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La Gran Purga estalinista se inició en 1936, y no concluyó hasta 1938. Fueron tres años interminables, que se iniciaron con el Gran Proceso de Moscú, una serie de tres juicios a varios miembros del PCUS. Pero la Purga no tardó en descentralizarse, horizontalizarse e, incluso, perder cualquier tipo de límite, orden, decoro y mesura, de manera que se amplió a acciones más sumarias y multitudinarias, que acabaron por dibujar muchas más depuraciones y más salvajes. Se puede hablar, así, de una gran Purga en el Ejército, de otra en el Politburó, de otra en el Komintern y hasta de otra en el exilio, a través, por ejemplo, del canje de comunistas europeos –muchos de ellos, alemanes– refugiados en la URSS, por soviéticos exiliados. Se comprende la brutalidad, incalculable, de la Gran Purga, si intentamos calcularla. No existe la posibilidad de un cálculo razonable, aproximado, pero sí que hay datos oficiales. En 1930, el año previo a la Purga en el que hubo una mayor represión, fueron condenados 208.069 ciudadanos, y ejecutados 20.201, mientras que las condenas en el ínterin 1936-38 se acercaron a los dos millones –1.619.593, fue la cifra oficial; muchos de los condenados morirían, a su vez, en los interrogatorios, en las cárceles, en los gulags–, y las ejecuciones se acercaron al millón –683.410, fue la cifra oficial–. Se trató de una explosión de sangre, poder y represión. Por eso mismo, lo sorprendente es que, para el año siguiente, 1939, y si bien se desconoce, por ausencia de datos oficiales, el número de condenas, se intuye que fue un número en verdad bajo ya que las ejecuciones oficiales descendieron hasta las 2.552 personas. Algo extraño pasó ese año. Más si pensamos que, en ese año, las crónicas y la memoria colectiva soviética hablan de la sensación de alivio en las calles, incluso de libertad. De franca libertad, esa cosa consistente en pasear, ver, leer, decir, escuchar, escribir lo que uno desee. De alguna forma existía la impresión colectiva de disfrutar de una experiencia de libertad nunca recordada antes. Aquel 1939 fue un mensaje. ¿Qué pasó?
Hay muchas explicaciones. Pero esta semana he escuchado a un historiador ruso emitiendo una explicación plausible y nueva. Y que ha roto mi frente. Se trata del peso ético y moral del abuso y de su carácter insoportable. “Tantas acciones injustas producen un cansancio, un agotamiento moral asombroso”, decía. En 1939, según ese punto de vista, Stalin estaba, simplemente, exhausto. Lo que es una buena noticia para nuestra especie: no es normal, sino agotador, extenuante, insostenible, ejercer el mal sobre los otros. Sí, se puede ejercer un mal inaudito, profundo, dilatado, atroz, pero para ello una persona debe velar, continuamente, para que sus subalternos no pierdan un celo y un interés que no es propio de nuestra especie, una especie extraña, que no tarda en sentirse agotada cuando no hace lo correcto. Los periodos consagrados al mal existen, por tanto y como sabemos. Son espectaculares, turbadores, y dejan sin palabras. Pero no son eternos. Porque no lo pueden ser: agotan, consumen, matan también a los que los promueven. Por eso la libertad es el agotamiento de sus contrarios. La libertad es aquello que surge, únicamente, cuando el mal se agota. Ser eso y ese resto, no es anecdótico, sino que sigue siendo algo fabuloso.
Los contrarios a la libertad, que tanto hablan de ella, parece que lo van a ganar todo otra vez, pero después de tantas décadas acercándose a lo que hicieron en pandemia en las residencias –matar; no es fácil decirlo; ni hacerlo; pero hacerlo es agotador–, están agotados. No lo saben, pero su agotamiento es extremo. Es un agotamiento que solo se vio en el siglo XX. Nos es imposible comprenderlo, pero, en breve, cuando menos lo esperemos, caerán al suelo, dormidos. Y la libertad será inaudita.
La Gran Purga estalinista se inició en 1936, y no concluyó hasta 1938. Fueron tres años interminables, que se iniciaron con el Gran Proceso de Moscú, una serie de tres juicios a varios miembros del PCUS. Pero la Purga no tardó en descentralizarse, horizontalizarse e, incluso, perder cualquier tipo de límite,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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