esperanza
Sólo lo imposible engendra lo posible
Emplear nuestra capacidad creativa en generar utopías no es un acto inútil, es una forma de analizar nuestra realidad y proyectarnos hacia un futuro mejor
Neus Crous 27/02/2023
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En noviembre de 2019, mientras la covid empezaba a extenderse, vivíamos en la época en que se ambientaba Blade Runner, filmada en 1982. En algunos sentidos la película dista mucho de nuestra realidad: ni tenemos coches voladores ni humanoides producto de la inteligencia artificial. Por otro lado, se producen una especie de anacronismos en el futuro: no existe internet y se permite fumar en las oficinas. Pero están también aquellos aspectos que recuerdan mucho a nuestro panorama actual: una ciudad que llega hasta donde alcanza la vista bajo un cielo cubierto de smog. Los neones y las torres industriales resplandecen, apagando las estrellas. Existe una tupida malla de intereses de las corporaciones, unos cuerpos de seguridad al servicio de la élite y una completa falta de respeto al medioambiente.
Hay todo un abanico de distopías que frecuentemente son comparadas con la realidad que vamos dibujando. En 1921 Yevgeny Zamyatin escribió la novela Nosotros (Мы). En ella, el Estado Único vigila concienzudamente a todos los ciudadanos, llegando a extremos tales como que todos los edificios son de cristal. Las personas se designan por números y la razón, moldeada por el Estado, sustenta todos los comportamientos. La trama comienza relatando la construcción de un cohete para poder expandir esta forma de organización a otros planetas.
El film Metrópolis (1927), dirigido por Fritz Lang y basado en la novela homónima de Thea von Harbou, nos sitúa en una metrópolis del siglo XXI, en la que la oprimida clase obrera se halla recluida en el subsuelo, donde se emplaza el núcleo industrial. Arriba, las clases altas disfrutan de la vida. Esta distribución se parece mucho a la ciudad de Midgard al principio del videojuego Final Fantasy VIII (SquareSoft, 1997).
Hay todo un abanico de distopías que frecuentemente son comparadas con la realidad que vamos dibujando
En Un mundo feliz (A brave new world, 1932) de Aldous Huxley, el control del Estado sobre la masa social se asegura desde la raíz: un sistema de reproducción artificial garantiza que cada individuo será perfecto para ocupar la posición que debe en la sociedad.
Circulan por la red varias versiones del meme “Debíamos tomar 1984 como una advertencia, no como un manual de instrucciones”. Como mínimo, debemos reconocer que la distopía de Orwell (escrita en 1949) acertó cuando, de nuevo, habla de gobiernos autoritarios y un sistema que controla todos nuestros movimientos, acompañado de una fuerte represión. Sin duda, en nuestra realidad, todo el complejo sistema de vigilancia se ha simplificado mucho con la generalización de los teléfonos inteligentes y el big data. En 1999, la banda finlandesa Sonata Arctica estrenaba la canción Blank file (‘Archivo en blanco’) que alertaba de esta posibilidad en los inicios de la era informática.
La trama de todas estas ficciones incluye como una de las figuras centrales a un divergente. Alguien que, por algún motivo, ya sea buscado, accidental o incluso forzado, encarna la oposición al sistema. Quizás los finales que más nos hielan la sangre son los que proyectaron Huxley y Orwell. Los demás autores no dejan que el brillo de lo espontáneamente humano se apague del todo.
Conocemos bien las distopías: futuros posibles, pero no deseables. Nuestra cultura contemporánea (dominada ya por grandes plataformas) parece que se apoya exclusivamente en las distopías (siempre, o casi, engendradas por eventos fortuitos). Sin embargo, ¿dónde quedaron las utopías?
Los paraísos perdidos, como el Edén cristiano, quizás fueron las primeras utopías. Hay algunos relatos clásicos, como La República de Platón (s. IV a.C.), que imaginaba cómo sería un Estado idealmente justo, con cada clase social cumpliendo sus funciones bien delimitadas. Utopía de Tomás Moro (1516) nos describe la sociedad en la isla homónima, cuya felicidad reside en haber logrado una organización basada en la razón (vemos que una misma fuente puede dar resultados muy diferentes) y en haber abolido la propiedad privada. En 1890, William Morris escribió Noticias de Ninguna Parte.
Nuestra cultura contemporánea (dominada ya por grandes plataformas) parece que se apoya exclusivamente en las distopías
En la segunda mitad del siglo XX, Prabhat Ranjan Sarkar propuso un nuevo orden, distanciado tanto del capitalismo como del socialismo, basado en una visión profundamente humanista y holística de la vida, cuyo objetivo principal es cuidar a todos los seres del planeta, independientemente de su naturaleza. Sarkar lo llamó PROUT (Progressive Utilization Theory). Algunas de sus bases: la propiedad se colectiviza, se garantizan las necesidades vitales mínimas (incluyendo la educación), la industria se basa en una lógica “sin ánimo de lucro-sin pérdidas” y huye de los patriotismos, entre otros. Quizás una de las propuestas más llamativas es que los cuatro grupos sociales (trabajadores, luchadores, intelectuales y adquisidores) ocupan los cargos de gobierno de forma cíclica. Esta cosmovisión nunca ha sido llevada a la práctica e incluso el sociólogo Johan Galtung lo descalificó como “utópico”, ya que el PROUT desplazaba el foco del crecimiento económico y lo ponía sobre el desarrollo humano.
Precisamente, utopía se refiere a aquello que no existe en ninguna parte (u- negación; -topos, lugar físico). A pesar de eso, entre finales del siglo XIX y principios del XX diversos reformadores sociales, urbanistas y arquitectos materializaron formas de habitar que pretendían mejorar la calidad de vida de la sociedad de la época, muy especialmente de las clases trabajadoras.
Frago Clols y Martínez-Rigol revisaron en 2016 las ideas de los socialistas utópicos del siglo XIX. Para todos ellos, el punto central era el bienestar –por lo menos humano–, basado en el interés colectivo por encima del individual.
Veamos algunos ejemplos. En 1817 Owen proponía el paralelogramo: un asentamiento para 1.200 personas con una distribución interior muy bien determinada: tres de sus lados estaban dedicados a habitaciones y el cuarto a las habitaciones de los niños. Los espacios interiores estarían ocupados por los edificios públicos (escuela, cocina y comedores, biblioteca...) y el exterior, por los huertos de autoabastecimiento y otros equipamientos agrícolas. Tanto el zar Nicolás I como Napoleón I intentaron llevarlo a la práctica, y solo consiguieron estrepitosos fracasos. Por ello, el mismo Owen puso en marcha su proyecto cooperativista en Indiana (Estados Unidos), en un terreno de 30.000 acres. Tres años después, las tensiones interiores le forzaron a abandonar la empresa y poco a poco las otras colonias europeas también se deshicieron.
En Francia, los ideales de la revolución dieron aliento a propuestas utópicas. Fournier diseñó el falansterio: se materializaba con la construcción de un edificio de producción y residencia, con la particularidad de que la sociedad no se basaría en el núcleo familiar europeo tradicional. El objetivo era llegar al período definitivo de armonía. De nuevo, la clave de este modelo era la comunalidad que favorecía tanto las relaciones humanas como la concentración de servicios. En la década de 1840, los seguidores de Fournier pusieron en marcha muchas comunidades experimentales en Estados Unidos (hasta 41), Rusia, Rumanía y España. Todas ellas fracasaron y el modelo del falansterio no llegó a materializarse realmente.
Dibujar un horizonte nos saca de la parálisis. De aquí la importancia de imaginar ejemplos a seguir
En 1860, John Ruskin publicó el primer capítulo de su tratado de economía política Unto this last. Muy preocupado por la situación de las clases trabajadoras de su época, el libro era una reacción a las recientes teorías de John Stuart Mill y otros. Ruskin era de un carácter profundamente conservador, a la vez que abogaba por la intervención del Estado. Quizás su tesis fundacional fue la más revolucionaria: la riqueza podía obtenerse solamente adhiriéndonos a las virtudes morales, como la honestidad y la justicia. Su frase más famosa (“There is no wealth but life”: “No hay más riqueza que la vida”) se justifica por el hecho de que el consumo es el fin y el objetivo de la producción; y el consumo es el fin y el objetivo de la vida. Aunque algunos comentaristas arguyen que no aportó nada nuevo a la teoría sociopolítica, Gandhi menciona la profunda impresión que este libro le causó. Poco después, fundó su colonia Phoenix.
Hay otros muchos ejemplos. Sin embargo, en 2017 el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona acogió el debate Vieja Europa, nuevas utopías, en el que se criticó la falta de energía y de ideas del viejo continente. Simultáneamente, algunos pensadores contemporáneos presentaban sus propias utopías. En líneas generales, estas cumplen tres grandes funciones prácticas:
- Crítica: nos sirven para identificar aquello que no es deseable de la sociedad en la que vivimos.
- Orientadora: dibuja la sociedad perfecta hacia la que nos gustaría avanzar. Aunque la reconozcamos como inalcanzable, es una dirección en la que caminar. Una dirección que puede cambiar orgánicamente, según las necesidades del momento histórico.
- Valorativa: la utopía recoge aquello que nos parece valioso, de modo que nos permite conocer al autor y/o a su época.
Por tanto, emplear nuestra capacidad creativa en generar utopías no es un acto inútil, sino todo lo contrario. Es una forma de analizar nuestra realidad y proyectarnos hacia un futuro mejor, aunque “mejor” sea un adjetivo que necesariamente cambiará a medida que avancemos. Sin embargo, dibujar un horizonte nos saca de la parálisis. De aquí la importancia de imaginar ejemplos a seguir, y no solamente ejemplos a evitar.
Por eso, algunos movimientos activistas han empezado a trabajar esta cuestión. En 2022, por ejemplo, el grupo de arte del nodo de Milán de Extinction Rebellion organizó la exposición colaborativa Dystopia/Utopia, cuyo objetivo era reflexionar sobre cómo comunicar la crisis climática transformando los escenarios distópicos en propuestas utópicas. Por otra parte, la Xarxa per la Justícia Climàtica (Red para la Justicia Climática) ha organizado dos ediciones del evento Recuperemos el Futuro. El nombre se explica por sí mismo: frente a la crisis ecosocial y los constantes maltratos al territorio (por ejemplo, en forma de megainfraestructuras), distintos grupos se reunieron para sentar las bases para una transformación colectiva.
El ejemplo más reciente es el del Foro para la Transición Ecosocial-Futuros (Im)Posibles. Se trata de un esfuerzo sumativo de muchos colectivos de Cataluña y Baleares, que han trabajado durante varios meses, y que culmina en ese encuentro, que se acaba de celebrar en Barcelona los días 24 y 25 de febrero, y que ha planteado cómo dibujar un futuro esperanzador basado en el realismo ecológico y en el modelo decrecentista.
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Neus Crous es investigadora y docente en la Universitat de Girona.
En noviembre de 2019, mientras la covid empezaba a extenderse, vivíamos en la época en que se ambientaba Blade Runner, filmada en 1982. En algunos sentidos la película dista mucho de nuestra realidad: ni tenemos coches voladores ni humanoides producto de la inteligencia artificial. Por otro lado, se...
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