EL SALÓN ELÉCTRICO
¿Día del Libro? Me gustó más la película
En la ficción no existe la traición. Solo lean, vean y disfruten
Pilar Ruiz 23/04/2023
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Primavera, temporada literaria. El 23 de abril es el Día Internacional del Libro proclamado por la Unesco en 1988, una fecha falsamente coincidente con la de la muerte de Shakespeare y Cervantes. También jornada que reconoce los derechos de autor (suicidio de Emilio Salgari mediante) y de celebraciones, como la lectura continuada del Quijote en las instituciones culturales. Esta que escribe recordará toda la vida una madrugada en el Cervantes de la romana piazza Navona en la que, azares del destino, le tocó leer su párrafo favorito: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que los cielos hicieron a los hombres…”. Si don Miguel escuchara lo que dicen hoy de la libertad, enviaba a más de una a los baños de Argel. Pasemos página. ¿Cuál es el último libro que han leído? Y lo que es más importante para este artículo, ¿tiene adaptación al cine o a la tele? ¿Les gustó más el libro o la película? Como el libro, nada, dicen los acérrimos defensores de la letra escrita. Para los que no leen, dicen, está el recurso del Rincón del Vago, es decir, las adaptaciones en película o más fácil todavía, en una serie. Sobre todo para esos tochazos decimonónicos que nadie lee ya y que encajan muy bien en el formato de serie televisiva, porque muchos de ellos se publicaron por entregas en la prensa de la época. Aquellos bisabuelitos se inventaron la estructura narrativa, puntos de giro y cliffhangers que tantos éxitos cosechan hoy día. Incluso producían en plan industrial, como Alejandro Dumas y sus guionistas-escritores “negros”, es decir, no acreditados. Prueba de ello es que se le adapta sin cesar: acaban de estrenar otra versión de Los tres mosqueteros (Bourboulon, 2023) y van…
Alejandro Dumas: abónate a su plataforma.
El sector minoritario, pero ruidoso, de gourmets literarios o fanes irredentos jamás de los jamases admitirán que una película es mejor que el libro que la inspiró. Reconocemos aquí que las grandes obras literarias no se dejan adaptar con facilidad y suelen quedarse en la cáscara, de Dostoievski a Faulkner –citando a José Luis Cuerda–. El cine sale mucho más favorecido cuando elige obras de las llamadas menores, resultonas o directamente malas como Psicosis (Bloch, 1959) o Tiburón (Benchley, 1974), que en manos de Hitchcock y Spielberg se convierten en historia del cine. Por cierto que Tiburón –la película– es puro género policíaco de la rama asesino en serie, y también enorme adaptación –posiblemente involuntaria– de Moby Dick, teniendo en cuenta la inmensidad inabarcable del libro de Melville. Cosas que pasan en el cine, donde hay una regla primordial para adaptar cualquier obra y esta es que una buena película nunca es fiel a la letra del material narrativo. El maestro José Luis Borau lo explicaba así a sus alumnos de guion: “Lo peor que le puede ocurrir a una adaptación es que sea una ilustración de palabras, un cromo sin alma propia. La imagen tiene sus propias normas y códigos que van más allá del texto literario”. Pues eso, que la traición es lo mejor que le puede ocurrir a una obra adaptada, porque el talento y la visión de los creadores nada tiene que ver con la fidelidad, concepto judeo-cristiano bastardo en cuestiones artísticas y pariente cercano del filisteísmo.
Sí: era Ahab.
Malas novelas, incluso infumables, han sido convertidas en éxitos gracias a la varita mágica del cine. Y luego está Ben-Hur (Wyler, 1959). Todas las primaveras machadianas, alguna pluma canallita publica que el guion esconde una historia de amor homosexual para que se monte la de Dios es Cristo y centenares de indignados procesionen, no con cirios ni tallas, sino con denuestos contra la malvada agenda feminocomunistoelegetebé. A pesar de que Gore Vidal ratificara el asunto hace años en El celuloide oculto (Epstein, Friedman, 1995) y resulte evidente para cualquier cinéfilo que había que darle un poco de salero gay al ladrillo infumable del general Wallace –aquí una que se lo leyó–. Pero da igual cuántas veces se cuente la verdad, el Ben-Hur de Wyler siempre será, solo y exclusivamente, una gran película.
El cine es un espejo que puede distorsionar el reflejo de una obra hasta dejarla casi irreconocible, pero en la que sigue latiendo el aliento original, como ocurre en la versión de la versión que es Rebecca de Hitchcock o de Daphne Du Maurier o de Charlotte Bronte, y la misma obra maestra al fondo: Jane Eyre (1847). Y ahí tienen El nombre de la rosa (1980): la película de Annaud no es fiel al precioso y cultísimo ensayo encubierto –libros dentro de libros– de Umberto Eco, sino un estupendo policíaco, también dentro de este Sherlock medieval, escrito por cinco guionistas, incluyendo al director. Entonces, qué es mejor: ¿el libro o la película? Autores distintos, obras distintas que seducen de forma diferente.
Eco de novela y eco de película.
¿Más ejemplos? Las adaptaciones de Lo que el viento se llevó (Mitchell, 1936), L.A. Confidential (Ellroy, 1990) o Extraños en un tren (Highsmith, 1950) se convirtieron en grandes películas de sus respectivos géneros, muy por encima de las novelas que adaptan. Claro que hay excepciones de enormidades literarias convertidas en cine del bueno, como Dublineses de Huston o El Gatopardo de Visconti, geniales directores capaces de elevar obras maestras. A su manera, por supuesto. Coppola también lo borda en el Drácula, de Bram Stoker y El corazón de las tinieblas de Conrad (1899) con un Apocalypse Now en Vietnam, no en el Congo. También traiciona a mansalva el cineasta Mikhalkov en Ojos negros (1987), la mejor adaptación de relatos del escurridizo Chejov, alma rusa con la cara de Marcello Mastroianni. Y hablando de Chejov: si hay algo que suele ser puro veneno para la pantalla, es el teatro, por mucho que se empeñen los británicos. Tenía que venir un americano para darles sopas con onda y firmar la más emocionante y libérrima adaptación de Shakespeare: Campanadas a medianoche (1965), en la que Orson Welles interpreta, dirige y entrelaza libremente los Enriques, Comadres y Ricardos del bardo genial, rodando en España con equipo español; entre muchos otros, el querido maestro Jorge Herrero, responsable de la cámara en mano de la famosa batalla mil veces copiada en el cine posterior.
Para españolísima, Fortunata y Jacinta, obra cumbre de nuestra novela “gorda” y una muy buena adaptación televisiva con tal fidelidad al material original que a esta fan de Galdós estremece. Porque Camus, que no cambió una sola coma a ninguno de los diálogos del canario, consigue cine del bueno gracias a su talento como director y a un portentoso reparto. Y la obra –madre de todas las obras– mencionada al comienzo fue adaptada a serie en 1992: El Quijote de Gutiérrez Aragón luce puro espíritu cervantino. Alumno de Borau en la EOC y coguionista de Furtivos (1975), conoce bien las reglas del juego de un guion en el que el Nobel Cela ni pincha ni corta por mucho que aparezca en créditos.
Aquí viene a cuento el espinoso asunto de los guionistas, ghost writers frente a las vacas sagradas literarias. Estos eximios rumiantes no tienen por qué conocer –aunque estén convencidos de ello– las claves del lenguaje cinematográfico; de hecho, las más de las veces, lo ignoran todo del cine. En Hollywood son clamorosas las anécdotas con Billy Wilder –guionista antes que fraile–, Hitchcock o Howard Hawks choteándose de estos nombres sacrosantos, incluso sacándolos a patadas de un plató. Más polémica: las temporadas finales de Juego de Tronos –desarrollo original de tocho inacabado– están mucho mejor escritas que las iniciales, por mucho que se desgañiten los insufribles fanes y los nostálgicos del maniqueísmo de, por ejemplo, El señor de los anillos. Un tal David Benioff es mejor escritor y guionista que George R. R. Martin, dicho esto con absoluta rotundidad. Si dudan, lean su novelón Ciudad de ladrones (2008) o vean la adaptación de su novela The 25th hour (2002) firmada por el propio autor, una de las mejores películas de Spike Lee: La última noche (2002). Otro nivel.
La inmensa mayoría de escritores adaptados, después de hacer caja con la venta de los derechos de su obra, se quejan amargamente de lo mucho que el audiovisual ha maltratado SU (mayúscula) obra. Bueno, pues no tienen razón. En el momento en que el cine puso sus sucias manos sobre ellas, dejaron de pertenecerles. Su firma en el contrato diabólico certifica que se desprendieron de ella para que se convirtiera en la obra de otros. Del talento o torpeza de esos otros saldrá una obra nueva, buena, mala o regular. No tienen razón ni siquiera Anthony Burgess, Stephen King o Alan Moore, santones de la queja –y de hacer caja–. Por mucho que refunfuñen, La naranja mecánica, El resplandor y V de vendetta son buenas películas. Traicioneras, por supuesto. De todo esto se colige que no existe la obligación de elegir entre libro y película. En la ficción no existe la traición. Solo lean, vean, disfruten. Feliz día.
Primavera, temporada literaria. El 23 de abril es el Día Internacional del Libro proclamado por la Unesco en 1988, una fecha falsamente coincidente con la de la muerte de Shakespeare y Cervantes. También jornada que reconoce los derechos de autor (suicidio de Emilio Salgari mediante) y de celebraciones, como la...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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