obituario
Variaciones sobre Kundera
Una reflexión sobre su obra en la hora de la muerte
Xandru Fernández 13/07/2023
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Citaba Kundera a Philip Roth a propósito de Kafka: qué gran idea una adaptación cinematográfica de El castillo con Groucho Marx interpretando al agrimensor K y Chico y Harpo a sus ayudantes. No es sorprendente que esa imagen echara raíces en el cerebro de uno de los narradores-pensadores más exigentes del siglo XX, pues en ella se entreveran dos de sus grandes amores (Kafka y el cine) y uno de sus temas más queridos: la sabiduría cómica. Revela al mismo tiempo la atracción que ejercía sobre él la idea de variación. La variación consiste en desarrollar lo que ya estaba contenido en un tema musical, pero empujándolo en una dirección diferente y aún desconocida: hacia el interior, hacia el detalle, el instante, la intensidad de lo inmediato. “La forma de la variación es una forma de concentración máxima y permite al compositor hablar sólo de la cosa en sí, ir directamente al núcleo de la cuestión. El objeto de la variación es un tema que con frecuencia no tiene más que dieciséis compases, Beethoven va hacia dentro de estos dieciséis compases como si penetrase por una sima hacia el centro de la tierra”.
La idea de variación sostiene todas las grandes novelas de Kundera. Subrayo “sostiene”, subrayo “grandes”: lo digo como quien habla de sostener un objeto muy grande, una cúpula gigantesca, una torre, un minarete. Un arquitecto hablaría de estructuras y Kundera también, solo que las suyas son estructuras que se sostienen sobre palabras particulares, palabras-tema. Una de esas palabras, importantísima para entender El libro de la risa y el olvido, es lítost. Una palabra del idioma checo que resulta imposible traducir a otra lengua, o eso dice Kundera, y yo le creo. Lítost es lo que uno siente cuando le avergüenzan públicamente, cuando se exponen sus defectos, sus incapacidades. Es una mezcla de sentimiento de humillación, resentimiento y autocompasión, o así lo entendí yo. Más o menos lo que yo siento al leer a Kundera (es broma: lo que siento leyendo a Kundera es pura envidia, pero sería lítost si además deseara que Kundera no hubiera nacido, o que nadie lo hubiera leído, o –peor aún– que sus libros los hubiera escrito yo).
Otra de esas palabras-tema es risa. La risa de Kundera no es la comicidad de Kafka, es una risa ritual. Terapéutica, o casi: reír implica que uno se ha liberado de un peso, y en ese sentido Kundera siempre me parecerá más deudor de Nietzsche que de Kafka, la suya es la risa del pastor liberado tras morder la cabeza de la serpiente. De hecho, La insoportable levedad del ser empieza con una meditación sobre la idea nietzscheana del eterno retorno. Como si retomara el hilo de los pensamientos de su novela anterior, El libro de la risa y el olvido, donde la meditación sobre la risa de los ángeles ocupa un lugar central en la disposición de las historias que se cuentan, de los hilos que se entretejen.
Reír implica que uno se ha liberado de un peso, y en ese sentido Kundera siempre me parecerá más deudor de Nietzsche que de Kafka
Me podría pasar varios días tirando del hilo de seda de las palabras–tema de Kundera, cuyo apellido siempre hemos pronunciado mal, por cierto, pero lo haría en el fondo por apurar el sentido más inmediato y real de estas variaciones, que es una vez más un sentido muy propio de Kundera: el placer. No me refiero solamente a lo mucho que he disfrutado y disfruto leyendo y releyendo sus libros. Me refiero al sentido de ese placer, que tiene tanto de obsceno en la acepción pura y húmeda (de humus) que Kundera le atribuye: lo obsceno es lo que más nos liga a la tierra, dice en alguna parte, refiriéndose a la intraducibilidad de las palabras obscenas. Que lo obsceno sea intraducible implica en cierto modo que lo intraducible sea obsceno, por cuanto lo que se cae de la traducción es el sentido más apegado al cieno, al caenum de su raíz etimológica. Kundera pertenece a la Internacional del Cieno, al Apostolado del Barro, cuyos miembros son, somos, todos seres desterritorializados, arrancados de una lengua en la que ya no podemos revolcarnos.
En su día, se comentó hasta la saciedad el salto al vacío que supuso, para Kundera, dejar de escribir en checo y abrazar el francés cuando ya su obra había alcanzado el improbable estatuto de “completa”. No hubo tal salto, y lo entenderíamos si lo hubiéramos leído con atención. En un pasaje inolvidable de ese Libro de la risa y el olvido, que he citado tantas veces, cuenta Kundera una conversación que mantuvo con su amigo Milan Hübl. “Para liquidar a las naciones”, dice que le dijo Hübl, “lo primero que se hace es quitarles la memoria. Se destruyen sus libros, su cultura, su historia. Y luego viene alguien y les escribe otros libros, les da otra cultura y les inventa otra historia. Entonces la nación comienza lentamente a olvidar lo que es y lo que ha sido. Y el mundo circundante lo olvida aún mucho antes”. ¿Y el idioma?, le pregunta Kundera. “¿Para qué nos lo iban a quitar? Se convierte en un mero folklore que muere, al cabo de un tiempo, de muerte natural”.
Me reconozco, qué remedio, en ese epitafio obsceno, en ese lamento por el caenum del que uno fue extraído y desterrado. Me consuela que en cada variación sobre todas y cada una de esas palabras-tema un checo despojado de aptitudes para la tragedia construyó cúpulas, torres, minaretes de belleza perdurable. Brindo por ello, Milan, en nuestra lengua obscena. Que les jodan.
Citaba Kundera a Philip Roth a propósito de Kafka: qué gran...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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