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literatura

Los cuentos de Frank O’Connor

Sobre ‘Huéspedes de la nación y otros relatos’ y ‘El genio y otros relatos’

Roberto Valencia 18/08/2023

<p>Fotograma de la película <em>Guests of the Nation</em> (1935), adaptación de la obra de Frank O'Connor. / <strong>imdb</strong></p>

Fotograma de la película Guests of the Nation (1935), adaptación de la obra de Frank O'Connor. / imdb

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La fila de escritores que siguen en comparsa a Chéjov es infinita. Esto ocurre porque muchos cuentistas celebran la fiesta de la literatura detrás del maestro ruso. También porque, en ocasiones, la pereza crítica incluye en la etiqueta chejoviana a cualquier escritor realista de cuentos que asome en el horizonte (como si el género no produjera otros resultados). Y ocurre finalmente, porque –Raymond Carver y Escuelas de Escritura Creativa mediante– los años han fraguado un método literario bastante definido. Siempre he pensado que, en este asunto, la imitación al maestro (también podemos decir plagio u homenaje) importa menos que la calidad: aquí yo no entiendo por calidad la composición de piezas perfectamente desequilibradas en sus asimetrías canónicas sino el espíritu vital que éstas traslucen. Si de entrada asumimos que el cuento realista puede no centrar sus esfuerzos en la innovación formal –no pasa nada por aceptar esto– para concentrar sus puntos de interés en la oportunidad social, psicológica o política de su expresión; si asumimos, digo, que el cuento de raíz chejoviana, en vez de conformar un artefacto del que se valora su envoltorio desenvuelto, es un poderoso instrumento para seguir ahondando en las contradicciones humanas, en sus sesgos o en las constricciones que nos atormentan, entonces es que estamos hablando de otra cosa. 

De todo esto sabía mucho el autor irlandés Frank O´Connor que, a tenor de lo traducido, escribía con la misma sencillez que el maestro ruso. Leídas en 2023, no se encuentran en sus páginas ni la sequedad prefabricada de la escuela carveriana ni esa tendencia a los golpes de efecto atenuados, como disimulados, como improcedentes, tan comunes en la vertiente realista del género cuento. Creo que a O´Connor le interesaba más vaciar el alma irlandesa, y si para ello tenía que echar mano del modelo chejoviano, si para ello tenía que corregir una y mil veces sus textos, lo hacía encantado. No creo incurrir en una contradicción al suponer que la filiación chejoviana no era un asunto de vital importancia para él, mientras cotejo esta afirmación con la tendencia al perfeccionamiento que –según cuenta el traductor Daniel Morales en el epílogo de Huéspedes de la nación y otros relatos– llevaba a O´Connor a reescribir una y mil veces sus cuentos (incluso cuando ya estuvieran publicados). Creo que al escritor irlandés le importaba más ser preciso en sus observaciones, porque en esa exactitud emergían con claridad las contradicciones sociales y psicológicas que tanto le preocupaban. Hay una literatura realista –naturalista, quizás– que consigue su efecto de verosimilitud en la acumulación de detalles y datos, en la caracterización de los tipos sociales, en el oportunismo de los temas, incluso en la introducción de ideología explícita en los textos. Pero en el género del cuento importa que la mirada enfoque bien lo que se trata de decir para que el texto no se desmiembre en tópicos costumbristas. 

A O´Connor le interesaba más vaciar el alma irlandesa, y si para ello tenía que corregir una y mil veces sus textos, lo hacía encantado

Es cierto que a través de los cuentos de O´Connor es posible adivinar el paisaje de fondo de la sociedad irlandesa. Quien lea las dos recopilaciones publicadas por La navaja suiza –Huéspedes de la nación y otros relatos, y El genio y otros relatos–, podrá capturar sin mucho esfuerzo las regularidades de sus pueblos en un arco histórico bastante amplio (desde los años 20 hasta al menos los años 50). Fijación por un tradicionalismo limitante, apego a lo rural, presencia de la religión en el entorno rural, alcoholismo, represión sexual, etc. Supongo que la literatura de O´Connor tendrá en Irlanda un lugar en la historia como testimonio claro de un país en eterna tensión con Inglaterra, pero yo creo que ofrece más. Sus cuentos ponen en acción los tipos comunes de aquellas tierras: niños solitarios, adolescentes reprimidos, maridos aburridos, esposas relegadas y sacerdotes alcoholizados. Además, no hace sangre con las debilidades de todos ellos, porque el escritor era consciente de lo estúpido de culpabilizar a sus personajes de unas vidas en permanente estado de pasmo. Esta compasión se da por hecho en un tipo de literatura social digna: no parodiar al individuo desmantelado por unas condiciones de pobreza económica y morales, sino abrir la posibilidad de la comprensión, para que los lectores que la leemos ochenta años después, sepamos que nosotros hubiéramos caído en un aturdimiento vital muy similar. Ahora bien, lo que no se espera de esta literatura es que el retrato social penetre un poco más en ese amasijo de intenciones de los personajes y demuestre que, en general, no hay muchas razones para el optimismo. El ser humano tiene por delante una tarea complementaria al trabajo, la familia, las humillaciones de rigor y el respeto por el prójimo. Una tarea que no se ve a las claras ni de frente pero que asoma con frecuencia: dotar de sentido su paso por el mundo. Los mejores cuentos de O´Connor –y son unos cuantos– son aquellos en los que estos sacerdotes convencidos, estos risueños jóvenes del campo, estas esposas sonrientes descubren un día que su amargura material y cotidiana encierra un corolario bastante cruel: que vaya uno donde vaya, siempre le están esperando las preguntas fatales: ¿cuál es mi lugar en el mundo?, ¿debo permanecer siempre aquí?, ¿siempre sufriré esta inclemencia?, ¿para qué todo esto? 

Su literatura tendrá en Irlanda un lugar en la historia como testimonio claro de un país en eterna tensión con Inglaterra

Dejo aparte sus cuentos más célebres, “Huéspedes de la nación” y “Mi complejo de Edipo”. El primer es un admirable texto pacifista (¿se inspiró en él Ken Loach para un argumento similar, aunque de milicias distintas, en El viento que agita la cebada?); el segundo demuestra finura y humor. Los dejo aparte porque a mí me conmueven especialmente relatos como “La sartén”, en el que un viejo sacerdote descubre el mismo día la envidia de su mejor amigo y un amor –la esposa de éste– al que nunca podrá entregarse. También “Desarraigo”, donde el protagonista huye de un sórdido ambiente rural pero, embotado e incapaz, no encuentra ningún revulsivo en la ciudad. Igualmente, “Catorce años después”, donde otro joven irlandés se sorprende de asentir con total naturalidad a una desidia vital que hace de él una criatura sin destino. Y “El estudio de la historia”, donde un risueño joven provoca inconscientemente un injusto y enorme sufrimiento a su madre. En estas piezas encontramos el Chéjov amargo de “Vanka”, de “Tristeza”, de “El beso”, ese que nunca sirve el té a media tarde. El Chéjov que catalizó una estructura literaria, sí, pero también el que desvela las secretas amarguras que anidan en el fondo de nuestros corazones. El escritor que siempre desconfió de la bondad de los hombres normales. 

E. M. Cioran dejó escrito en sus cuadernos personales cuánto se deprimía leyendo a Chéjov. Es cierto que las obras del filósofo rumano resultan bastante saludables: su humor, su socarronería, incluso su aplastante pesimismo son capaces de sacudirnos en momentos de angustia (y de no angustia). Pero también lo es que Cioran escribió muchas líneas de irremediable nihilismo. Líneas en las que todo lo que no sea esperar la aniquilación del espíritu, que nos aguarda tras la muerte, supone una pésima noticia para el mundo. Pues bien, este mismo filósofo, que llevaba en la sangre la fatalidad, se entristecía leyendo a Chéjov, hasta el punto de no soportar su aplastante melancolía. “Quizá no haya escritor que haya alcanzado un grado tan alto de desolación”, escribe en su cuaderno de 1965. Es una sensación típicamente chejoviana que he creído encontrar en algunos de los cuentos de Frank O´Connor. Después de leerlos, se impone la tarea de admitir tres cosas: que el fracaso en la construcción de un sentido para la vida es algo en lo que incurren la mayoría de los seres humanos (todavía más en entornos miserables); la segunda es que la desesperación subsiguiente puede producir alta literatura si se enfoca con ligereza verbal y ausencia de adornos; la tercera, que estamos obligados a visitar esta desolación de vez en cuando. 

La fila de escritores que siguen en comparsa a Chéjov es infinita. Esto ocurre porque muchos cuentistas celebran la fiesta de la literatura detrás del maestro ruso. También porque, en ocasiones, la pereza crítica incluye en la etiqueta chejoviana a cualquier escritor realista de cuentos que asome en el horizonte...

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Roberto Valencia

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