EXCEPCIONALIDAD LEGAL
Impune por condena
El poder soberano determina el límite de la legalidad, ahí donde la ley pierde su sentido. Y decide qué hacer con esa situación, qué medidas han de tomarse para establecer una nueva normalidad
Samuel Witteveen Gómez 16/03/2023
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El malhechor que, brutal o cauteloso, opera a espaldas de la ley es posiblemente la figura que acuda a nuestra mente si pensamos en un criminal. Esta persona transgrede normas, seguramente a partir de una motivación privada, y asume el riesgo de ser sorprendido y apresado por aquellos que vigilan su cumplimiento.
Existe, no obstante, un criminal diferente, uno cuyos actos, aun contrarios a la legalidad, no pueden ser perseguidos. Esta figura, más que en la penumbra, actúa a plena luz del día, consuma hechos que en otro contexto serían delictivos, a veces de una magnitud sobrecogedora, y no hay ley que pueda replicarle pues esta, por ironías de su naturaleza, se pone de su lado. Es la imagen del impune, y no tanto la del delincuente común, la que quizá nos acerque a los misterios del orden y la autoridad.
El impune es aquella figura que actúa en un espacio donde ciertas leyes han sido suspendidas
El impune, veremos, es aquella figura que actúa en un espacio donde ciertas leyes han sido suspendidas. Y a diferencia de otro tipo de criminales, incluso si suplica recibir castigo, no podrá obtenerlo, pues sus actos son constitutivos para el propio régimen bajo el que opera.
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Claude Eatherly, un joven piloto tejano, apenas sospechaba cuando sobrevoló Hiroshima la mañana del 6 de agosto de 1945 que el olimpo de los héroes de guerra estaba a punto de abrírsele. Al volver a Estados Unidos, él y sus compañeros fueron recibidos con guirnaldas y rubias modelos. Se trataba nada menos que de los victory boys, artífices del golpe de gracia que doblegó al enemigo nipón. Dos ciudades arrasadas y 200.000 muertos, según los cálculos más conservadores.
Pero Eatherly, que ni siquiera fue quien soltó la bomba nuclear, sino que comprobó las condiciones climáticas y dio el OK al piloto encargado, no fue capaz de sonreír en las fotos. A diferencia de sus colegas de misión, Eatherly quiso diluirse en la América de posguerra y perseguir eso que llaman una vida normal. Se casó, trabajó jornadas extenuantes en una explotación petrolera, compró una casa. Pero el insomnio crónico le llevaba una y otra vez al encuentro con sus monstruos. Rostros agonizantes, llamas, gritos desesperados. Aquella mañana de agosto, también en él, algo había muerto.
En una habitación de hotel en Nueva Orleans, Claude Eatherly trató de suicidarse mediante una sobredosis de pastillas para dormir. Le encontraron a tiempo y le salvaron la vida. A partir de entonces, buscó atraer su castigo. Se dedicó a cometer pequeños crímenes, falsificó cheques, atracó una tienda y se olvidó el botín sobre el mostrador. Eatherly no quería otra cosa que recibir una pena, le atormentaba que un crimen tan atroz como el suyo quedara impune, sin más. Por ello, a falta de otra condena, quiso pasar por delincuente común esperando que así le culparan. Esos actos, al menos, eran indudablemente ilícitos.
Pero ni siquiera. El jurado le declaró mentalmente enfermo. El psiquiatra encargado del informe sentenció: “Un obvio caso de trastorno de la personalidad. Paciente sin sentido de la realidad. Trastorno de ansiedad, tensión mental, respuestas emocionales embotadas, alucinaciones”. Le encerraron en un centro psiquiátrico de máxima seguridad. Él, a solas con su tormento, a solas con su culpa.
Eatherly no quería otra cosa que recibir una pena, le atormentaba que un crimen tan atroz quedara impune
Durante el encierro, el filósofo exiliado alemán Günther Anders supo de su caso y le regaló a Eatherly las palabras que necesitaba oír, las que nadie era capaz de decirle. Le escribió una carta en la que afirmaba que, efectivamente, su crimen había sido monstruoso, de tal envergadura que ni siquiera podemos imaginarlo. Pero que él no está enfermo, al contrario, enfermos están los demás, que han perdido por completo la capacidad moral. Le dijo que él era culpable, sí, pero culpable como una tuerca en una máquina de guerra. Que esa tuerca, afortunadamente, permanecía lúcida y que juntos debían luchar contra la carrera armamentística que llenaba el mundo de bombas nucleares.
Se hicieron grandes amigos a través de la pluma. Eatherly escribió: “Lo cierto es que la sociedad no puede aceptar mi culpabilidad sin, al mismo tiempo, reconocer su mucho más profunda culpa”.
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Según la famosa definición de Carl Schmitt, acuñada en la primera frase de su Teología Política, “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”. Lo interesante de esta definición es que nos dice que el soberano se sitúa más allá de la ley y actúa, sin la intermediación de normas, directamente sobre la realidad. El soberano es quien, por así decirlo, crea y guarda el marco, la normalidad, las condiciones donde la ley se aplica.
Esto nos lo revela la decisión a la que la máxima alude. Decisión en un doble sentido. El soberano decide qué situación es excepcional, es decir, determina el límite de la legalidad, ahí donde la ley pierde su sentido. Y, segundo, el soberano decide qué hacer con esa situación, qué medidas han de tomarse para establecer una nueva normalidad. (Aquellos meses de confinamiento y control, en que debido a la amenaza de un virus, se suspendieron derechos que hasta entonces habíamos dado por sentados, ilustran el mecanismo que expone Schmitt).
El soberano es quien crea y guarda el marco, la normalidad, las condiciones donde la ley se aplica
Eatherly no fue quien decidió soltar aquella bomba y arrasar la ciudad de Hiroshima. No era él, en el sentido estricto, el soberano capaz de tomar una decisión de tal envergadura. La decisión que posibilitó que, aunque bajo todos los códigos vigentes esté prohibido asesinar-de-un-plumazo-a-100.000-civiles, eso se permitiera. La decisión la tomó otro, seguramente un tal Truman, pero Eatherly y sus compañeros la ejecutaron y, por ello, se encontraron en el espacio de excepción que aquella decisión había creado.
Y lo cierto es que aquellos aviadores no están solos. Los guardias civiles que disparan balas de goma contra las personas que intentan alcanzar a nado la playa de Ceuta. O los que aporrean a quienes, heridos por alambre de espino, descienden del vallado. Ellos también operan en un espacio de excepción. O los que se ocuparon de las torturas sistemáticas en los cuarteles de Euskadi. También los militares de la OTAN que mandaban drones para arrasar aldeas enteras porque sospechaban que, entre las familias de cabreros y campesinos, se pudiera ocultar algún talibán.
O si se quiere, a otra escala, aquellos que por su posición de autoridad y privilegio abusan de su entorno. Figuras tipo Harvey Weinstein, Silvio Berlusconi o el protagonista de American Psycho, capaces de ir cuan lejos se les antoje en sus crímenes, pues ellos son la cúspide que mantiene un orden entero y no se les puede castigar sin, a la vez, disolver ese orden. También ellos operan en un espacio de excepción. El que crea la lealtad y el entretejido de intereses.
La paradoja de Eatherly es que, después de haber actuado más allá de las leyes en las que él, como cristiano y como ciudadano, más firmemente creía, se declaró culpable. Pero la culpabilidad, en el sentido jurídico, no es algo que uno mismo se pueda colgar. Debe haber una comunidad legal que imponga esa culpa. Y el problema es que la comunidad a la que él pertenecía no podía culparle sin, a la vez, culparse a sí misma, pues aquel crimen suyo no era un crimen más, sino uno de los tantos actos que constituyen la propia existencia de Estados Unidos, como nación y, sobre todo, como realidad legal.
Igualmente, incluso si se llegaran a realizar juicios sobre torturas u homicidios en las fronteras, es prácticamente inimaginable que ningún guardia civil fuera condenado. Pues esa sentencia supondría la condena no de ese individuo, sino, ante todo, del propio régimen que le está juzgando.
Lo que sí debemos reconocer es que Eatherly, a diferencia de tantos otros, conservó esa capacidad, tan humana y tan frágil, que es la ética. Así él se nos revela como el opuesto de Adolf Eichmann, aquel burócrata nazi que se ocupó de enviar a cientos de miles de judíos a su exterminio y que, tras ser secuestrado en Argentina por una misión israelí y procesado en un juicio-espectáculo en Jerusalén, se declaró inocente. Inocente, decía, porque él solo había cumplido con su trabajo. Se le podría acusar, en todo caso, de ser un funcionario demasiado diligente. Hannah Arendt, que siguió de cerca el proceso y escribió un libro mordaz contra todas las partes, acuñó el término ‘banalidad del mal’. “Los más grandes criminales pueden ser simples trabajadores cumpliendo con su cometido”, afirmó Arendt.
Pero alabar la lucidez de Eatherly sería, en realidad, individualizar el suceso de tal modo que nos impida ver lo realmente revelador del caso. En realidad, tienen razón esos policías, militares, managers o quienes sean que esgrimen aquello de “es que si no lo hago yo, lo hará otro”. Esto, ciertamente, no les resta un ápice de culpa, pues ellos, como ejecutores, tienen la capacidad de suspender una orden. Pero el problema real no es, tan solo, el de un individuo éticamente obnubilado, sino el de un poder y una ley que se constituyen mediante el impune ejercicio de la violencia.
El malhechor que, brutal o cauteloso, opera a espaldas de la ley es posiblemente la figura que acuda a nuestra mente si pensamos en un criminal. Esta persona transgrede normas, seguramente a partir de una motivación privada, y asume el riesgo de ser sorprendido y apresado por aquellos que vigilan su...
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