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En el año 410, bajo el imperio de Honorio, Roma abandonó Britania. Y Britania quedó a merced de la violencia más atroz durante siglos enteros. Salvo, claro, un corto periodo en el que un solo rey acabó con los asesinatos y los robos, y la población, nuevamente feliz, le vitoreaba a su paso, y le ofrecía, con suma reverencia, las llaves de sus propias casas, pues ya no eran necesarias. Ese rey fue Arturo. Y nunca existió. Lo que habla de la violencia vivida en Britania tras la huida de Roma, tan intensa que, para simplemente vivir otro día, fue necesario inventarse a Arturo, a Merlín, a Ginebra, a Camelot y a toda una Edad de Oro, que nunca ocurrieron. La partida de Roma, espectacular, fue motivada, simplemente, por la ausencia de fondos con los que pagar, incluso, la propia civilización romana. La huida de Roma supuso el abandono a su suerte de una población numerosa y completamente romanizada –Britania, decían las crónicas, era el punto de Roma con más togas, esa prenda ciudadana–. Para comprender la dimensión de aquella deserción, es preciso saber que nunca sucedió nada parecido antes o después, al punto que, desde entonces, Roma nunca jamás se ha retirado de un territorio. Tan solo ha sucedido algo parecido, pero esporádico y más breve y limitado, al final de cada guerra, cuando todo el mundo que puede huye, hasta los soldados, hasta el Estado, hasta Roma. Deberíamos de sentirnos, por todo ello, seguros. Roma, tras aquel error cruel, nunca más volverá a escapar. Sin embargo, ahora paseas por Britania y vuelves a ver personas, casas, calles abandonadas nuevamente por Roma. En la Galia ves barrios enteros, ciudades enteras completamente abandonadas por Roma, porque Roma se fue, de repente, tal vez de noche y tal vez hace mucho tiempo. Lo ves en la Itálica, en Belgium, en la Germánica. Lo ves en el Norte de Europa, donde Plinio decía que todo se veía borroso y, en efecto, cuando vas allá en invierno, y nieva, todo lo ves intermitentemente, a través de los copos y la ventisca. Incluso en aquella tierra gélida, a la que nunca llegó Roma, es perceptible que Roma se ha ido, y que no volverá. En Dacia, en la Tracia, Roma se fue. En Mauritania y África, en Egipto, en Asia, Roma se ha marchado y se llevó, con ella, todo el trigo. En Palestina el Templo sigue destruido, como siempre, si bien la única novedad es que Roma ya no está, se acabó. En la Arabia Pétrea tampoco queda vestigio alguno de Roma. En Hispania llegas a casa, abres la puerta con una llave y, en la cocina, escuchas a alguien, de repente extraño, diciendo cosas que nunca habías escuchado, y que te confirman que Roma nunca volverá a esa cocina. Luego, de noche, escuchas los noticiarios. Es campaña electoral, y Roma debe estar muy lejos. Tal vez ha muerto, pues los noticiarios de la campaña te hablan de Arturo, de Camelot, de una Edad de Oro que va a cambiarlo todo. No nos piden que entreguemos las llaves, sino todo lo demás.
En el año 410, bajo el imperio de Honorio, Roma abandonó Britania. Y Britania quedó a merced de la violencia más atroz durante siglos enteros. Salvo, claro, un corto periodo en el que un solo rey acabó con los asesinatos y los robos, y la población, nuevamente feliz, le vitoreaba...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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