CÓMIC
La sociedad japonesa vista a través de gekiga
Un recorrido por el lado oscuro del manga
Gerardo Vilches 9/08/2023
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“Soy un hombre”. Con este anunciado tan engañosamente sencillo, pronunciado por el emperador Hirohito en 1951, renunciaba implícitamente a la divinidad que se le había atribuido, y se ponía a disposición de Estados Unidos, tras rendirse a su poder militar seis años antes. En 1945, Japón era un país devastado, empobrecido tras los esfuerzos bélicos, que despertaba de un sueño imperialista y racista, que lo había llevado a invadir parte de la costa del Pacífico y a provocar la guerra sino-japonesa. Tras las bombas atómicas empleadas por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki, Hirohito se rindió, y la sociedad japonesa tuvo que enfrentarse tanto a sus propios y vergonzantes crímenes de guerra en países como Corea, como a su reciente pasado supremacista y filofascista, y a la destrucción material, económica y humana que la Segunda Guerra Mundial había dejado. Hundido, el país no tuvo más opción que ponerse en manos del general MacArthur, quien salvó al emperador pero cambió todo lo demás: impuso la Constitución del 46, una Dieta bicameral elegida por sufragio universal, la disolución de las asociaciones patrióticas, la abolición de la nobleza y el desmantelamiento del ejército y las fábricas de armas. Sentadas las bases de una democracia liberal a la occidental, la sociedad japonesa tuvo que cambiar muy rápidamente, para adaptarse al nuevo statu quo.
Japón se concentró en la producción de maquinaria pesada y de tecnología para recuperar sus finanzas. En 1955 anunció oficialmente el fin del periodo de posguerra, y en 1964 ya era la mayor potencia económica del mundo según su tasa de crecimiento. Siempre de la mano de Estados Unidos, a quien apoyó en la guerra de Corea entre 1950 y 1953 y con quien firmó un Pacto de Seguridad en 1952, Japón se proyectaba como una democracia moderna, una potencia comercial y un país pacífico y progresista, aunque anclado en sus ancestrales tradiciones. Pero la realidad nunca es tan sencilla.
La edad de oro del manga
La cultura visual forma parte de la historia de Japón desde sus mismos orígenes. En el siglo XX, resulta imposible analizar su evolución sin prestar atención al fenómeno del manga, una industria masiva con ventas millonarias, que refleja –pero también moldea– los valores de la sociedad japonesa. Y no solo eso: también forma parte de su imagen exterior amable y humilde. Tal y como ha argumentado Simon May en su imprescindible ensayo El poder de lo cuqui (Alpha Decay, 2019, trad. Albert Fuentes), lo kawaii fue una forma de limar la imagen japonesa, de sublimar la violencia –sufrida y ejercida– de forma que nadie pueda pensar que hay algo amenazador en Japón, saturado de mascotas monas y figuras aparentemente inofensivas.
La industria del manga será una de tantas que precise de reconstrucción tras la guerra. A partir de 1945, las historietas excesivamente infantiles y la propaganda bélica que dominaban el manga previo dejan paso a otro tipo de obras, con un poso más humanista y pacifista, que abogaba por el entendimiento y el progreso. Y que ponía casi siempre en el papel protagonista a niños o jóvenes que, enfrentados a todo tipo de dificultades, salían airosos gracias a su esfuerzo y sacrificio: no hace falta explicar la alegoría. Según Ivy (Formations of Mass Culture, 1993), tras la guerra se configura una sociedad de masas y de consumo moderna, en la que entretenimientos tradicionales, como el kamishibai o el kabuki, perdieron su lugar preferente frente al cine o la televisión –cuyas emisiones comenzaron en 1953–, pero también frente al manga. La figura inmensa del autor Osamu Tezuka (1928-1989) fue clave en el establecimiento de las bases formales y temáticas que iban a regir el medio durante décadas, hasta nuestros días. Prácticamente todos los mangakas siguieron su estela a partir de los años 50. Ese manga, dirigido fundamentalmente a niños, reflejaba, de alguna forma, el lado luminoso de la cultura: no es que no hubiera conflicto, pero se suavizaba mediante el humor y el didactismo, con el fin de procurar un entretenimiento sano y constructivo a un país que, aparentemente, quería olvidar su pasado. Pero hubo otra cara, menos edificante, que dejó constancia de las contradicciones y traumas que anidaban bajo la superficie de la sociedad japonesa.
El gekiga como contracultura
Obviamente, la historia nos ha enseñado que no basta con desear dejar atrás el pasado para lograrlo. Propaganda al margen, las heridas de las guerras y de la época imperial seguían presentes en una sociedad forzada a mirar hacia delante, a no hablar siquiera de lo sucedido y a meterse en la dinámica capitalista como forma de sacar al país del hoyo. La invasión de la cultura anglosajona fue casi inmediata, pero entró en conflicto con la tradicional, de forma que la sociedad se vio tensionada entre dos polos que no siempre casaban bien. Aún bajo el shock de la guerra y víctima de un profundo desarraigo cultural, Japón huía hacia delante de la forma en que suelen hacerlo los países con pasados vergonzantes que atraviesan transiciones más o menos tuteladas o impuestas, sin una política clara de memoria colectiva. La contracultura japonesa surge en ese contexto, como protesta marcadamente antimilitarista contra la injerencia americana tanto como la política interior del gobierno japonés. Es, también, un movimiento presa de sus propias contradicciones, muy influido por lo yanqui –incluso hubo hippies japoneses–, y de inclinaciones comunistas más o menos radicales según el caso. El conflicto social estalló en 1962, cuando hubo que ratificar el Nuevo Tratado de Cooperación y Seguridad con Estados Unidos, entre protestas ciudadanas y dura represión de las manifestaciones estudiantiles, lo que forzó a dimitir al primer ministro Kishi. Los mayores protagonistas de aquellos acontecimientos fueron jóvenes universitarios, que no habían nacido cuando terminó la Segunda Guerra Mundial o eran muy pequeños, y que se rebelaron contra los valores de sus padres y el discurso oficial del gobierno.
La contracultura japonesa surge como protesta marcadamente antimilitarista contra la injerencia americana
El manga, por su fuerte implantación en la sociedad, tenía algo que decir en todo esto, pero no fue el manga infantil que se vendía por millones. El cómic contestatario japonés se desarrollaría en un ámbito mucho más marginal: el del manga de alquiler o kashibon de finales de los 50. Se trataba de un mercado alternativo, destinado a proveer a los lectores sin suficiente capacidad económica para la compra, y en el que trabajaban editoriales especializadas y que publicaban títulos dirigidos a ese mercado. Será ahí donde autores como Yoshiharo Tatsumi, Masahiko Matsumoto o Sampei Shirato, jóvenes inconformistas que estaban intentando labrarse una carrera como mangakas, buscaron una forma de expresar sus inquietudes y dirigirse a un público de su edad. No es intención de este artículo desgranar la historia de cómo estos autores dieron forma al movimiento del gekiga —literalmente, “dibujo dramático”—, ya que, quien tenga interés puede encontrar dos obras traducidas al castellano que la describen en primera persona: Una vida errante (Astiberri, 2009) de Tatsumi y Los locos del gekiga de Matsumoto (Satori, 2021). Lo que nos resulta interesante es la forma en que esos autores formaron parte de la contracultura y abordaron las miserias y ansiedades de la sociedad japonesa, de un modo similar a cómo el comix underground destapó la pesadilla detrás del sueño americano. Hay aún una ingente cantidad de gekiga inédito en España, pero, gracias a la labor de Satori y Gallo Nero —principalmente—, tenemos una buena muestra para realizar nuestro acercamiento.
Tragedias urbanas
Influidos por el cine negro americano y la Nouvelle Vague, algunos de estos autores se centraron en historias ambientadas en las ciudades. El crecimiento de la gran urbe que es Tokyo tras la guerra fue descomunal: en 1950 ya pasaba de los cinco millones de habitantes. Atrajo a miles de personas del ámbito rural empobrecido, que buscaban ganarse la vida, generalmente en trabajos sin cualificar, convirtiéndose en mano de obra que puso en marcha el mencionado milagro japonés. Una masa anónima, en un espacio hostil propicio al desarraigo, la ansiedad social y la soledad. La alienación deshumanizante de las grandes ciudades es un tema recurrente desde la llegada de la revolución industrial, pero para los autores de gekiga va a ser una preocupación prioritaria. Empezando por el padre del término gekiga: Tatsumi. A finales de los años 60 y comienzos de los 70 publicó varias de sus mejores historias cortas en revistas especializadas en este tipo de material, como la mítica Garo. Piezas como “Escorpión” (1970), “Querido Monkey” (1970), “Muerte accidental” (1969) o “El empujador del metro” (1969) muestran los efectos destructores del sistema sobre el individuo, siempre un hombre joven, trasunto del mismo Tatsumi, bloqueado, incapaz de hablar o de relacionarse con normalidad con sus congéneres, que sufre las consecuencias del aislamiento. Camina por la ciudad taciturno, diminuto frente a la urbe en permanente crecimiento, rodeado de la multitud pero, al mismo, tiempo, completamente solo.
Tatsumi desarrolla una poética hermética, de historias que sugieren sus significados y no siempre cierran el relato, y que será común en otros autores, que incluso la llevarán a extremos más radicales. En lo urbano, destaca Tokyo Goodbye (Gallo Nero, 2021) una colección de relatos de Ôji Suzuki, más centrado en las relaciones sentimentales y con toques surrealistas o absurdos, que retuercen más aún las propuestas iniciales del gekiga. En la pieza que da nombre al volumen, “Tokyo Goodbye”, la ciudad se convierte en un espacio para el ocio y el disfrute, pero también para un onirismo de tintes absurdos que bordea el terror psicológico.
El refugio del campo
Para los autores de gekiga, afincados en grandes ciudades como Tokyo o Kyoto, el mundo rural, pocas veces tratado en sus obras, era o bien un recuerdo de su infancia —al que, con suerte, poder volver de vez en cuando— o una eterna promesa de descanso y regreso a una vida más sencilla. En el caso de Yoshiharu Tsuge, quizás el mayor maestro que ha dado el gekiga, se trata de una promesa nunca cumplida. Las historias que componen Flores rojas (Gallo Nero, 2022) giran en torno a viajes al campo, en busca de lugares pintorescos y balnearios tradicionales, pero casi siempre sucede algo que implica la decepción. Alejado del tono agorero de Tsuge, Susumu Katsumata se ha acercado al campo desde un punto de vista más festivo: en Nieve roja (Gallo Nero, 2022), apela a un mundo con una sensibilidad aún a medio camino entre el mythos y el logos, en el que la gente cree en espíritus —los yokai que tanto trató otro grande del manga, Shigeru Mizuki— y estos se pasean a sus anchas, y en el que el sexo es algo gozoso y practicado sin culpa cristiana.
Los desastres de la guerra
Volvamos a Tatsumi, quien también profundizó en la herida de la guerra y los tabúes que se le habían asociado. En “Inferno” (1971) aborda la celebración de los veinticinco años de paz tras la rendición, y expone la hipocresía de un discurso oficialista construido sobre mentiras: en el brillante relato de Tatsumi, el símbolo de la paz es una silueta de un hijo en aparente actitud amorosa con su madre, grabada en una pared por la acción de la bomba atómica, justo antes de que murieran. Pero dicho símbolo se revelará como falso, y más que eso: el supuesto gesto de amor lo fue de odio. Pero el valor simbólico de sus muertes, convertidas en lacrimógena historia para ablandar corazones, es demasiado alto como para permitir que se supiera la verdad. Más espinosa aún resulta “Good Bye” (1972), sobre una joven que, abandonada por su amante americano —que vuelve a casa con su esposa y sus hijos tras la ocupación—, está marcada con un estigma que la condena a la prostitución, con la que mantiene a su padre desempleado. Tatsumi no tiene una mirada moral, sino, más bien, de entomólogo: expone el desaliento de una sociedad rota, cuyo orden social ha saltado por los aires y en la que los valores tradicionales ya no sirven.
Tatsumi aborda la celebración de los veinticinco años de paz tras la rendición, y expone la hipocresía de un discurso oficialista construido sobre mentiras
Estas historias breves de Tatsumi, junto a otras, inéditas en castellano, de autores como Sanpei Shirato, se anticiparon a la gran narrativa de la guerra en el manga: Gen pies descalzos, de Keiji Nakazawa, de 1973 y que pronto tendrá una reedición en España de la mano de Distrito Manga. En ella, el autor recurre a sus memorias infantiles, como víctima de la bomba de Hiroshima —que mató a sus padres y a varios de sus hermanos—, y reconstruye la dura posguerra, un tiempo de pura supervivencia y escaso en humanismo. Aunque no es estrictamente gekiga, su dibujo y su tono beben mucho de ese movimiento, especialmente en la crítica sin ambages que realiza, tanto a los ocupantes estadounidenses como al gobierno japonés. La obra le valió a Nakazawa ciertas presiones, pues, en la mentalidad de la época, se consideraba que estaba ofendiendo a la memoria y al honor de su familia… aunque el único honor que quedaba por los suelos era el del poder.
Pero, si hablamos de la guerra, resulta imprescindible acercanos a un manga publicado recientemente en España, obra de Yoko Kondo: Una mujer y la guerra (Gallo Nero, 2023). Publicado originalmente en 2012 —Kondo es más bien un epígono del gekiga—, es una adaptación de relatos de Sakaguchi Ango, publicados inmediatamente después de la guerra. Cuenta la historia de una relación de desesperada conveniencia entre un hombre y una mujer que comienzan a vivir juntos en medio de los bombardeos americanos. Una pulsión de muerte se sublima a través del sexo, en el que Kondo se recrea con un dibujo más esteta que el de la mayoría de los autores de gekiga, y que es además un vehículo para exponer la situación de las mujeres japonesas durante el conflicto y después de él.
Las mujeres en el gekiga
El papel de las mujeres es, de hecho, uno de los aspectos más controvertidos del gekiga. Dado que casi todos los que formaron parte del movimiento original fueron hombres, cuesta encontrar voces que cuenten a las mujeres desde su propia experiencia. Para ellos, las mujeres son la otredad, a veces un infierno, un adversario con el que construir turbias relaciones, que explosionan siempre de un modo u otro. No es que los personajes masculinos enarbolen valores más positivos, pero es innegable que muchos de los autores no tenían, precisamente, una buena opinión de las relaciones sentimentales, un campo de batalla donde se escenifican las tensiones sociales y se alimenta la paranoia. Algunos relatos de Yoshiharu Tsuge, por ejemplo, así lo demuestran: en el onírico Nejishiki (Gallo Nero, 2018) se incluyen varios relatos que harían las delicias de Freud, donde el autor traspone su visión del sexo y de las mujeres adaptando algunos sueños paranoicos, como sucede en “El propietario del Gensenkan”, “La noche agarra” o “El campeón de la inmovilización”, piezas todas ellas en las que las mujeres sufren algún tipo de violencia sexual y son presas de una lascivia incontrolada, plasmada con un dibujo crudo y carente del más mínimo erotismo. De algún modo, la falta de escrúpulos de Tsuge a la hora de exponer sus deseos y ansiedades recuerda a la de Robert Crumb, si bien el estadounidense nunca renunciaba al humor, que aquí brilla por su ausencia.
Otros gekiga tratan historias acerca de la ruptura con la tradición y de una situación en la que de las mujeres se esperan una serie de valores y comportamientos que chocan con el discurso de la modernidad, que pretendió, como prácticamente siempre sucede, dejarlas fuera. De eso tratan los relatos de Masahiko Matsumoto incluidos en La chica de los cigarrillos (Gallo Nero, 2016), en los que vemos aún matrimonios concertados, presiones por encontrar marido a muy temprana edad y noviazgos turbulentos. En la mejor de sus piezas, “Señorita Felicidad”, una joven intenta ganarse la vida de forma independiente, sin hombres a su lado y sin recurrir a la prostitución, vendiendo todo tipo de productos puerta a puerta, entre ellos, unos preservativos que entonces todavía no eran legales y que chocaban, muchas veces, a las personas más conservadoras.
Entre dos tiempos
Como puede verse, ese choque entre modernidad foránea y tradición oriunda aflora constantemente y puede considerarse el gran tema del gekiga, que sirve de paraguas para muchos otros. Nadie lo ha tratado como Tsuge, desde un punto de vista crítico y nihilista: el mangaka, de obra escasa por su abandono de la profesión, a causa de una depresión crónica, se ha centrado, sobre todo, en los parias, en los grandes olvidados por el tren del progreso, que subsisten en los arrabales y en los márgenes de la sociedad sin entender nada de lo que pasa, desarraigados y sin forma de ganarse la vida en ese mundo tecnificado al que ya es tarde para acceder. En “Paisaje de vecindario”, incluido en La mujer de al lado (Gallo Nero, 2017), esos desarraigados son inmigrantes coreanos que habitan un barrio de chabolas, abandonado a su suerte por las instituciones y borrado del mapa por una subida del río, que se lleva sus casas y su lucha por unas condiciones de vida dignas. Su gran obra, El hombre sin talento (Gallo Nero, 2015), es una suerte de autoficción en la que el protagonista malgasta a conciencia su talento como dibujante y se empeña en todo tipo de negocios que forman parte del pasado y que no importan un comino a nadie: venta de pájaros cantores, de piedras de río con formas curiosas o de cámaras fotográficas rotas. La mirada de Tsuge no es nostálgica, en realidad, aunque se note el recelo hacia el mundo moderno; lo que sucede es que el pasado no es mucho mejor.
Resulta significativo que el gekiga haya sido un tipo de manga ausente en un mercado español que rebosa de ellos, con la excepción de Tatsumi —publicado intermitentemente desde que en los años 80 El Víbora le hiciera hueco—. Ya que a los aficionados al manga suele interesarles la historia y la cultura de Japón, la explicación habría que buscarla más bien en lo poco atractivo del dibujo para el lector medio, acostumbrado a otras estéticas más estilizadas y kawaii, pero también en el hecho de que muestran una realidad ajena al discurso fascinado en torno a lo japonés, que no siempre se quiere ver. Pero, en cualquier caso, recuperar ahora estas historias que hablan de crisis, de sociedades enfermas de capitalismo y de individuos abandonados a su suerte no puede ser más oportuno. Que podamos dialogar sin problemas con el gekiga hoy no hace sino confirmar que, en el fondo, sus planteamientos no podían ser más universales.
“Soy un hombre”. Con este anunciado tan engañosamente sencillo, pronunciado por el emperador Hirohito en 1951, renunciaba implícitamente a la divinidad que se le había atribuido, y se ponía a disposición de Estados Unidos, tras rendirse a su poder militar seis años antes. En 1945, Japón era un país...
Autor >
Gerardo Vilches
Es crítico de cómic e historiador. Autor de 'La satírica Transición'.
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