EL INFORME DE LA MINORÍA
Rebelión en la fábrica de chocolate
Nada más efímero que la literatura infantil, cuyo canon se rehace con cada generación… salvo que medie la nostalgia
Xandru Fernández 26/02/2023
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Fotograma de Charlie y la fábrica de chocolate (2005).
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A mis amigos, a muchos, les gusta Roald Dahl. Como a mí es un autor que me cae especialmente gordo, me resulta mucho más fácil que a ellos digerir el anuncio de Puffin Books, la editorial que publica sus libros en inglés, de que va a introducir ciertos cambios en sus obras para adaptarlas a un público más “sensible”, eliminando términos ofensivos como “gordo” o “fea”. Las editoriales Alfaguara y Gallimard, que publican a Dahl en castellano y francés respectivamente, han dicho que no harán cambios de ningún tipo. Estas decisiones cuentan con el respaldo de la Roald Dahl Story Company, la empresa que gestiona los derechos de autor de obras como Charlie y la fábrica de chocolate o Las brujas.
Un inciso: nadie ha pedido esos cambios. No ha habido ninguna turba con antorchas exigiendo que los hagan. Es importante señalarlo porque en seguida se ha acusado de la fechoría a una inexistente multitud de puritanos sin fronteras.
Fin del inciso.
Todo esto ha salido en la prensa, o no, no es que haya salido, es que ha irrumpido como si alguien se propusiera pintar el Partenón de verde pistacho. Por descontado, se ha cabreado todo bicho viviente, desde Rosa Montero hasta Salman Rushdie, pasando por el primer ministro del Reino Unido, Rishi Sunak, mi faro y mi guía en asuntos literarios. Y también, como digo, muchos amigos y conocidos míos. Que es como si les arrebataran un trocito de infancia. La mayoría se ha inclinado por un disgusto moderado, tipo gruñón simpático, pero alguno que otro se ha apuntado a la intifada semántica que acompaña a este tipo de noticias relacionadas con la “corrección política”, el “maniqueísmo progre” y la “dictadura ‘woke’”. Si tocan a Roald Dahl, nos tocan a todos. Mucho Orwell por aquí, mucha inquisición por allá, y a la larga muy poco análisis concreto de la situación concreta, que es lo que uno esperaría de gente ducha en olerse operaciones de márketing, que es lo que ha resultado ser todo esto, me temo.
A mí, en un principio, lo que más me llamó la atención fue que Puffin Books hiciera pública esa (discutible, difícil, etc.) decisión, porque no es lo habitual en la industria editorial. Lo habitual es publicar libros mutilados sin decir ni pío, a veces por tacañería, a veces para ahorrarles a los lectores más jóvenes un esfuerzo intelectual o una angustia existencial, o lo primero más lo segundo. Los adoradores de Tarás Bulba y Moby Dick no suelen decirlo, pero la formación de muchos de esos lectores veteranos que añoran aquellos veranos de su infancia poblados de cosacos y balleneros ha sido, en el mejor de los casos, una formación de segunda mano, con ediciones de Gógol y de Melville convenientemente depuradas, miniaturizadas y reconstruidas. Eso sin contar lo que les hemos hecho a Dante, a Homero o a Las mil y una noches.
Nada más efímero que la literatura infantil, cuyo canon se rehace con cada generación. Salvo que medie la nostalgia: en ese caso se procede a elevar a los altares supuestas obras maestras que a lo más que llegaron fue a hacernos más llevadera la infancia. Bien mirado, no es poco. Aunque quizá sea mucho adorar para una sola vez: si todo es venerable en la literatura, nada lo es, y por otro lado sospecho que hay libros cuya relevancia no reside en el orden estricto de las palabras exactas sino en otras cualidades que resisten bastante bien el bricolaje editorial.
Entiendo que a quien se crio a sus pechos esta maniobra editorial le parezca poco menos que una profanación
Confieso que todo esto me divierte porque, como he dicho, jamás he encontrado un solo párrafo de Roald Dahl que me parezca digno de elogio, mucho menos un libro entero. Pero entiendo que a quien se crio a sus pechos esta maniobra editorial le parezca poco menos que una profanación porque a mí me ocurriría lo mismo si anunciaran cambios en las ediciones futuras de En busca del tiempo perdido o El ruido y la furia. Lo que ocurre es que para haber profanación tiene que haber antes una sacralización, y es cierto que la literatura tiene mucho de espacio sagrado, pero no es menos cierto que también es un espacio vivo donde unas generaciones dialogan con otras y donde lo venerable no siempre es el texto sino algo que el texto desprende, una especie de emanación mítica que convierte a Moby Dick en un icono a pesar de las interminables páginas de Melville sobre las sustancias que se extraen de las ballenas. La misma que impregna toda la Ilíada y que le llega al lector aunque se salte el soporífero catálogo de las naves del canto II. Si los libros de Roald Dahl poseen esa cualidad, sabrán transmitirla a los lectores más jóvenes sin necesidad de obligarlos a enfrentarse con un lenguaje que quizá no estén dispuestos a tolerar (y hacen bien). Y si esa chispa prende en ellos la curiosidad por leer las ediciones originales, sin expurgar, que nadie se preocupe, porque, ¡tachán!, Puffin Books ha anunciado finalmente que, gracias a la polvareda levantada por su (salomónica, cínica, etc.) decisión, mantendrá en el mercado esas ediciones originales, qué digo mantendrá, las reeditará como si fuera un acontecimiento mundial, como si alguien hubiera pretendido alguna vez destruirlas.
Que es Roald Dahl, amigos, no es Mercedes Soriano ni Miguel Espinosa, cuyos lectores tenemos que resignarnos a que las generaciones más jóvenes no hayan oído hablar de ellos porque solo un par de editoriales sin apenas recursos se toma la molestia de reeditar sus libros .
A mis amigos, a muchos, les gusta Roald Dahl. Como a mí es un autor que me cae especialmente gordo, me resulta mucho más fácil que a ellos digerir el anuncio de Puffin Books, la editorial que publica sus libros en inglés, de que va a introducir ciertos cambios en sus obras para adaptarlas a un público más...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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