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Éramos jovencísimos y, en aquel punto biográfico, algunos de nosotros se aferraban con fuerza a la infancia, mientras otros ya habíamos abrazado, de lleno y también con fuerza, el primer personaje posible de la vida adulta, el fantoche. Ellas eran, no obstante, un grupo diferente al resto. Mucho más ruidoso. Vestían ceñidas, con pantalones de polipiel. Sus cuerpos, repletos de curvas, apenas tenían espacio para sus órganos. Sus labios, gigantescos, eran mayores que sus órganos, y casi no cabían en sus rostros. Vivían, aparentemente, sin órganos, solo a través de su voluntad, que era una suerte de fuego enorme y desperdiciado. Siempre reían o lloraban, sin intermedios o grados. Los lunes eran, por tanto, el drama o el clímax del fin de semana vivido. Llevaban sostenes negros bajo blusas blancas, transparentes, y calzaban unos tacones que hacían todo el ruido del mundo. Avanzaban por la calle en grupos de seis o siete, agarradas de sus brazos, cantando canciones absurdas de sus cantantes favoritos, que interrumpían para piropear a los chicos con los que se cruzaban. Verlas avanzar era un espectáculo fantástico. Era ver una belleza y una energía turbadoras. Era ver caballos salvajes. Un domingo por la mañana fueron todas a un concierto de sus cantantes favoritos, a la Gran Ciudad. Algunas, para ello, escaparon de casa. El tren, explicaron el lunes –el lunes más triste y trágico de su vida–, estaba repleto de ellas. A cada parada subían más de ellas. Ellas, a su vez, no pararon de cantar hasta llegar al punto del concierto. El concierto finalizó, de pronto, con una estampida humana. Una de ellas murió aplastada, absurdamente, como se muere en la guerra y en el trabajo. “Nunca envejeceréis”, “seréis eternamente jóvenes”, se dice en los poemas a los muertos absurdos de una guerra. Pero nunca se dice nada parecido de los otros muertos absurdos. Sería como insultarlos. Aquella chica fue la chica más llorada del mundo. Recuerdo ver el suelo de clase mojado por las lágrimas que caían de las mejillas de todas ellas. Eran lágrimas puras, densas, grandiosas. Improbable, costosa, una sola de esas lágrimas hubiera curado una enfermedad terrible. Eran valientes y hacían el amor, cuando hacer el amor era, fundamentalmente, valentía. En todo caso, no podían evitarlo. De pronto, de noche, entraban en una suerte de trance, y necesitaban entonces el vigor, como si fuera alimento o agua. En el trance de hacer el amor eran como una zarza, sin espinas, en llamas, de la que salía una voz. Esa voz era la suya. Y era cierta. Quiero decir, y para eso he empezado a escribir estas líneas, que era una voz de verdad, que decía cosas de verdad, ese algo tan escaso. Se trataba de cosas turbadoras, reales, nunca antes previstas o imaginadas, y que nunca más he podido volver a escuchar. Os diría, os repetiría lo que esas voces me dijeron, pues todo aquello escuchado lo tengo tatuado en el alma. Pero si así lo hiciera, vuestro pecho quedaría sobrecogido, y miraríais ahora mismo por la ventana, como estoy mirando yo ahora mismo a través de la ventana, sin ver nada, ni siquiera la ventana. Ellas, que hoy serán ya otras, con sus órganos por fin grandes y en óptimo funcionamiento, y que habrán olvidado lo que fueron y, más aún lo que no fueron, lo que soñaron como constante y eterno, en su día depositaron entre mi nuca y mi oído el polen de su voz y el polen de aquellas palabras. Eran palabras, sí, como otras, como siempre. Pero eran de verdad. De verdad. Eran la verdad. Y quien ha escuchado la verdad, nunca jamás volverá a dormir una noche entera.
Éramos jovencísimos y, en aquel punto biográfico, algunos de nosotros se aferraban con fuerza a la infancia, mientras otros ya habíamos abrazado, de lleno y también con fuerza, el primer personaje posible de la vida adulta, el fantoche. Ellas eran, no obstante, un grupo diferente al resto. Mucho más ruidoso....
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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