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Versos sueltos de Antonio Cisneros afloran con cierta asiduidad en estas columnas mías, instrumentalizados las más de las veces en aras de alguna argumentación peregrina. Es, supongo, signo de que veo en el inmenso poeta peruano un alma afín, dotada del verbo elocuente y la ironía desmitificadora que me vienen en falta. Aunque no se trata sólo de un asunto de elocuencia poética, no; tuve, durante mi azorada, impresionable adolescencia, la improbable fortuna de tratarlo –muy, muy fugazmente– y Antonio Cisneros, sin sospecharlo, me marcó con su impronta: mi brújula moral se alinea, consistentemente, sobre la suya.
Traigo lo anterior a colación ya que, al repasar en días pasados los reivindicativos revuelos transoceánicos en torno al 12 de octubre, me resultó necesario ir al estante y buscar, en Como higuera en un campo de golf, libro suyo de 1972, el siguiente poema:
EN LA UNIVERSIDAD DE NIZA
He abierto el Diario de Colón en la página 27 (Cultura Hispánica, 1968).
Treinta y seis muchachos –entre los 20 y 23 años– han abierto
el Diario de Colón en la página 27.
“Y como siempre trabajase por saber dónde se cogía
el oro".(Cierro el libro/ cierran los libros.)
El Almirante ha quedado como un chancho y el público se indigna.
Para la próxima clase: página 46 (op.cit.).
Ahí tienen, treinta años antes del fin del milenio, al joven profesor que fuera Cisneros ejerciendo concienzudamente su magisterio: socavar la leyenda con la simple operación de exponer sus cimientos documentales. ¿Qué pudo ocurrir en la clase siguiente? ¿Qué se juega en la página 46 (op. cit.) y en las que vienen después?
El profesor exhorta a estudiantes y lectores a que saquen sus propias conclusiones. Volví a las estanterías a rebuscar el Diario de Colón en la edicioncita de quiosco, de 1992, que sabía que andaba por ahí. La hallé. De paso, tomé también el primero de los tres volúmenes de la América de Rodolfo Cronau, vertida del alemán al castellano y publicada en Barcelona en 1892, “Obra dedicada a solemnizar el cuarto centenario del descubrimiento de América por Cristóbal Colón” –el industrioso siglo XIX fue el que más se empeñó en dorar el blasón del Almirante.
Saqué punta a mi lápiz y me senté a leer. Hoy, a medio siglo de aquella clase nicense a la que asisto por la ventana del poema, entrego finalmente los deberes en la curiosa forma de una abigarrada columna de opinión.
Aunque lo sepamos de sobra, recordarlo –verificarlo– no está de más. En su Diario, el tozudo Almirante traza con mano firme el más vergonzante de los autorretratos. Sólo se condena, en primera persona cuando es él quien redacta, en tercera cuando Fray Bartolomé refiere sus palabras:
“[...] yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos de ellos traían un pedazuelo colgado en un agujero que tienen a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo la isla por el Sur, que estaba allí un rey que tenía grandes vasos de ello, y tenía muy mucho”.
“[...] son estas islas muy verdes y fértiles y de aires muy dulces, y puede haber muchas cosas que yo no sé, porque no me quiero detener por calar y andar muchas islas para fallar oro”.
“Verdad es que, fallando adonde haya oro o especería en cantidad, me deterné fasta que yo haya de ello cuanto pudiere; y por esto no fago sino andar para ver de topar en ello”.
“De una oso decir, porque hay tantos testigos, y es que yo vide en esta tierra de Veragua mayor señal de oro en dos días primeros que en la Española en cuatro años, y que las tierras de la comarca no pueden ser más fermosas ni más labradas ni la gente más cobarde, y buen puerto y hermoso río y defensible al mundo”.
Con aplicación, subrayé en el Diario el sustantivo “oro” unas noventa y cinco veces. Son muchas, demasiadas para doscientas cinco páginas cansinas y sin lustre. Las más iteran ad nauseam las citas arriba presentadas. Una destaca. En el relato del cuarto viaje, que toma la forma argumentativa, lastrada de justificaciones, de una carta a los Reyes Católicos, Colón explica así la valía de su idée fixe:
“Genoveses, venecianos y toda gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos las llevan hasta el cabo del mundo para las trocar, convertir en oro: el oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las ánimas al paraíso”.
Por más salvoconductos que el relativismo histórico pretenda expedirle («¡júzguese a Colón como a un hombre de su tiempo!», suele clamarse), malestar y vergüenza imperan en la lectura de sus diarios de viaje. Colón se dibuja como un ser sórdido e inescrupuloso, un usurero obcecado por el afán de riqueza y carente del más básico de los principios éticos: el respeto por el ser humano.
Lo cual ni siquiera hace de él una monstruosa anomalía: el oro en granos, en polvo, en pedaçuelos o labrado en hoja delgada será la obsesión no sólo de los codiciosos capitanes o ávidos adelantados que vinieron después; impele a cada soldado anónimo. Hacerse de algún tejuelo exigía perder cualquier escrúpulo. Arrasadas las Antillas, se fue enseguida por el oro de México, por el –más cuantioso– del Perú, por el de Nueva Granada; se otorgaron cédulas y concedieron licencias para al menos 15 expediciones en busca de El Dorado.
No todo lo que brilla es oro, no: tan temprano como el domingo 14 de octubre del 1492, y ya habiendo “tomado” siete naturales, nuestro humanista y descubridor desliza con naturalidad ideas de hondo calado: “[...]Vuestras Altezas cuando mandaren puédenlos todos llevar a Castilla o tenellos en la misma isla captivos, porque con cincuenta hombres los terná todos sojuzgados y los hará hacer todo lo que quisiere”.
“¡Feliz España si [a Colón] le hubiera sido dado llevar a la práctica todos sus planes!”, se entusiasma Rudolf Cronau en 1892, tras luengas parrafadas de justificar al Almirante.
Los planes, claro, rebasaron al hombre. Algo inconmensurablemente más ruin pisaba los talones a la locura por el oro: el trabajo forzado, rentabilísimo. Alguna página de José Miguel Oviedo sugiere que, de no haber sido por el celo, empeños y furia de Fray Bartolomé de las Casas, “Protector universal de todos los indios de las Indias”, la empresa de conquista hubiera terminado con el exterminio de los indígenas –y muy otra hubiera sido nuestra historia. Puede que sí.
Más allá de su machacona y vulgar obsesión áurea, la prosa colombina genera en este lector algo más que indignación. ¿Hastío? Colón parece no ver nada. No hay sino miopía, cortedad de miras. Para él, lo observado no existe en sí: es de inmediato convertido en un sistema de signos para validar las ideas y esperanzas que lleva ya a cuestas. Siempre corrosivamente perspicaz, V. S. Naipaul –quien jamás tuvo pelos en la lengua– me aporta en las cuatro o cinco demoledoras paginitas de su Columbus and Crusoe (1967), nuevas luces. El problema, zanja Naipaul, radica en la escandalosa banalidad del personaje. La banalidad de sus percepciones corre pareja con la banalidad de sus expectativas, de su alcance y motivos. No hay una gota de interés antropológico, ninguna respuesta al asombro –hay más bien desencanto y decepción, que vuelven la gran aventura escandalosamente trivial.
Resulta siempre curiosa la casuística en los patronímicos que se convierten en palabra común. Hachis Parmentier es el nombre del platillo con el que la posteridad recompensa al agrónomo, militar y boticario del ancien régime que dedicara vida y empeños a abogar, en la reticente corte, por el sospechoso tubérculo americano que, decía él, daría solución a las hambrunas recurrentes en el reino de Francia. Está el self-made man que diera impulso mercantil a un apellido de inmigrante –Jacuzzi–, para lanzar su inofensiva tina de hidromasaje. ¡Y cuán abusivamente se endilga el adjetivo kafkiano a cualquier engorro burocrático, aunque muy poco tenga este que ver con las tragicómicas visiones del sufrido Franz K.!
Cristóbal Colón, asumiéndose (y publicitándose) como agente de la divina providencia, hizo sus malabares con su firma y nombre para que de Cristóforo estos pasaran a Xto. ferens es decir “Cristo” y “llevar” (del latín fero-fers-ferre-tuli-latum): “Fui yo quien llevé al Cristo allende el mar”. Aspirante a la gloria, quería que la posteridad lo asociara con San Cristóbal, aquel gigantón –truhán reconvertido– a quien tocó cargar sobre sus hombros hercúleos a un Cristo niño y con éste todo el pecado del mundo. La jugada, a Colón, sólo le salió a medias –o sólo durante cinco siglos–. En lo tocante al apellido, Américo Vespucio le birló el nombre del continente –¡al menos Vespucio supo intuir en bulto, como entidad distinta, un mundus novus!
Ironía del destino o justicia poética, el legado de infamia cuyas puertas abriera de par en par el Almirante pareciera poder pervivir en... una falsa etimología: Colón, colonia, colonizar, colonialismo. ¡Lejos nos quedan ya nuestros latines, y con ellos el esforzado colonus del imperio romano! Y entre Colón y colonialismo un eco reverbera como inmediatamente justo y motivado, sobre todo hoy día en que tantas palabras, conceptos y representaciones están cambiando diametralmente de sentido.
Ramalazo en las protestas tras el asesinato de George Floyd, una estatua en bronce del Almirante de la Mar Océana fue derribada en Saint Paul, Minnesota, en junio del 2020. Otra, de mármol, fue decapitada en Boston. Hace algunos meses en la ciudad de México, una burda maniobra preventiva de la jefatura de gobierno hizo retirar, con el pretexto de restaurarlo, al neoclásico Colón de bronce del Paseo de la Reforma. En realidad, se anticipaba que tendría los días contados y no pasaría, en pie, del 12 de octubre... Más recientemente aún, tironeada por media docena de sogas, una efigie de Colón se dio de bruces contra el candente asfalto de la ciudad de Barranquilla.
¿En dónde, perdón?
En Barranquilla, Colombia. Cambiar de nombre al país puede revelarse bastante más empinado que tumbar una estatua... Toda acción, nos recuerda la física, conlleva siempre una reacción en sentido contrario. Reaccionarios hay muchos y siempre se puede –¡ay!– contar con ellos –como bien vimos este pasado 12 de octubre, Día de la Hispanidad (y de las Fuerzas Armadas) /de la Raza / de la Resistencia Indígena / del Respeto a la Diversidad Cultural / de la Nación Pluricultural (elija su opción de preferencia)–. Las cosas del pasado sirven también a la política del presente. Ya se verá cómo crispar todavía más la cosa…
Recién el pasado 15 de octubre falleció, en la ciudad de México, el preclaro antropólogo y mitógrafo mexicano Alfredo López Austin, nuestro mejor conocedor del intrincado universo conceptual mesoamericano. El pesar unánime que provoca su partida, el reconocimiento de la valía de su singularísimo legado y de sus no menos singulares calidades humanas se diseminaron con brío por las redes sociales. Y en el flujo de marea digital vi pasar una declaración suya, pertinentísima, que eludió en su momento mis radares. Dos años atrás, el 14 de octubre del 2019, López Austin juzgó necesario enviar una breve carta al Correo Ilustrado del diario La Jornada, desmarcando su postura ante las tan llevadas y traídas políticas oficiales de exigencia de una petición de perdón.
Contundente, certera, congruente con la prédica de toda una vida, es la declaración de principio de una conciencia ilustrada. Haciendo mías esas palabras suyas quisiera –con perdón de ustedes– terminar:
“Yo no exijo al pueblo español que pida perdón por las atrocidades de la Colonia. No estoy dispuesto a perdonar la infamia de los regímenes coloniales.
Yo no exijo al actual pueblo español que pida perdón por actos que no le fueron propios.
No perdono. Conservo mi repudio hacia los explotadores y expoliadores actuales que subyugan a los más débiles con promesas de paraísos celestes, de culturas superiores, de progreso y desarrollo.
No perdono al colonialismo, ajeno o interno, que desangra a los pueblos indígenas, llamándolos hipócritamente connacionales o hermanos y los considera retrasados, infantiles, incultos, incapaces de decisiones justas, para así arrogarse el derecho de decidir por ellos, negando su derecho de libre determinación al forjar, por propia voluntad, su propio destino.
Yo, mexicano, no perdono al México racista que ha prolongado por dos siglos la injusta situación heredada del colonialismo hispano.
—Alfredo López Austin, ciudadano”.
Versos sueltos de Antonio Cisneros afloran con cierta asiduidad en estas columnas mías, instrumentalizados las más de las veces en aras de alguna argumentación peregrina. Es, supongo, signo de que veo en el inmenso poeta peruano un alma afín, dotada del verbo elocuente y la ironía desmitificadora que...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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