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En lo que al cómic respecta, este 2022 que ya se acaba será recordado por muchas cosas, pero una de las más señaladas, sin duda, será el punto y final que Carlos Giménez ha puesto a su serie más celebrada, Paracuellos. El autor madrileño, de 81 años, mantiene una intensa producción, y publica una media de tres libros al año. El final de Paracuellos no nos hace suponer que esto vaya a cambiar, pero sí parece un buen momento para análisis retrospectivos sobre el que, para muchos, es el mejor cómic español de todos los tiempos. A menudo, el primer periodo de Paracuellos se ha estudiado como excepción, como una anomalía única en un medio dedicado a otros asuntos. Sin embargo, en este texto voy a aproximarme a la obra desde otro punto de vista, el de su contexto –internacional y nacional– con el fin de integrarla dentro de la cultura de su época, sin negarle la evidente singularidad que la caracteriza.
Giménez en la encrucijada
Se suele considerar Paracuellos como uno de los primeros cómics adultos y el primero que abordaba en España la cuestión de la memoria. Aunque esto es cierto, conviene también valorar, para entender cómo Giménez acomete su realización, el ecosistema en el que se movía. Giménez es una figura interesante porque se sitúa como palanca del cambio entre dos modelos, alguien que contribuyó a un cambio tremendamente significativo en el cómic español, pero que, generacionalmente, se ha sentido y reivindicado siempre como miembro de un paradigma anterior; Santiago García se ha referido a Giménez como un “héroe de la retirada”, tomando prestado el término de Hans Magnus Enzensberger: “Giménez ha vivido plenamente la era industrial del cómic. […] ha tenido que desmantelar esa era para dejar paso al cómic adulto y de autor”. En efecto, el autor empezó en el oficio como se empezaba en los viejos tiempos: de aprendiz de un maestro, Manuel López Blanco, quien acogió a un joven Giménez poco después de salir de los Hogares de Auxilio Social, cuando no era aún mayor de edad. Con él, Giménez aprende a hacer tebeos a la vieja usanza, como forma de ganarse la vida, alejado aún de pretensiones autorales o artísticas. En aquel contexto, el cómic era todavía un medio eminentemente infantil, y así lo garantizaba, además, la legislación vigente del momento. Después, una vez que se hubo marchado a Barcelona, Giménez comenzó a colaborar en agencias, como la célebre Selecciones Ilustradas, de Josep Toutain, basadas en el trabajo en cadena, bien engrasado y eficiente, realizando página tras página, casi nunca firmadas, sobre guiones de escritores extranjeros y destinadas a la publicación en revistas de Países Bajos, Alemania o Reino Unido. La disciplina de la agencia minaba las aspiraciones artísticas y ataba en corto a los dibujantes, obligados a ceñirse a un estilo homogéneo y comercial, sin espacio para la experimentación o el desarrollo de una voz propia.
En la Transición, se vivió un boom de novelas sobre la Guerra Civil y la posguerra: según Mar Langa Pizarro, se publicaron unos 170 títulos con esta temática
Pero los tiempos cambiaron, y aunque Spain todavía era different, no permaneció totalmente aislada de lo que sucedía fuera. Mayo del 68 estaba a la vuelta de la esquina y la oleada de protestas sociales que sacudía las acomodadas sociedades occidentales post Segunda Guerra Mundial no salían por la televisión, pero sus ecos se hacían sentir en la España del tardofranquismo. Había ruido en las calles, los sindicatos apretaban y las universidades eran un polvorín. El desarrollismo había permitido una cierta apertura cultural, y muchos jóvenes habían podido empezar a leer ciertas novelas o escuchar ciertos discos. Se empezaban entonces a ver por Barcelona algunos cómics europeos que estaban rompiendo moldes, una nueva historieta adulta, sofisticada y culta, emparentada con la nouvelle vague: Guido Crepax, Jean Giraud, Hugo Pratt y tantos otros que estaban llevando el cómic a nuevos territorios y preparando el terreno para una profunda transformación del medio. Aquí de eso todavía no había nada, pero algo iba calando en la generación de dibujantes de agencia más joven. En el años 67, Giménez fundó junto a Adolfo Usero, Esteban Maroto, Luis García y Suso Peña el Grupo de la Floresta, un equipo informal que convivía en un chalet del barrio del mismo nombre y que empezaría a realizar cómics en colaboración, con la intención de vender esas historias propias a Toutain, en lugar de seguir dibujando guiones de otros.
Mientras España se encaminaba hacia el fin de la dictadura sin saberlo, Giménez labraba su camino como autor, sin saber, tampoco, a dónde le llevaría: se sigue ganando la vida colaborando con guionistas como Jesús Flores en Delta 99 o Víctor Mora en Dani Futuro, obras todavía no enteramente suyas, pero en las que ya va calando un nuevo concepto. El propio Giménez reflexionó sobre ello tiempo después:
“… es algo que se venía presintiendo desde hace unos años. En la nueva historieta francesa, alrededor del mayo del 68, salen Barbarella, el nuevo Pilote, alrededor de eso se cuecen una habas de las que hemos comido luego todos, y un movimiento, lo que se ha llamado la historieta para adultos, en la que la historieta pasaba a ser adulta de verdad. En la historieta francesa, de pronto hay eso de decir ‘vamos a contar cosas para los mayores, que las contamos gente que somos adultos, que las van a leer adultos y dejémonos de los mojigatos’”.
Es importante tener en cuenta este contexto para entender que el Giménez autor no sale de la nada, sino que es hijo de un contexto en el que el cómic estaba transformándose en profundidad. Así es como el atrevimiento de Giménez fue a más, y realizó, en 1971, dos magníficas adaptaciones de sendos relatos de Bécquer y Poe: El miserere y El extraño caso del señor Valdemar. Aunque sea sobre textos ajenos, posiblemente estas sean las primeras historias en las que Giménez trabaja con una clara conciencia de autor, con la ambición de innovar formalmente y romper con los encorsetamientos del tebeo comercial. Después, Hom (1974), sobre texto original de Brian W Aldiss, supuso un paso más allá al plantear una historia de larga extensión, con una clara intención política. Giménez había recorrido, en pocos años, un camino poco comercial pero que le permitiría desarrollarse plenamente como autor de cómics.
Giménez no tenía referente alguno dentro del cómic español para hacer lo que hizo, ya que fue su generación la que comenzó a hacerlo
Giménez en el contexto de la transición
Cuando Carlos Giménez comenzó a colaborar con las revistas de humor adulto que proliferaron en España a partir de 1973 y, más intensamente, de 1975, las cosas ya habían cambiado mucho: la censura se había empezado a relajar, aunque todavía se cerraran revistas y se secuestraran ediciones, y se habían publicado ya algunas cabeceras que empezaban a traer a España, tímidamente, algunos cómics adultos. En ese contexto, es importante clarificar ciertos términos: una cosa es que algunos cómics se dirigieran a un público mayor por sus contenidos más violentos, eróticos o terroríficos, y otra muy diferente era que el cómic se empleara como un medio de expresión política e ideológica, siempre desde un prisma personal, con el objetivo de informar o suscitar una reflexión en un público adulto. En lo segundo, sin duda, las revistas satíricas fueron claves. Paradójicamente, la denuncia social y política se abrió paso a codazos, desde el humor, en una desconcertada España, que veía agonizar al dictador entre la incertidumbre. Cabeceras como El Papus mantuvieron un discurso crítico con el tardofranquismo y abiertamente favorable a la democracia; pero cuando murió Franco, apenas si dieron respiro, y siguieron siendo igualmente críticas con la Transición. Autores como Ivà, Ja o el Perich lo fueron desde el humor gráfico para adultos, pero hubo, también, una historieta seria que se constituyó en herramienta de lucha política, con una solemnidad muy de la época y que no siempre ha envejecido bien, aunque su indudable valor histórico la redima. La hoy llamada generación del compromiso aglutinó a autores que huían del cómic escapista y quisieron convertir el medio en parte de su militancia. Aunque fuera minoritario, el cómic político buscaba su espacio en aquellos años en los que Giménez empezó a plantearse realizar Paracuellos, que fue casi simultánea a otra experiencia fundamental: la serie de historietas, denominada en su recopilación España una, grande y libre, que Giménez realizó a partir de 1976, en colaboración con Ivá, para las páginas de El Papus. Denuncia rabiosa, sátira descarnada y, sobre todo, desencanto irredento llenan unas historias que, además de cargar contra el presente, revisan el pasado reciente de España, en un ejercicio sui generis de recuperación de la memoria política que apuntaba ya contra el olvido y contra el pacto con los franquistas. Estas historias están, al menos para mí, entre las más importantes aportaciones de Giménez, si bien la mayoría son demasiado coyunturales como para que puedan comprenderse hoy sin un aparato crítico que, lamentablemente, no ha acompañado a ninguna de sus ediciones. Paracuellos, en cambio, ha probado su universalidad entre públicos muy diversos, y por eso se ha convertido en el clásico que es.
Viñeta del cómic Paracuellos, de Carlos Giménez.
Paracuellos en el laberinto de la memoria
Colar las primeras historias de Paracuellos a los editores de la época no fue cosa fácil. La primera de sus historias se publicó en una revista menor, Muchas Gracias, y entró en uno de sus números porque, como cuenta el mismo Giménez, apuró el plazo de entrega y el editor no tuvo más remedio que admitirla. Pero una y no más. El relato de las penurias de aquellos niños de miradas desesperadas, encerrados en aquellos Hogares del Auxilio bajo una disciplina falangista –como han escrito Ángela Cenarro y Elena Masarah, fueron “un proyecto reeducativo” dirigido, principalmente, a los hijos de los rojos–, escapaba de la comprensión de quienes veían en el cómic un mero entretenimiento. Imaginar el desconcierto de los lectores habituales de Yes, una revista pseudoerótica publicada por la misma editorial de El Papus y segundo semanario en el que recaló Paracuellos, es francamente divertido. Pero ahí acabó la broma: tras unas primeras historias que luego recopilaría Ediciones Amaika en un primer álbum, Giménez se tiene que llevar su serie a la revista francesa Fluide Glacial, donde cosecharía bastante éxito, a partir de 1979. Se suele achacar a la excepcionalidad de Paracuellos su fracaso en el mercado español: no había nada como aquello, ni un solo referente que permitiera a los lectores entender algo de lo que se les planteaba. Era una serie angustiosa, dura, y que, además, interpelaba sin piedad al lector, con esos ojos infantiles que se clavaban en los suyos. La realidad de los Hogares del Auxilio Social, todavía no muy estudiada, parecía resultar demasiado ajena. Pero ¿acaso en Francia pudo resultar más cercana? La verdad es que hay que ser cuidadoso cuando se afirman ciertas cosas acerca de la inmadurez del público español ante la prematura obra de Giménez; no sabemos, en realidad, las circunstancias en las que la serie acabó por publicarse en Francia. El propio autor se sorprendía, según contaba en la entrevista que ya hemos citado, de que Paracuellos se publicara en una revista como Yes. No era, desde luego, material para semanarios humorísticos, pero, sin embargo, el mismo El Papus, que no quiso saber nada de los niños de los Hogares, poco después, publicó sin problemas y durante varias semanas las primeras entregas de Barrio (1977), otra gran obra de Giménez en la que profundizó en su autobiografía, contando su vida tras volver a la casa familiar después de su internamiento. Quizás Giménez ni siquiera intentó presentar Paracuellos a otra publicación española, ante la posibilidad de hacerlo en Fluide Glacial, que era, por cierto, otra revista de humor en la que la serie del autor madrileño pegaba casi tan poco como en El Papus. Con un poco más de fe por parte de los editores de esta revista, seguramente hoy el discurso en torno a Paracuellos sería otro. Pero así fueron las cosas.
La coincidencia de todas estas obras en un plazo relativamente corto tiene que llevarnos a asumir que los motivos están en el contexto social y cultural
Ahora bien: ¿es Paracuellos el pionero absoluto de la memoria histórica que algunos críticos insisten en decir que fue? El concepto de memoria estaba ya muy presente en la historiografía contemporánea: Paloma Aguilar (Políticas de la memoria y memoria de la política, 2008) cita, por ejemplo, los estudios de Halbwachs en la década de 1920 como precursores de una corriente que se intensificó tras la Segunda Guerra Mundial. De hecho, fue en la época en la que Giménez comenzaba con sus obras autobiográficas cuando la memoria de aquel conflicto y del Holocausto estaba en pleno debate público. El trauma tiende a bloquear los testimonios y a imponer un periodo de silencio en el que víctimas y testigos son incapaces de rememorar, de forma que la recuperación institucional y las conmemoraciones suelen llegar con las siguientes generaciones, décadas más tarde, cuando los hijos o incluso los nietos de las víctimas se cuestionan por los hechos y buscan entender su historia familiar. Lo vemos muy claramente en un cómic excelente, Heimat. Lejos de mi hogar(2020), en el que Nora Krug cuenta el viaje a la tierra natal de su familia para investigar la relación de algunos de sus parientes con el partido nazi, como forma de encontrarse a sí misma y entender su propia identidad.
Tal y como escribe Diego Espiña Barros, en el caso español, los cuarenta años de dictadura –durante los cuales lo que se conmemoraba era, más bien, la victoria del bando sublevado–, y la manera en la que se dio la transición a la democracia, han alterado esos plazos, haciéndolos aún más dilatados. De hecho, la política conmemorativa no termina de arrancar de modo decidido hasta la Ley de Memoria Histórica de 2007, aprobada en medio de una gran controversia durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Sin embargo, esto no implica, como recuerda Aguilar, que la memoria de la guerra civil no fuera “omnipresente” durante la Transición, evocada con una finalidad “aleccionadora”. De modo que Carlos Giménez tuvo que ser bien consciente de ese clima en los años inmediatamente anteriores al comienzo de Paracuellos o Barrio, por ejemplo con el intenso debate en torno a los hechos acaecidos en el bombardeo de Guernica, muy presente en la nueva prensa progresista, con El País a la cabeza, o con la publicación de El día en que murió Guernica (1976) de Gordon Thomas y Morgan-Witts. Antes de Paracuellos, se habían publicado en España algunas novelas que se aproximaban a la realidad de la posguerra, como Si te dicen que caí (1973) de Juan Marsé, ambientada en barrios marginales de Barcelona durante 1944. Y, durante la Transición, se vivió un auténtico boom de novelas sobre la Guerra Civil y la posguerra: según Mar Langa Pizarro, se publicaron unos 170 títulos con esta temática entre 1975 y 1982.
Paracuellos en el contexto del cómic internacional
De manera que Giménez no estaba solo, sino que formaba parte de un escenario cultural y social en el que el interés por recordar y recuperar la memoria silenciada de los vencidos era creciente. Ahora bien, sin duda uno de los méritos del autor fue sumarse a esa corriente desde el cómic, un medio que entonces aún arrastraba todo tipo de estigmas, y que parecía moverse bajo sus propios parámetros, un tanto aislado de los debates culturales de su tiempo. De hecho, no hace falta más que echar un vistazo a gran parte de la producción realizada dentro del contexto del nuevo cómic adulto para darse cuenta de que los géneros del terror, la ciencia ficción o la fantasía seguían siendo los más habituales. Y no es que desde ellos no se pueda hablar de temas políticos o históricos, por supuesto; pero ciertos temas exigen también tratamientos más directos y menos alegóricos.
Así parece que lo planteó Giménez cuando, sin coartadas ni barnices, se planteó retratar sus recuerdos de los Hogares en viñetas. Ni siquiera había en España demasiados antecedentes de cómic autobiográfico, a excepción de las delirantes autoficciones que ejecutó Manuel Vázquez cuando decidió convertirse a sí mismo en protagonista de Los cuentos del tío Vázquez en 1968. No hablemos ya de cómics que trataran aspectos controvertidos de la posguerra o que sirvieran de denuncia de los crímenes del franquismo. Giménez no tenía referente alguno dentro del cómic español para hacer lo que hizo, ya que fue su generación la que comenzó a hacerlo. Nadie de forma tan decidida, preclara y comprometida en el tiempo como él, que continuó con su crónica, en diferentes etapas, hasta 2022.
Paracuellos no recoge exactamente las historias reales que le sucedieron, sino que Giménez elabora su obra a partir de conversaciones con otros niños del Auxilio Social
Sin embargo, si ampliamos el foco y observamos el panorama del cómic internacional de aquellos años, descubriremos que Paracuellos y Barrio se engloban en una tendencia muy concreta dentro del nuevo cómic de autor dirigido a adultos, que abordaba temáticas de no ficción y en contadas ocasiones se había acercado a la memoria histórica de una forma u otra. Fue el caso del manga, donde los primeros pasos del cómic para adultos se habían dado a finales de los años 50, con el gekiga, un tipo de manga en el que predominaba una visión pesimista y existencial del ser humano, y cuyos principales autores aplicaron una mirada muy crítica a la nueva sociedad japonesa que se estaba configurando tras la Segunda Guerra Mundial. La destrucción de Hiroshima y Nagasaki con el lanzamiento de sendas bombas atómicas por parte de Estados Unidos en 1945, que puso inmediato fin a la guerra, es el gran trauma japonés, equivalente a nuestra Guerra Civil o al Holocausto para Alemania. Existía, de hecho, un fuerte tabú social que hacía que no se mencionara el tema o se hiciera de una forma restringida. El manga fue el primer medio que rompió ese tabú, ya en los cincuenta: tal y como detalla el especialista Mitsuhiro Asakawa en la recopilación de relatos de Yoshiharo Tatsumi, editada por Satori bajo el nombre de Tatsumi (2020), se publicaron historias en las que las bombas estaban presentes, como La estrella está mirando (1957), de Kazuhiko Tanigawa, o La chica que desaparece, de Sanpei Shirato (1959). En los años setenta, bajo las transformaciones sociales y políticas de Mayo del 68, llegará una conciencia abiertamente crítica, como puede verse en el extraordinario Infierno (1971), de Tatsumi, un manga breve que carga contra las políticas del gobierno japonés y su gestión de la memoria y la conmemoración de las bombas. Pero, sin duda, el mangaka más conocido por sus obras sobre Hiroshima es Keiji Nakazawa, superviviente de la destrucción de la ciudad, quien, durante los años sesenta, ya había publicado varias historias sobre ello. Hillary Chute cuenta en Disaster Drawn (2016) que Nakazawa recibió muchas presiones y resultó estigmatizado por traer vergüenza a su familia al contar su historia. Sin embargo, el autor ignoró esos ataques morales y, en 1972, publicó la esencial Yo lo vi, una historia de 45 páginas que luego fue germen de Pies descalzos, una extensa narración publicada entre 1973 y 1974. Es decir: tres años antes de que Giménez publicara las primeras páginas de Paracuellos.
Viñeta del cómic Paracuellos, de Carlos Giménez.
En el caso del cómic estadounidense, fue la escena del underground californiano la que empezó a alumbrar un tipo de historieta más contestataria y personal, en la que tenían cabida la autobiografía y las cuestiones políticas, si bien más centradas en la convulsa actualidad de las protestas sociales de los sesenta. El primer cómic decidida y abiertamente autobiográfico llegaría en 1972 con Binky Brown conoce a la virgen María, de Justin Green, una obra clave para todo lo que vendrá después. En 1976, el mismo año en el que Paracuellosiniciaba su larga andadura, Harvey Pekar publicó el primer número de American Splendor, una serie de historias, realizadas con varios dibujantes, en las que narraba su día a día. En cuanto a la memoria histórica, huelga decir cuál fue el mayor hito de aquella época: la monumental Maus de Art Spiegelman, publicada entre 1980 y 1991… pero que tuvo una primera intentona en forma de historia breve publicada en 1972.
Paracuellos responde a la emergencia de los relatos del franquismo en España, al interés por la memoria traumática en todo el mundo y a la madurez del cómic adulto
No tenemos constancia de que Carlos Giménez conociera ninguna de estas obras. Resulta prácticamente imposible en el caso de los mangas, inéditos en España hasta fechas muy recientes. En el caso de los ejemplos de Estados Unidos, es posible que Giménez hubiera visto algunos de los tebeos underground que publicó la revista Star, aparecida en 1974, pero las obras de Green y Spiegelman no se tradujeron hasta pasado mucho tiempo y, de todas formas, resulta improbable que un dibujante de formación y gustos clásicos como Giménez –quien más de una vez ha asegurado que Maus le parecía un cómic mal dibujado– se viera influido por el underground. Pero la coincidencia de todas estas obras en un plazo relativamente corto de tiempo no tiene que llevarnos a intentar buscar contactos o influencias directas entre sus autores, sino, más bien, a asumir que los motivos están en el contexto social y cultural, suficientemente maduro ya como para que diferentes artistas, sin conexiones entre sí, sintieran que era el momento para hacer este tipo de cómics. Con muchas dificultades, por supuesto: es el precio que se paga por ser pionero.
Como decíamos antes, Giménez tuvo un mérito inmenso, por trabajar en un mercado mucho más cerrado, pero también porque lo que hizo fue mucho más allá de contar su propia historia. Paracuellos no recoge exactamente las historias reales que le sucedieron, sino que Giménez elabora su obra a partir de conversaciones con otros niños del Auxilio Social. El autor no oculta su intención de novelar esas anécdotas y fundirlas en relatos coherentes, cambiando detalles y nombres cuando resulta necesario. Tal y como explican Cenarro y Masarah, Paracuellos implica un proceso de “resignificación de la identidad”, que construye unos rasgos comunes para todos aquellos que vivieron experiencias similares. Para Paloma Aguilar, esto resulta clave en la construcción de una memoria colectiva, que es el término que, finalmente, mejor se ajusta a la obra de Giménez.
Una obra única, pese a todo
Paracuellos responde al contexto de su época, a la emergencia de los relatos de memoria del franquismo en España, al interés por la memoria traumática en todo el mundo y a la madurez del cómic adulto. No deja de ser por ello una obra profundamente original, revolucionaria y central para el cómic español. Pero no podemos acabar este texto sin recordar, aunque resulte seguramente innecesario, que al margen de su impacto y relevancia, Paracuellos es un cómic extraordinario, fruto del trabajo de un autor en su mejor momento, con un dominio total de sus recursos, que le permite modular el tono del relato dramático para impactar en los lectores sin resultar cursi, sino todo lo contrario: pocos cómics han sido tan duros como aquellas primeras historias de los niños de unos Hogares que jamás merecieron semejante nombre.
En lo que al cómic respecta, este 2022 que ya se acaba será recordado por muchas cosas, pero una de las más señaladas, sin duda, será el punto y final que Carlos Giménez ha puesto a su serie más celebrada, Paracuellos. El autor madrileño, de 81 años, mantiene una intensa producción, y publica una media...
Autor >
Gerardo Vilches
Es crítico de cómic e historiador. Autor de 'La satírica Transición'.
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