Imaginación
La canción de Lorentz: transición energética y hegemonía cultural
Es como poco torpe seguir apelando a la verdad material de los límites ecosociales como factor de movilización ciudadana
Jaime Vindel 28/03/2023
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En 1938, el cineasta Pare Lorentz filmó un mediometraje titulado The river, en alusión al río Misisipi. La cinta establecía un paralelismo entre el curso fluvial y la historia de Estados Unidos. Con un tono rapsódico, la película se iniciaba con unas imágenes sobre el origen de la corriente en las Montañas Rocosas. Inmediatamente a continuación, el documental enumeraba las naciones nativas que habían habitado la ribera del río y relataba episodios como la explotación de la mano de obra esclava en las plantaciones de algodón. Sin embargo, el principal interés del filme reside en el modo en que aborda desde una perspectiva ecológica la expansión hacia el Oeste de Estados Unidos. La modernización del país, fuertemente vinculada al colonialismo de frontera, tuvo un coste muy elevado con la deforestación de áreas inmensas y la consecuente degradación de la capa superficial de los suelos, una de las causas de acontecimientos tan dramáticos como las tormentas de arena que azotaron las Grandes llanuras a principios de los años treinta. Las Dust Bowls provocaron miles de muertes, terribles hambrunas y procesos de migración interna que alimentaron producciones culturales de la época como la fotografía social de Dorothea Lange, la prosa de John Steinbeck (y la traslación cinematográfica de John Ford) y la canción folk de Woody Guthrie (afectado directamente por las Dust Bowls).
Frente a ese presagio del colapso socioecológico, el último tramo de la película de Lorentz dibujaba un futuro más esperanzado. La narración se centraba entonces en la Tennessee Valley Authority (TVA), una de las grandes obras hidráulicas realizadas en la cuenca del Misisipi por la Farm Security Administration, agencia federal del gobierno del New Deal. La TVA construyó un sistema de represas destinado a asegurar la producción de energía limpia, la canalización del agua para los cultivos de regadío y la regulación del cauce del río. La película, en la que la energía hidroeléctrica aparecía contrapuesta al carácter infernal y la contaminación derivadas de la extracción y la quema del carbón, respaldaba a la administración Roosevelt en la pugna que mantenía con las grandes corporaciones del negocio fósil. Estas impulsaron una serie de pleitos contra la TVA, en la que identificaban la competencia desleal de los poderes públicos, que perjudicaba seriamente sus intereses privados.
Esta intervención promovía una regeneración del medio rural en la que abundaría otro documental inmediatamente posterior de Joris Ivens. Titulado Power and the Land (1940), se centraba en una familia de granjeros, los Parkinson, que veían transformadas sus tareas cotidianas por la llegada de la electricidad. El entusiasmo por la electrificación del campo contenía elementos ideológicos cuestionables. El que salta más a la vista es el modo en que la moral puritana de la familia granjera, contrapuesta a la desinhibición de la vida urbana, mantenía intactas las estructuras del patriarcado, así como la división sexual del trabajo. La electricidad facilitaba, a través de la instalación de los electrodomésticos, las tareas del día a día, pero no alteraba los roles de género tradicionales. Las mujeres permanecían confinadas en el hogar, mientras los granjeros realizaban las tareas agropecuarias y monopolizaban la deliberación política en las asambleas de propietarios. Esto se torna especialmente evidente en una de las secuencias de la película de Ivens, donde los delegados del gobierno se reúnen con los granjeros para explicarles las condiciones ventajosas de los préstamos del gobierno federal que les permitirían realizar las adaptaciones necesarias para la electrificación de sus instalaciones. Una de las imágenes más potentes de la película es aquella en la que la voz en off subraya la elevación de un poste eléctrico hacia los cielos como el nuevo “árbol de la libertad”.
Las contradicciones geopolíticas y ecológicas de los imaginarios energéticos del New Deal eran múltiples
Esta idealización de la figura del granjero recuperaba unos ideales políticos, los de la democracia directa vinculada a la pequeña propiedad y recelosa del gobierno federal de la nación, que paradójicamente acompañaban a unos planes energéticos (los del New Deal), caracterizados por una fuerte recentralización de las competencias. Se trataba de una operación hegemónica de alto voltaje. La administración Roosevelt perseguía ganar la adhesión electoral de franjas del territorio y grupos sociales tradicionalmente renuentes al voto demócrata. En este sentido, las películas eran tan relevantes por lo que mostraban como por lo que ocultaban. La clase obrera, que en realidad era el principal apoyo social del New Deal (pero que amenazaba también con desbordar el proceso en clave revolucionaria), apenas aparece en estas películas. Y eso que la TVA constituye desde entonces uno de las empresas públicas con mayor filiación sindical de todo Estados Unidos, hasta el punto de que recientemente Bernie Sanders planteó la posibilidad de retomar ese modelo como prototipo para imaginar una transición energética que aglutinara los intereses (y la fuerza política) del mundo del trabajo con un horizonte post-fosilista (en este caso, basado en el recurso a las energías renovables). De cualquier forma, es algo que no debería extrañarnos. El obsesivo solipsismo de la izquierda nos impide percatarnos de algo evidente: la hegemonía cultural también se construye atrayendo a aquellos sectores que no están convencidos de los proyectos por los que uno desea apostar.
Las contradicciones geopolíticas y ecológicas de los imaginarios energéticos del New Deal eran múltiples. Por una parte, en paralelo al desafío a las corporaciones fósiles en territorio nacional, el Departamento de Estado presionó extramuros contra la decisión del gobierno de Lázaro Cárdenas de nacionalizar los pozos petrolíferos mexicanos (1938), respaldando la campaña de boicot de la Standard Oil. Por otra, en el plano ecologista The river trazaba una percepción distorsionada de las potencialidades de la electricidad como sustituta de los combustibles fósiles. Los flujos de electricidad procedentes de las centrales hidroeléctricas, supuestamente acordes con la armonía del paisaje norteamericano, eran en realidad completados por otros menos limpios como los generados por las plantas térmicas. Esto nos recuerda a las voces que actualmente recalcan las “ilusiones de las renovables”, que no contemplarían ni la dependencia que sus infraestructuras mantienen con los combustibles fósiles (imprescindibles para su construcción, mantenimiento y desmontaje), ni los efectos socioecológicos asociados a la intensificación del extractivismo de los minerales y las tierras raras requeridos por las placas fotovoltaicas o los aerogeneradores.
Aunque la transición energética debe estar sometida a un escrutinio crítico y democrático, estas posiciones parten con frecuencia de un presupuesto controvertido, según el cual la creación de una hegemonía ecologista tiene que ver ante todo con decir la verdad. En mi opinión, es un error. Lo que nos muestran las películas de Lorentz e Ivens es que la hegemonía tiene mucho más que ver con las imágenes (y, más ampliamente, con la creación de imaginarios) que con la verdad. Que solo a través de la capacidad que las imágenes albergan para interpelar a la experiencia social trazando nuevas cosmovisiones compartidas es posible una activación política que vaya más allá de la mera conciencia. Es absolutamente ingenuo pensar que los imaginarios para la transición ecosocial pueden elaborarse como una traducción de los informes del IPCC o de la IAE. Stuart Hall destacó en los años ochenta que la derecha se había apropiado de esa relación hegemónica entre las imágenes y el deseo, anteriormente explorada por los proyectos emancipadores de la izquierda. Sin duda que nuestro margen actual para elaborar una cultura común que ignore los límites biofísicos del planeta son menores que en épocas pasadas, pero imaginación y verdad son dos reinos no coincidentes de lo humano. Es como poco torpe seguir apelando a la verdad material de los límites ecosociales como factor de movilización ciudadana, cuando hace ya demasiado tiempo que llegamos a la conclusión de que la verdad material de la clase (las relaciones de explotación y dominación que esta sufre) no asegura su proyección política. Del mismo modo que la derecha ha sabido encauzar los malestares sociales contemporáneos en una dirección que blinda y reproduce los intereses de las elites, la apelación a la magnitud de la crisis socioambiental puede fomentar nuevas formas del hedonismo consumista de masas, en lugar de impulsar una cultura ecologista popular.
La verdad material de la clase no asegura su proyección política
Las películas de Lorentz e Ivens nos revelan, por otra parte, que la hegemonía no consiste tanto en hallar una identidad esencial de las clases populares, como en articular culturalmente toda una serie de diferencias que atraviesan lo social. La no coincidencia entre imaginación y verdad es de hecho la fractura por la que la cultura irrumpe en la disputa política. Se trata, sin embargo, de un territorio apenas explorado por los discursos ecologistas de nuestro contexto. Creo que, en parte, se debe a la ajenidad existente entre la teoría cultural, más atenta a pensar la politización de los malestares psicosociales (aunque habitualmente perezosa a la hora de considerar los diagnósticos medioambientales), y el pensamiento ecologista, demasiado dependiente de una racionalidad abstracta que demanda autocontención sin valorar suficientemente las condiciones materiales de vida de las mayorías sociales. Es conveniente que las prácticas artísticas con proyección ecosocial integren ambas dimensiones, y que lo hagan oscilando desde lo que Raymond Williams denominó las “alianzas negativas” a una visión más afirmativa de la transición. Resulta significativo, en ese sentido, que el gesto más celebrado durante las últimas semanas en ciertos foros ecologistas haya sido la declaración de Rodrigo Sorogoyen en la gala de los Goya, donde el director de As Bestas se solidarizó con las resistencias que se están produciendo en diversos territorios españoles en torno a la consigna del “renovables sí, pero no así”.
En contraste con esa posición, se hace urgente contar con narrativas ecosociales que se atrevan a emular un modelo como el propuesto por la película de Lorentz. Y que lo hagan desterrando la mala imagen que la postmodernidad y el neoliberalismo han extendido sobre el viejo concepto de propaganda. Los recelos manifestados por diversos productores culturales a la hora de asociar su trabajo con los poderes públicos son comprensibles, pero en ocasiones representan tan solo una estratagema para preservar una supuesta autonomía creativa sometida en la práctica a las implacables leyes del mercado. Es probablemente tan ingenuo sugerir que el Ministerio para la Transición Ecológica cree una sección de producción cultural como la que acompañó a las agencias del New Deal, como que los artistas reconsideren su estatuto creativo en tiempos de urgencia ecosocial. La película de Lorentz abrevaba de un caudal histórico en el que la producción artística y la lucha por el poder político no estaban escindidas. Nos recuerda que, si deseamos sumergirnos en los torrentes, meandros y remansos de la hegemonía cultural, debemos valorar las contradicciones y riesgos, pero también las potencialidades implicadas por la construcción de imaginarios que aspiren de veras a la transformación social.
En 1938, el cineasta Pare Lorentz filmó un mediometraje titulado The river, en alusión al río Misisipi. La cinta establecía un paralelismo entre el curso fluvial y la historia de Estados Unidos. Con un tono rapsódico, la película se iniciaba con unas imágenes sobre el origen de la corriente en las...
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