urbanismo
Nueva York y la destrucción de los espacios de libertad
Los principios colaborativos de la contracultura son sustituidos por un individualismo consumista sin interés en el bien común
Cristina Goberna Pesudo 9/07/2023
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Cada ciudad tiene un atlas de su propia destrucción.
La destrucción de las ciudades, sin embargo, no es sólo la de sus edificios, sino también la de los muros invisibles que protegen espacios que albergan resquicios de libertad. Podríamos definir estos lugares como aquellos en los que se producen actividades de forma no del todo legal, no del todo formal y que constituyen un cambio espacial o programático en las tipologías arquitectónicas canónicas. En otras palabras, los espacios y usos no planeados ni controlados devienen históricamente en laboratorios espontáneos de las contradicciones de nuestra sociedad y campo virgen para imaginar futuros. De la misma forma, estos espacios se han demonizado, perseguido, vendido y destruido de forma sistemática: los huertos urbanos espontáneos son desmantelados, las comunidades son víctimas de ataques mediáticos moralizadores, desahuciadas o usadas como chivo expiatorio en campañas electorales.
Este texto es una reflexión sobre la importancia histórica de los espacios espontáneos de libertad y una invitación a su protección.
Hudson River. / Cristina Goberna Pesudo
Nueva York es una ciudad de cambio vertiginoso entre las murallas de agua que construye el río Hudson. A pesar de sus limitaciones geográficas, muta a ciegas como si su crecimiento no se pagase con el olvido. Nueva York es, en definitiva, un caso paradigmático de destrucción del pasado a manos de un sistema depredador, y por ello mismo, un lugar en el que aparecen a veces luminosos espacios de resistencia.
El placer es la última rebelión.
The Prohibition o Ley Seca estadounidense fue la fiel expresión de que hay momentos en la historia en los que un exceso de regulación produce una explosión de creatividad para sortearla. Tras el Crack del 29, Nueva York sufrió una explosión de vida subterránea dedicada a un entretenimiento bañado en ríos de alcohol ilegal. Harlem, tradicionalmente un área de segundas viviendas de las clases pudientes, a finales los 20 era ya un barrio de población afroamericana, con una cultura en esplendor en el que aparecieron salas de espectáculos como el Cotton Club para un público blanco en busca de territorios más exóticos y menos vigilados que en el Midtown Manhattan. Los músicos y bailarinas de estas salas, al acabar su función, iban a las numerosas rent parties locales cuya finalidad era la de recaudar fondos para pagar el alquiler de los apartamentos demasiado caros para una población brutalmente segregada. El abuso económico por parte de los propietarios y la picaresca de la población para sobrevivirlo dieron como resultado una comunidad en florecimiento en la que poetas del Harlem Renaissance escribían invitaciones para los numerosos festejos en los que se servía comida casera en los pasillos y Bathtub Gin en los baños hasta el amanecer.
A Night Out in Harlem / E. Simms Campwell
El tejido de fiestas ilegales de Harlem construyó un aparato de resistencia quíntuple: arrebataban el monopolio del jazz a los dueños de los bares, el derecho a la diversión a los que se lo pudiesen permitir, pervertían los usos naturalizados de las estancias de los apartamentos, los vecinos conseguían pagar unos alquileres abusivos y fortalecían la comunidad a través del placer, un acto históricamente emancipador.
A finales de los 60, la bancarrota de la ciudad y la inundación de drogas en las calles de Nueva York hicieron que las fiestas se volviesen inseguras, aunque lejos de morir, se desplazaron Manhattan abajo hasta el Soho (South of Houston St), un no-mens-land de industrias y comercios abandonados, en el que los músicos de huidos de Harlem ocuparon de forma ilegal espacios industriales (lofts) para ensayar, actuar, grabar y vivir, dando paso al llamado Loft Jazz.
Soho loft. / Cristina Goberna Pesudo
La domesticidad es la última frontera de la política.
El total abandono del Soho durante los 60 junto con la subida de precios en los apartamentos del área tradicionalmente bohemia como era el Greenwich Village hizo que una generación de artistas por un lado y jóvenes huidos de distintas partes del país por otro también tomasen lofts destrozados de esta zona para trabajar y vivir. La colisión de grandes espacios junto con una generación sin prejuicios tuvo una concatenación de consecuencias radicales tanto en el arte y en el teatro como en la arquitectura. Dada la gran escala de los espacios, apareció un arte en concordancia: Los lienzos crecieron, las performances se normalizaron, el teatro y sus espacios tradicionales se desvincularon. La domesticidad se trastocó para siempre. Estos espacios industriales sin particiones ni duchas eran fácilmente transformables con pocos medios, generando una vibrante comunidad que cambió la ausencia total de las necesidades más básicas como baños o calefacción en espacios de posibilidad. Cada loft era un paisaje distinto en los que apenas existía la intimidad, cambiando a su vez los hábitos sexuales de sus habitantes: las habitaciones eran inexistentes, los baños eran improvisados, el aislamiento térmico se conseguía poniendo film transparente en las ventanas que dejaban de poder abrirse. La composición heterodoxa de vivienda familiar desapareció, la familia como tal se diluyó con frecuencia en diversos modelos de habitabilidad compartida más o menos politizada en los que las viviendas eran también teatros, estudios de grabación, talleres y bares y salas de fiesta en los que se podía escuchar música hasta el amanecer.
Tal fue la explosión de vida, que Nueva York se apresuró a regular las viviendas ilegales, obligando a los habitantes a pagar unos alquileres controlados muy reducidos y a los dueños a darles calefacción por ley desde el 1 de noviembre de cada año, regla todavía en vigor en toda la ciudad. Hoy en día el Soho es la zona más cara de Nueva York y se vende como “loft” cualquier apartamento normal con una altura ligeramente superior o un tabique menos que la media. Los artistas huyeron hace décadas y la domesticidad en Manhattan sólo se reinventa lejos.
Soho Loft. / Cristina Goberna Pesudo
La arquitectura como metáfora de la sociedad.
La historia de estos dos ejemplos neoyorkinos es extrapolable a cualquier ciudad. Los espacios de libertades fugaces que nacen como reflejo de las necesidades de la sociedad se convierten en una forma de acción política y transformación social. Sin embargo, los principios frecuentemente colaborativos de la contracultura son sustituidos por un individualismo consumista sin interés en el bien común reflejado no sólo en el mercado, sino también en su lenguaje.
John Cage en 1988 decía que “podemos hacer una pieza de música como representación de la sociedad en la que estamos dispuestos a vivir”. Podríamos decir lo mismo de la arquitectura. Nos podríamos preguntar si queremos sea para una sociedad arcaica o contemporánea, que esté bajo un riguroso control o tenga intimidad, que sea obediente o que pueda pensar, que se construya a partir del del mercado o a partir de sus posibilidades, que se construya a partir de ideas recibidas o que gane espacio a la tradición o la regulación.
Ahora que empieza a haber iniciativas para ampliar la idea de conservación del patrimonio urbano en muchas ciudades, quizás es el momento de considerar los espacios y usos indefinidos y espontáneos de las ciudades no como algo amenazante, sino como algo valioso, casi milagroso, como los pulmones de la sociedad y el reflejo de sus contradicciones, como los playgrounds de nuestros deseos y de nuestros futuros.
Brooklyn Loft. / Cristina Goberna Pesudo
Cada ciudad tiene un atlas de su propia destrucción.
La destrucción de las ciudades, sin embargo, no es sólo la de sus edificios, sino también la de los muros invisibles que protegen espacios que albergan resquicios de libertad. Podríamos definir estos lugares como aquellos en los que se...
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Cristina Goberna Pesudo
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