistema educativo que los alejó, cuando llegaron a la vida adulta, de los trabajos y de la clase trabajadora, pero no de la vida de la clase trabajadora ni de sus conexiones familiares. Y así se obtiene la típica novela de la clase trabajadora, de la que ha habido muchos y muy buenos ejemplos, en la que hay una intensa recreación de la naturaleza de la vida familiar de la clase trabajadora –el hogar, la comida, las salidas, etc.– pero no de esa experiencia central de la clase que es el trabajo, que el niño de esa familia ve a cierta distancia pero que no comparte”.
Se pregunta Williams si esta inhibición a la hora de escribir sobre el trabajo responde a una incapacidad. Y se manifiesta convencido de que sí, de que lo es. Sigamos leyéndolo:
“En primer lugar, la experiencia formativa del trabajo, como proceso físico tanto como relación laboral real, tiene mucho menos importancia de la que debería en cualquier definición de la clase obrera y de su tipo de literatura; en segundo lugar, no aparecen las relaciones con otras clases sociales, que tienden igualmente a estar excluidas. Así, se podría definir un tipo de novela obrera como una especie de novela regional atractiva, no una novela de clase sino regional. Se trata de gente como la que podríamos leer en alguna descripción de alguna pequeña comunidad en los márgenes del mundo. Tienen sus costumbres específicas, hablan a su manera, su vida se recrea con detalles convincentes. Pero que se trate de unos isleños concretos o de una familia de clase trabajadora en las callejuelas de un pueblo fabril de Lancashire no es una diferencia significativa, porque lo que se crea, tanto por los recuerdos de la infancia como por la exclusión del escritor de esa parte de la experiencia de clase que fue el trabajo, es ese mundo comparativamente cerrado de la memoria de la infancia y de la familia. De hecho, una novela de la clase obrera está destinada a ser solo una novela regional, me parece, si no muestran las relaciones de la clase obrera con otras clases. Al fin y al cabo, las clases, en cualquier sentido significativo, existen en sus relaciones sociales; no solo internamente, sino entre sí. Si se toma la clase obrera como una especie de categoría, de atributo de casta, como si fuera algo meramente local o regional y no este proceso social dinámico y problemático, entonces se obtiene ese tipo de literatura. Ello no quiere decir que ese tipo de literatura no sea bienvenida, pero hay un verdadero problema en cuanto a si se le puede llamar de clase trabajadora”.
De un modo siquiera intuitivo, Santamaría parece barruntarse algo de todo esto cuando antepone el “casi” a su “historia obrera”. El “episodio nacional” que se dispone a ilustrar de un modo sin duda sesgado y personal es, al parecer, la crisis económica de comienzo de los 90 que conllevó el derrumbamiento y la “reconversión” del tejido industrial español. Se trata de una crónica personal, ubicada en Cantabria, del mismo periodo histórico que Luis López Carrasco exploraba en su celebrado largometraje El año del descubrimiento, en su caso centrándose en Cartagena.
Fotograma del documental El año del descubrimiento (2020), de Luis López Carrasco.
“Barrio Venecia era el nombre original del lugar que hoy se conoce como Candina, en Santander –explicaba Santamaría en una entrevista para eldiario.es–. Se llamó así porque tras la Guerra Civil muchas familias pobres se instalaron allí con pequeñas casas de madera mal construidas, sin ningún tipo de cimiento, así que cuando subía la marisma el barrio quedaba completamente anegado. Era casi una especie de distopía climática. Cuando el barrio sufría estas inundaciones, que era algo muy habitual, la gente se lo tomaba con humor trágico y se comunicaban entre sí a través de pequeñas barcazas. Pero era un lugar terrible, lleno de enfermedades y miseria. Estas casas fueron derribadas y el lugar dio paso a una fábrica de productos químicos, Candina, y sobre esa marisma se edificaron casas para los obreros. Entonces el nombre de la fábrica dio nombre al barrio. Y sobre ese espacio trata mi novela. Sobre ese lugar en la década de los ochenta y noventa del siglo XX”.
Una “novela regional”, pues, si nos apropiamos de la terminología de Williams. Un safari por un barrio miseria, de la mano de un buen conocedor del lugar, experto en la caza de epifanías sentimentales y de bellezas inesperadas. Pues a eso se dedica:
“El barrio existe de espaldas a la ciudad, pero irradia un fuerte pulso de vida hacia dentro. Casi con toda seguridad esto que cuento es una experiencia bastante común. No es posible verlo como algo excepcional. Seguramente sucede en la mayoría de los barrios obreros de toda España en los años 80. Estamos rodeados de marisma, eucaliptos y una fábrica pestilente. Aun así, la experiencia es de asombro continuado. Pasamos el día en la calle sin apenas observación de adultos, pero todas las familias saben que los niños están siendo cuidados, no por nadie en concreto, sino por todos. Aunque el barrio es para mí intensidad estética. Sí, estética. Sobre todo eso. Ese cruce entre bidones de ácido oxidados, higueras que crecen atravesando el metal y animales que olisquean entre la basura. Y en medio de todo eso: belleza”.
Más adelante lo dirá con todavía mayor rotundidad, suscribiendo casi literalmente lo que Williams sugiere: “Hago turismo de polígono industrial a polígono industrial, un tránsito en el que el paisaje se repite. Y hay en ese paisaje, de hecho, una enorme fuerza mitológica”.
La denostada tradición del realismo social español ofrece valiosas muestras de una literatura de tendencia obrerista
¿En qué mitología está pensando quien escribe estas palabras? No parece que sea la del obrerismo, pues poco antes ha dicho, recordándose a él mismo con diecisiete años de edad: “Dentro de unos años lo veré de otro modo, pero es 1993 y está muy lejos de mi interés eso que se llama literatura obrera. En realidad, y con sinceridad, dentro de unos años tampoco lo veré de otro modo. Convertir el obrerismo en ismo desinstala todo su potencial. La literatura es una pieza de carga esencial, una bomba lapa. Prefiero la ciencia ficción o la filosofía antes que un catálogo de buenismos y pasados mistificados y mal digeridos. Pero también puede que sea todo lo contrario. No lo sé”.
Es como si la literatura obrera sólo pudiera pensarse en los términos propagandísticos del realismo social soviético o chino. Pero, ¿por qué? Echando la vista atrás, la denostada tradición del realismo social español ofrece valiosas muestras de una literatura de tendencia obrerista que en absoluto incurre en el buenismo ni mucho menos en la mistificación del pasado. Pero quién se acuerda de Antonio Ferres, de López Salinas, de López Pacheco, de… Y, sobre todo, para qué.
De nuevo Williams: “Después de todo, es el fenómeno de D.H. Lawrence, esta intensa descripción de la vida de la clase trabajadora de la que se aleja un joven brillante. Así, tenemos a los viejos, que son la clase trabajadora, y tenemos a los nuevos, que somos nosotros, y así podemos respetar, querer y también describir a esos viejos. […] El hecho de pertenecer a una familia obrera es entonces un dato biográfico interesante, pero no tiene ningún significado social”.
Al decir esto, Williams recuerda los trabajos que le supuso su primera novela, Border Country (1960), que reescribió siete veces, asegura, antes de darla a luz. Él quería contar la relación con su padre sin incurrir en el “regionalismo” y dotando a esa relación de un “significado social”. Se trataba de conseguir que los dos personajes –el padre arraigado en la vieja comunidad obrera y el hijo desclasado– “pudieran estar por igual en la novela”.
“El problema estaba en la relación entre las dos experiencias, tanto en la del regreso como en la del alejamiento, y en que la vida tuviera que ser experimentada no solo como un trasfondo familiar, que es la forma en que se presenta, sino como aquello en lo que no se sabe qué va a pasar. Al fin y al cabo, se trata de una experiencia bastante familiar de un trabajador asalariado en un periodo de depresión y seguridades económicas”.
Una vez más, Barrio Venecia parece escrito para ilustrar las conclusiones de Williams. No por nada, en el mismo texto de cubierta antes citado se dice que se trata, sobre todo, de “la historia de la amistad silente entre un padre y un hijo que crece entre desguaces”. Ocurre, sin embargo, que Santamaría, mucho menos tenaz que Williams, mucho más ensimismado, se coloca él mismo en el centro de la novela, dejando a su padre en un segundo plano, en el “trasfondo familiar”, su figura subordinada al relato de su propia emancipación, la del autor. Ni siquiera cabe hacerse una idea muy precisa de qué tipo de trabajo desarrollaba su padre en Candina, sólo sabemos que era un buen empleado.
En otra de las conferencias reunidas en Cultura y política, esta vez dedicada a las “Formas populares de la escritura”, de 1982, Williams vuelve a la carga con el asunto de la literatura obrera, e insiste en observar la tendencia de los escritores procedentes de la clase trabajadora a decantarse por la autobiografía en lugar de la novela de ficción. Cuanto dice a este respecto es apasionante y de nuevo perfectamente pertinente por lo que toca a Barrio Venecia y tantas novelas del desclasamiento escritas por autores, como Santamaría, nacidos en el seno de familias trabajadoras.
Una historia obrera sería aquella que acertara a contar lo que constituye el meollo de la condición obrera: el trabajo, y el tipo de relaciones de clase
“Hay que escribir. Pero hay ese problema en la forma por el que la escritura puede quedar muy fácilmente encerrada, y puede también crear una cierta idealización, como si no existiera nadie más. Este aspecto característico de la forma proviene de una representación muy cercana, a menudo desde el punto de vista de un niño o de un adolescente del que luego te alejas. Produce el curioso efecto de pensar que todo el mundo nace en la clase obrera y que todo el mundo se aleja de ella, que lo que queda es la gente mayor en casa, pero no la gente que sigue reproduciéndose”.
Una historia obrera sería aquella que acertara a contar lo que constituye el meollo de la condición obrera: el trabajo, y el tipo de relaciones de clase que se generan desde allí. Pero eso es lo que parece imposible contar a quien se halla en condiciones de escribir. No es sólo que el autor no sea ya él mismo un trabajador. El problema, como subraya Williams, es la forma. Qué tipo de forma narrativa resulta convencionalmente aceptable, por parte de los editores, por supuesto, pero por parte también de la idea más común acerca de cómo se desarrolla el proceso cultural.
“Así que una forma totalmente aceptable ha sido, desde Lawrence, la del joven o la joven dotados que provienen de una familia de clase trabajadora, o de una familia pobre, y que han triunfado de alguna forma: educativamente, casándose con la hija del jefe, llegando a Londres y convirtiéndose en un buen pintor o casándose con un aristócrata alemán y yendo a nuevo México. La forma no es profunda porque, al fin y al cabo, es la de un idilio burgués, ¿no? Es decir, cuanto más bajo se empieza, mayor es el ascenso. No hay absolutamente ninguna resistencia en la cultura a esta forma, que permite al autor pensar: ‘Dios mío, les estoy contando ahora lo duro que era todo en los viejos tiempos, cómo comíamos pan mojado en agua caliente, cómo no teníamos botas’. La respuesta suele ser: ‘Más por favor, danos más, porque así podremos justificar el sistema de clases dado que tú has salido de él, ¿no? Lo has hecho con la gente adecuada, así que descríbelo por favor, será un muy buen ejemplo para otros de cómo, gracias a algún don, cierta energía y sin demasiados escrúpulos, pudiste salir’. Si esto es literatura de clase obrera, y ha sido la más aclamada de la denominada literatura de la clase obrera, entonces es algo muy curioso”.
Claro que Santamaría no pretende de ninguna manera hacer literatura obrera. Su novela explica por qué (esa “intensidad estética”). No por nada concluye con estas palabras, instantes antes de que el narrador cuente cómo su hermano va al hospital a recoger las pertenencias de su padre recién fallecido (“una vida dedicada al amor y al trabajo, al puto trabajo”):
“¿Cómo no odiar el trabajo? ¿Cómo no despreciarlo cada vez que alguien dice que dignifica? No me interesan las historias de clase obrera, ni me interesa el obrerismo. Lo único que me apetece es huir. Y eso es lo que he hecho desde entonces”.
El título de este artículo coincide con el del subtítulo de Barrio Venecia, la contribución de Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) a la colección Episodios Nacionales que de un tiempo a esta parte viene impulsando, con irregular fortuna, la editorial Lengua de Trapo. La casualidad dispuso que mi...
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Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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