El abanico del mandarín
Las dos muertes de Martin Amis
La misma crítica que se encargó de extender el certificado de defunción de Amis tras la publicación de 'Perro callejero' se ha apresurado estos días a desembalsamarlo para volver a darle sepultura, esta vez con honores
Íñigo Lomana 4/06/2023
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Aunque una multitud lo intenta cada tarde / con ofrendas florales propiciatorias, vanas y superfluas, / nada detiene la caída de la noche.
Philip Larkin, El edificio
La carrera de Martin Amis constituye una interesante anomalía en la historia de las letras británicas. Ser el hijo de un novelista famoso no le impidió labrarse una carrera sólida, superior en muchos aspectos a la de su padre, y sufrir una larga y profunda crisis literaria en la madurez no dañó el derecho que su descomunal talento le había otorgado para figurar entre los tres o cuatro grandes narradores ingleses de la segunda mitad del siglo XX. El prestigio de Amis se sostiene sobre siete obras de ficción escritas entre 1974, año en que recibió el Premio Somerset Maugham por El libro de Rachel, y 1995, fecha en que publicó su última novela solvente: La información. En esa época de éxito fulgurante y anticipos millonarios, escribió tres libros fundamentales para entender la literatura inglesa de la década de los ochenta: Dinero (1984), Campos de Londres (1989) y La flecha del tiempo (1991). Después, sin embargo, entró en una imparable espiral de decrepitud narrativa de la que sólo emergió recurriendo al material más barato de la literatura: el yo. Experiencia (2000) y Desde dentro (2020) son dos chispazos autobiográficos crepusculares, a ratos indigestamente digresivos, a ratos conmovedoramente confesionales, muy alejados en todo caso del registro cómico, casi bufonesco, en que la prosa de Amis se movía a sus anchas. Con todo, la última de esas obras –que ya se presentó ante los lectores como una suerte de despedida o testamento literario– ha adoptado tras el fallecimiento del novelista el tono íntimo y sobrecogedor de una reflexión premonitoria sobre la propia muerte.
Sus mejores ficciones son estudios minuciosos de lo grotesco en las que todo comentario social está siempre moldeado por el sarcasmo; sus personajes son granujas trágicos, chulos siniestros con barriga y lamparones de fish and chips en la pechera, criaturas incapaces de elevarse por encima de las peripecias que protagonizan para convertirse en tipos, en encarnaciones simbólicas o en portavoces de grupos y colectivos; sus narradores carecen de piedad o, mejor, prefieren ejercer la compasión mediante el zarpazo cruel de la sátira, de un cinismo en cuya superficie a menudo se reflejan los fogonazos de una ternura lúgubre. La suya es, pues, una literatura de otro tiempo, acompasada a los ritmos y las vibraciones del siglo pasado, poco atenta a las sutilezas de la hiperestesia identitaria; una literatura que tomó el relevo de la contrarrevolución estética larkiniana y se sirvió de la carcajada macabra para enfrentarse a los rigores del vanguardismo: a la hegemonía del poeta ilegible y tostón. Y, como era de esperar, el siglo XXI –ese bebé ojeroso aquejado de manía persecutoria– la recibió con el ceño fruncido, las mejillas arreboladas de ira y los puñitos rechonchos muy apretados. Es evidente que el péndulo de las modas literarias ha dado la espalda a la narrativa amisiana, pero tarde o temprano volverá a sobrevolar el reino de John Self y Keith Talent; de Richard Tull y Terry Service.
El vínculo que estableció con las élites culturales del blairismo alteró su visión social y erosionó su imagen pública
Pese a ser un novelista –el más dotado de una generación en la que ni Julian Barnes, con su meticulosa perseverancia, ni Ian McEwan, con sus marrullerías de narrador sonado, han conseguido hacerle sombra–, la no ficción fue el territorio creativo en que Amis expuso con más claridad las virtudes de su prosa: el apunte mordaz, el latigazo de puro ingenio verbal, la síntesis caricaturesca, la erudición irreverente. Los textos que componen El infierno imbécil (1986) –una compilación que en España apareció por primera vez con el elocuente título de El infierno americano– o Visitando a Mrs. Nabokov (1993) constituyen un monumento esplendoroso a la sagacidad, la perspicacia y el buen juicio, y las críticas literarias que Amis publicó cuando apenas tenía treinta años, posteriormente recogidas en el volumen La guerra contra el cliché (2001), son un compendio único de vandalismo cultural, sensibilidad e inteligencia.
Pero la no ficción es esencial para entender la evolución de Amis por otro motivo importante: nos ofrece la oportunidad de observar, con un detalle inquietante, la curva del declive que experimentó su obra y las causas que lo provocaron. A medida que el lector se adentra en esos textos y va viendo cómo Amis envejece, cómo se decantan sus afinidades literarias, resulta imposible no plantearse la siguiente pregunta: ¿cómo puede ser que sus reseñas sobre Saul Bellow, el autor al que más admiraba, sean tan cargantes? ¿Cómo puede ser que al tratar de la literatura que consideraba más inspiradora, su prosa se vea lastrada de una forma tan insoportable? En la respuesta a esa pregunta se encuentra una de las claves para comprender su derrumbe: cuando el autor se alejó de los modelos cómicos de la ficción británica y se obsesionó con convertirse en un escritor judeoamericano, algo que no era ni pudo ser jamás, su narrativa se resintió y sobre su escritura, hasta entonces juguetona, elástica y chispeante, se formó una verruga de solemnidad gigantesca y peluda.
No es esa, desde luego, la única razón de la decadencia amisiana. Los atentados contra las Torres Gemelas trastocaron su brújula moral y lo convirtieron en un cruzado bocazas; el dinero y la fama lo separaron del que había sido su hábitat ficcional y su fuente de inspiración –el pub mugriento, la mezquindad mohosa de las calles de Londres, el apartamento enmoquetado del camorrista, la oficina churretosa del pillo de extrarradio–; el vínculo que estableció con las élites culturales del blairismo alteró su visión social y erosionó su imagen pública; la convicción de que Estados Unidos es un paraíso igualitario porque carece de nobleza lo llevó a defender un atlantismo demente y a alejarse aún más de esa Inglaterra urbana en la que se hundían sus raíces emocionales y artísticas, y la obcecación por convertirse en un historiador del mal, en un pensador, deformó su estilo hasta volverlo irreconocible. En definitiva, Martin Amis incurrió en el vicio más antiguo del escritor: se encerró en el asfixiante laberinto de espejos de la literatura y no dejó que en su obra entrase un solo soplo de vida.
En un artículo muy agudo y generoso publicado el pasado 22 de mayo por el Financial Times, el crítico Christian Lorentzen establecía un interesante paralelismo entre la trayectoria de Martin Amis y la de Norman Mailer. No sé si es posible defender ese símil atendiendo a criterios estrictamente narrativos, pero a juzgar por las palabras dolorosamente proféticas que el propio Amis dedicó a Mailer en 1981, hemos de reconocer que en la intuición de Lorentzen hay algo valioso:
El éxito temprano no dañará a un escritor si tiene la fortaleza, o el cinismo, de no creer en él. Pero Norman lo absorbió con avidez […].
No resulta fácil adivinar la clase de libertad de la que Mailer disfrutó súbitamente. […] Tenía a toda América para jugar con ella. Halagado y agasajado […] se dio la gran vida […]. El único problema era que no le quedaba nada sobre lo que escribir […].
Lo cierto es que, en el viaje del éxito, Mailer había caído presa de la enfermedad mortal del novelista: las ideas. […] Había comenzado su esclavitud al chamanismo de pacotilla.
El dinero y la fama lo separaron del que había sido su hábitat ficcional y su fuente de inspiración
¿Por qué al Amis de La viuda embarazada (2010) o de Lionel Asbo (2012) le resultaba tan difícil ver lo que el Amis de treinta y dos años le había advertido tanto tiempo antes? Supongo que todos estamos obligados a creer que nuestro ocaso es solo un traspiés, una mala racha, y que en la próxima partida nos repartirán unas cartas mejores. De lo contrario, nos pasaríamos la vida entera gritando.
La misma crítica que se encargó de extender el certificado de defunción de Amis tras la publicación de Perro callejero en 2003 se ha apresurado estos días a desembalsamarlo para volver a darle sepultura, esta vez con honores: fue justo el reproche de entonces y es justo también el homenaje de ahora. Pronto llegará al mostrador del charcutero literario lo único que la producción del novelista inglés puede ofrecernos a partir de este momento: la novela sin terminar anotada por el profesor Tobias Tillington de la Universidad de Tulsa, los diarios con un prólogo admonitorio de la poeta escocesa Gormlaith Cruickshank, la correspondencia seleccionada por el catedrático de Literaturas del Cuerpo Bob Balfour, etc. Estoy seguro de que los exégetas encontrarán en ese material buenos motivos para indignarse y someter al autor a un nuevo y desproporcionado escarnio. Lo cierto, sin embargo, es que nada volverá a ser lo mismo sin la mirada de Martin Amis; un artista que, mientras no dejó que la tortuosa conciencia de ser escritor menoscabara su lucidez, puso en pie un mundo literario tan sombrío como estimulante que a muchos nos acompañará para siempre.
Aunque una multitud lo intenta cada tarde / con ofrendas florales propiciatorias, vanas y superfluas, / nada detiene la caída de la noche.
Philip Larkin, El edificio
La carrera de Martin Amis constituye una interesante...
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