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EVIDENCIAS

Vate ante tarro de cerveza

(Cuatro viñetas inéditas —o no— de pluma del poeta Antonio Cisneros)

Alain-Paul Mallard 16/06/2023

A.-P. M.

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Tras meses de dar largas al asunto, hube, poco antes del verano pasado, de abocarme a poner en marcha cinco o seis añejos discos duros externos, en los que lustros atrás resguardaba, puntual y confiado, mis documentos digitales. Eso de entregarle la memoria de uno a un aparato que entiende sólo en ristras interminables de ceros y unos resultó, a la postre, más un engaño terapéutico que un resguardo real: es hoy laboriosísimo que discos de hace 20 años ‘monten’. Y si consigo que ‘monten’, los programas actuales raramente consiguen descifrar el documento y me devuelven página tras página de revoltura tipográfica que, si a algo se parece, es a los insultos vintage con que se desgañitan los personajes de los cómics.

          No encontré aquello que necesitaba, pero la farragosa pesquisa me permitió rescatar del olvido digital una carpeta de 1999. La intitulada “Picnic”.

          No estarán ustedes para recordarlo pero, dentro de las celebraciones del cambio de milenio, esa falsa frontera temporal que tan inalcanzable pintaba en nuestra infancia —¡el año 2000!—, se organizó en Francia un evento bastante absurdo llamado “L’incroyable pique-nique”. ¿La idea? Convocar un picnic simultáneo que atravesara, longitudinalmente, todo el país a lo largo del meridiano de París. Un kilométrico mantel a cuadros atravesaría cada comuna sobre la línea imaginaria y los franceses departirían de un lado y otro, compartiendo uvas, reblochon, baguettes con terrine, huevos duros, ensalada de pasta, vino rojo (à flots, que le dicen) para, en la concordia, dar bienvenida a la Nueva Era.

          El día en cuestión llovió por toda Francia y el asunto resultó más bien un fiasco. No obstante, los medios de comunicación se ocuparon de que todo ello pareciera festivo, republicano, virtuoso y... real. (Pero no voy a lanzarme en una crítica de fondo; la ocasión me brindó las más insólitas aventuras.)

          Dentro del paquete de volver “real” el evento iba, en cabeza de lista, la necesidad de documentarlo fotográficamente: de editar un libro. La dirección artística de dicho libro fue confiada a mi hermano Michel, quien en plena campaña de despilfarro —eran años de vacas gordas y la “huella de carbono” no se había acuñado aún como concepto— hizo volar a Francia a una treintena de fotógrafos-artistas de mayor o menor renombre, mismos que despachó (simultáneamente; la logística fue de lo más compleja) a cada comuna del meridiano. Y —nepotismo obliga— mi hermano me pidió que me ocupara de la ladera literaria que acompañara al corpus de imágenes: una antología de textos, inéditos, encargados a reputadas plumas que, desde sus sensibilidades exquisitas, se explayarían sobre ese tópico tan francés llamado le déjeuner sur l'herbe. 

          Me volqué en la tarea con ahínco, y sin duda con exceso de entusiasmo. No había tiempo suficiente para pasar por el tamiz de los agentes, así que opté por el trato directo. Hoy resulta curioso: en 1999 los anuarios telefónicos internacionales podían explorarse a través de un sitio llamado the Phonebook of the World, y los escritores, gente del siglo XX, no pensaban demasiado en proteger su privacidad. Así que, novel editor a quien le han soltado la rienda, tomé el teléfono y, henchido de omnipotencia, solicité a varios de mis ídolos. Pude explicar confusamente el proyecto y recibir, de viva voz, elegantes rechazos de nombres para mí sagrados como Julien Gracq o E. L. Doctorow. Dialogué por fax con la esposa de Julian Barnes y con Yoko Ogawa —quien era, en Francia, la sensación del momento—, y trabé una improbable amistad transoceánica con el crítico cultural Marshal Berman. ¿Un crítico cultural? Pues sí, tenía yo en mente un temerario balance de cuentos, memorias, poemas, reflexiones...

          Entre los poetas solicité, but of course, a Charles Simic y, ¡por supuesto!, a Antonio Cisneros.

          Simic presto respondió “it sounds fun” y pidió unos cuatro, cinco meses para ver si se le ocurría algo... Cuando le respondí que no disponíamos de tanto tiempo —¡se avecinaba ya un nuevo milenio!—, replicó que estaba “overcommitted” y que, puesto que no querría hacerme un desaire mal, me obsequiaba gustoso cualquier poema conveniente que hallara yo en sus libros...

          Con Cisneros casi ni siquiera tuve que presentarme: ¡se acordaba de mí!

          (Y aquí me veo obligado, con el perdón de ustedes, a abrir un dilatado paréntesis autorreferencial que aporte un par de indicios del espacio que ocuparon y ocupan, en mi vida, el poeta peruano y su singular poesía. La suya es una presencia viva: esquirlas y retazos más bien coloquiales, saqueados de sus poemas, forman parte —a veces sin que ni mi mujer ni mis hijos estén conscientes de ello— del idiolecto familiar.

          A Cisneros tuve la dicha y fortuna de tratarlo —¡o cuán fugazmente!— durante aquel invierno austral que, en mi postrera adolescencia, pasé en el Perú. ¿Quién tiene la generosidad de matar la noche conversando de libros y de teoría política con un muchachillo mexicano, vago aspirante a literato? A punta de acrobacias mayéuticas Cisneros, envuelto en humo de tabaco, me inventaba como interlocutor. Sacaba libros de las estanterías para esclarecer un punto, renovaba los hielos de mi whisky... Despuntaba ya el día cuando nos subimos a su carro: me llevó a visitar el faro del malecón de Miraflores. ¡Imborrable, ese ebrio recuerdo del centelleante Pacífico recién amanecido! Inabarcable. Del acantilado al horizonte.

          De Antonio Cisneros extraje la estampa misma de lo que para mí debe ser un poeta: magnanimidad y desmesura, cabellos al viento, gran energía vital, humor, una perpetua mueca de ironía en el entrecejo... Y compromiso: en una fiesta en casa de la maravillosa poeta Blanca Varela lo vi enfrentarse a Vargas Llosa, quien media hora antes había hecho su entrada triunfal; purpúreo, Vargas Llosa —estaba por abanderar políticamente a la derecha peruana— hizo un mohín y ordenó secamente a su mujer: “¡Patricia, coge tus cosas! ¡Nos vamos!”. Por supuesto que la fiesta cambió de tono.

          Meses más tarde, haría yo llegar a Cisneros en un sobre manila, desde la ciudad de México, el relato juvenil —una fantasía conjetural sobre César Vallejo y el Ugolino de Carpeaux— en el que, creo, logré el primer atisbo de mi voz. Cisneros lo dio, sin informarme, en el semanario nacional que capitaneaba. Fue mi primer texto publicado.)

          Cerrado el paréntesis, retomemos la hebra donde la dejamos. Sin reticencias ni negociaciones, Antonio Cisneros accedió gustoso a colaborar en el libro. Su correo electrónico prometía “algo fresco e ingenuo” dentro de quince días. ¡Al momento decidí que yo mismo lo vertería al francés!

          El documento Word llegó incluso antes del plazo pactado. Se intitulaba Las pascanas de un poeta cervecero. Dispuse en el escritorio el Petit Robert, el Larousse de traducción, y me puse manos a la obra. Sortee victorioso el arduo “Las” para, nada más llegada la segunda palabra, trabarme. ¿Qué demonios era una “pascana”?

          Ahora que gracias a la red lo tiene uno todo ante las impacientes yemas de los dedos, verifico en un diccionario de americanismos. La definición de pascana va precedida de la abreviación “rur.” —un ruralismo, vaya— y especifica que la palabra se utiliza en regiones de Argentina, Bolivia y Perú para designar una etapa o parada en un viaje (el español lo toma del quechua paskána). Por aquellos ayeres parisinos, en cambio, no tuve de otra que consultar al autor... Su dirección electrónica, cisneluna@terra.com.pe, me maravillaba: el cisne modernista / la enigmática luna / el térreo mundo / mi amado Perú. ¡La de un poeta!

          Cisneros me envió rápidas, impacientes explicaciones —ya comenzaba a sospechar que trataba con un editor poco avezado—.

          Entretanto, el libro fotográfico se había vestido de desmesura. La preventa de ejemplares, no obstante, no pintaba como en las previsiones: las comunas —se suponía iban a abalanzarse a sobre el majestuoso libro y agotar la edición— no hacían precisamente gala de entusiasmo... Desde la Dirección se me hizo saber que había que meter las cosas en cintura: no se escatimaría en la parte fotográfica, pero no habría ya ninguna “magna antología”; dos textos, dos autores —francés y extranjero; mujer y hombre; novel y veterano; no más de X número de signos—. Quedó relativamente claro que la firma importaba solo de modo marginal.

          Tuve pues que ponerme a trabajar dentro de nuevos parámetros, debiendo pasar el amarguísimo trago de escribir a renombrados escritores —los más ya habían enviado su texto—, muerto de vergüenza por haberlos solicitado en vano. 

          Lo de Cisneros, ya en un corte editorial así de escueto, chirriaba. Contrapuestas a lluviosas imágenes de la campiña francesa, sus breves prosas pecaban de exóticas. “Jugar y perder, pagar y callar”, dice el adagio. Y eso hice.

          Curtido hombre de prensa, Cisneros me dio una lección más. Son, me aseguró, cosas que pasan; y siempre —siempre— hay que agradecer que se nos espolee hacia la expresión: nos abre a la aventura de hurgar dentro de nosotros mismos.

          Vagamente confiaba en que alguna invitación lo traería a París y reanudaríamos el diálogo. Nunca se dio. Su muerte de cáncer de pulmón a los 69 años (en octubre del 2012) me llenó de abatimiento, del que la ironía sutil de su poesía me ayudó a salir.

          Bueno, y así fue como el siguiente pack de “frescas e ingenuas” viñetas cisnerianas se quedó, enfriándose digitalmente, durante más de dos décadas. Ahora que casi arranca el verano, destapemos pues una Cusqueña helada (o, en su defecto, la rubia que tengamos más a mano) y brindemos con y por el poeta Cisneros.

LAS PASCANAS DE UN POETA CERVECERO

          Vaso con botella al lado

          El Pacífico del Sur. La arena negra. El vaso está recién servido. Las burbujas, mínimas y veloces, se atropellan contra la superficie donde nace la espuma. La cerveza es dorada y brillante, aunque ese rayo de sol que rebota en el vidrio le da un toque ambarino. El mismo toque de ámbar de la botella abierta.

          Estamos en verano. La cerveza está helada. Se podría decir que la botella viste de perlas o rocío. Yo prefiero decir, como dicen los viejos cerveceros, que la botella transpira y el vidrio suda.

          Ahí está otra vez. Hay una luz melancólica que convierte el dorado en oro viejo. Ya no sé si estamos en verano. Sólo sé que entre las aguas más puras se arremolinan la malta, la flor del lúpulo y cierta levadura.

          Sospecho que todas estas cosas tienen que ver con la felicidad.

          Déjeuner sur mer

          Es imposible invocar un plato de cebiche sin pensar, de inmediato, en una buena botella de cerveza. Sobre todo en el verano. “Un cebichito, hermano, y unas chelas” es la consigna nacional.

          Por alguna razón, tal vez divina, nuestros paladares asocian la cerveza con ese pescado fresco, casi un pez, de carnes blancas y firmes, trozado entre su cama de limón, acompañado por discretas rajas de cebolla, un punto de ajo y el picante oloroso del ají limo o del recio rocoto. En todo caso, no imagino mejor combinación.

          De la misma manera, casi todas las viandas a base de pescados y mariscos, flor de los mares, tanto crudas como el cebiche o mortificadas por el fuego, van también, inevitablemente, ligadas al toque fresco, alegre y burbujeante de la noble cerveza. Es el pródigo encuentro de los océanos.

          Los dominios del sapo

          Que yo sepa, fuera del Perú no existe ningún otro país donde se juegue al juego del sapo. Toda una institución, hasta hace poco, en los grandes paseos a los jardines de recreo y ramadas.

          El retablo de madera, que es de obligatorio color verde, contiene los casilleros y su laberinto. La tapa de esta suerte de mueble está forrada en cuero. Allí se hallan las bocas de los túneles donde hay que probar la puntería. Las trampas, llamadas mariposas, son el reto mayor, después del sapo. Ese sapo rechoncho como una escultura proletaria, de bronce reluciente y con la boca abierta. Embocar en el sapo es el objetivo principal del juego y vale tres mil puntos.

          Los jardines de recreo están hechos para reunir a las familias o, por lo menos, a una gran collera. Sólo funcionan con la luz del día. Los chicos corretean en el pasto. Las señoras conversan. También los caballeros. Las viandas se desbordan. Los vasos se repletan. Los floridos manteles de hule se pavonean sobre las altas hierbas o las dunas de arena. Ha llegado la hora de entregarse a los ritos del sapo.

          Se arman dos equipos. A cada uno le toca doce fichas, pesadas como doblones del siglo XVI. Y empieza la partida. En este juego, escrito está desde el principio de los tiempos, sólo se apuestan cajas de cervezas. Y no es cosa de ocultarlas, malandrinas, bajo la mesa de un bar escandaloso. En las lides del sapo, por el contrario, una caja repleta de botellas es parte del sano esparcimiento al aire libre y cuenta, como tal, con el jolgorio y todas las bendiciones familiares.

          Una postal del lago Titicaca

          1981, año del Señor. En uno de mis viajes por el reino del Perú me topé en Puno con un antiguo amigo, el poeta Omar Aramayo. Omar es tan puneño que el teléfono de su casa es el segundo que se instaló en la ciudad, después del de la Corte Superior. Y tuvimos a bien celebrar nuestro encuentro, a tres mil ochocientos metros de altura, bajo la sombra protectora de unas buenas botellas de cerveza.

          Hablamos de lo humano y lo divino, hasta que llevados por alguna imagen de Fellini, o la simple locura, decidimos que beber entre cuatro paredes era muy poca cosa para el entusiasmo que nos embargaba. Fue entonces que pusimos proa hacia la orilla más despoblada del lago Titicaca. Allí, Omar, con algunas artimañas en lengua aimara, hizo que de una tienducha nos sacaran una mesa y un par de sillas, amén de las correspondientes botellas de cerveza, para acomodarnos en el límite exacto donde acaba la tierra y comienzan las aguas.

          El sol del altiplano caía a plomo sobre los brindis. Los dos amigos, y su escenografía diminuta, fueron en un instante devorados, o tal vez homenajeados, por la sagrada inmensidad del lago.

          [Reproduzco a continuación la ficha biográfica que Cisneros mismo adjuntara para su frustrada colaboración. Tiene la virtud de proponer ciertas puntualizaciones profesionales y curriculares, al tiempo que muestra quién era él al cambio de milenio.

          ANTONIO CISNEROS nació en Lima (Perú) en 1942. Es poeta, escritor y periodista de prensa, radio y televisión. Ejerció la docencia universitaria en el Perú, Europa y los Estados Unidos. Como poeta ha obtenido el Premio Nacional, el Premio Casa de las Américas y el Premio Cosapi. Su vasta obra poética ha sido traducida a catorce idiomas y, en español, acaba de ser recopilada en tres volúmenes, bajo el título de Poesía reunida. Su última publicación en prosa es El libro del buen salvaje.]

Tras meses de dar largas al asunto, hube, poco antes del verano pasado, de abocarme a poner en marcha cinco o seis añejos discos duros externos, en los que lustros atrás resguardaba, puntual y confiado, mis documentos digitales. Eso de entregarle la memoria de uno a un aparato que entiende sólo en ristras...

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Autor >

Alain-Paul Mallard

Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.

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