EL SALÓN ELÉCTRICO
El ‘paquete’ del sargento Sean Penn
Tras el lamentable comunicado de la selección masculina por el caso Rubiales, damos un paseo por el infierno cinematográfico que aguarda a los hombres gallinas
Pilar Ruiz 15/09/2023
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Palabra gruesa: cobardes. Así tildan infinidad de opinadores y panelistas a los jugadores de la Selección española masculina por su retardado y feble comunicado sobre el caso Rubiales. Ni jugadores ni hombres, de pronto solo unos chicos, chavales, pitufos… Podríamos añadir estos sobrenombres si equiparamos los epítetos que reciben sus homólogas desde los medios y dirigentes futboleros. En cualquier caso, ellos, tan hombres, están muertos de miedo y eso explicaría su “decepcionante” (sic) comunicado.
El último escándalo del escándalo alrededor de las mil y una miserias del fútbol español, esa camorra del deporte entreverado –como el tocino rancio– de corrupción política, económica y social. Una roña de décadas ha aparecido bajo la equipación de la Roja, vestida también por unas mujeres campeonas del mundo. La cosa se explica de manera sencilla: ante los poderes casi supraterrenales de los mandamases del fútbol, ellas eran las valientes. Y ellos, los futbolistas de la selección “absoluta”, los elegidos para encarnar los valores (¿?) que le suponen al deporte profesional, unos cobardes. ¿Seguro? ¿A qué podrían tener miedo estos hombretones? La cobardía: un tema fascinante que ocupa siglos de literatura. Masculina, por supuesto. Los romanos, misóginos a más no poder, creían que la virtud (virtus) es patrimonio del hombre (vir). Una de las cualidades fundamentales del virtuoso es el valor. Pero, ¿y si ellos no son tan virtuosos, es decir, viriles? Ah, la cobardía, esa cosa con plumas. ¿Homofobia latente? Pues también por ahí anda la cosa, porque la cobardía, ya desde los romanos, resulta mujeril y afeminada.
Portada de Las cuatro plumas (Zoltan Korda, 1939).
Las cuatro plumas es una novelita de aventuras victorianas escrita por el militar, político y espía al servicio de Su Majestad, Alfred E.W. Mason (1865-1948) en la que un oficial de familia “bien”, sorprendentemente intelectual y reflexivo, descubre que lo del ir a matar moros rebeldes al Imperio no es para él y abandona el ejército. Sus amigos, también soldaditos, e incluso su novia, le hacen bullyng mandándole las plumas del título y tiene que demostrar con heroicidad suicida que es el más valiente de todos. Solo que lo del militarismo no le hace tilín. ¿Dilemas antiguos de señoros colonialistas con sables y entorchados? Pues no tanto, a tenor de las declaraciones belicosas de un tal Borrell o las del Ministerio de Defensa de una tal Robles.
Esto de enviar una pluma como símbolo de cobardía parece provenir de las peleas de gallos: los de raza pura no mostrarían plumas blancas, en caso contrario, indicaría que el gallo es un mestizo, o sea, inferior. Ejem. Lo de avergonzar al cobardica también es antiguo, incluso medieval. Durante la tercera cruzada, se enviaba lana y rueca a los hombres sin ganas de partir a Tierra Santa sin Ryanair y recibir mandobles de las huestes de Saladino, dando a entender que solo eran aptos para el trabajo de las mujeres, cobardes por naturaleza. Las cuatro plumas ha tenido siete adaptaciones cinematográficas –1915, 1921, 1929, 1939, 1955, 1977 (para TV) y 2002–. La mejor y más famosa es la del 39, un clásico del género de aventuras dirigida con mano de hierro por Zoltan Korda, exoficial de la caballería húngara en la Primera Guerra Mundial que emigró a Reino Unido junto a su hermano Alexander, también estupendo director y coproductor de dos obras maestras del cine: Ser o no ser (Lubitsch, 1942) y El tercer hombre (Reed, 1949). Mucho género bélico y posbélico no por casualidad.
En el “cine de hombres muy hombres” se puede ser cualquier cosa menos un gallina. Vean si no Rebelde sin causa
Aquí entra el fútbol como metáfora de batalla entre ejércitos abanderados en un conflicto internacional –champions, mundiales– con sus vencedores y vencidos, sus héroes y sus cobardes. Uno de los mayores éxitos de taquilla de todos los tiempos, El sargento York (Hawks, 1941) contaba la historia real de un objetor de conciencia reconvertido en el soldado más condecorado de Estados Unidos por matar alemanes a porrillo durante la Primera Guerra Mundial. Estrenada durante la semana del ataque de Pearl Harbour, los norteamericanos salían del cine para ir derechitos a la oficina de reclutamiento, cambiando cola por cola y tiros de pega por granadas verdaderas made in Japan. En el Gran Moridero de 1914, los italianos Gassman y Sordi son fusilados por hacerse los héroes a destiempo en La gran guerra (Monicelli, 1959). También fusilan a falsos cobardes como ejemplo de barbarie al cuadrado en Senderos de Gloria (Kubrick, 1957). Antibelicismo fílmico campando libre por los años 50 del siglo pasado mientras que se persigue a los desertores ucranianos y rusos hoy, ahora mismo.
Silvana sí, guerra no.
En el “cine de hombres muy hombres” –casi todo él– se puede ser cualquier cosa menos un gallina. Vean si no Rebelde sin causa (Ray, 1955) y su divertida revisión ochentera en Regreso al futuro (Zemeckis, 1985), con un Marty McFly/Michael J. Fox como remedo reaganista de James Dean –ambos bajitos y poquita cosa– que saltan como leones en cuanto les llaman “gallina” por culpa del conflicto irresoluto con un papá calzonazos y afeminado según los estándares de la época. Los parecidos ideológicos, temáticos y físicos con la película de Ray resultan más evidentes en la primera parte de la trilogía, con el viaje temporal al universo macho-violador de los años 50 estadounidenses en el que un padre cobarde deviene en valentón, condición necesaria para el nacimiento del propio Marty. A buen entendedor…
También pueden ver a McFly/Fox en Corazones de hierro (Brian de Palma, 1989) como el corajudo enfrentado a un pelotón violador y asesino –perdón por el pleonasmo– durante la Guerra del Vietnam: el incidente de la colina 192 destapado por The New Yorker. Lo de agarrarse “las partes” (Rubiales dixit) tiene un significado inequívoco explicado por el sargento psicópata y violador interpretado por Sean Penn: la verdadera guerra, que no es otra cosa que la violación de mujeres enemigas. “La gente dice que esto es un arma (alza su fusil). No, esto es un juguete. ¡¡Esto es un arma!! (agarrada de paquete)”.
Quizá la selección masculina gallinácea no lo sea tanto por salvar sus piscinas, que diría Welles. Y quizá un cenutrio como Carvajal sea el verdadero portavoz
En el Western y sus guerras de frontera, el personaje del cobarde y su contrario, el héroe, se erigen como pilares narrativos, siempre desde la perspectiva occidental, colonizada por el individualismo feroz de la mentalidad norteamericana, donde la mayoría se convierte en ejemplo de cobardía. Solo ante el peligro (Zinemann, 1952) con título-spoiler en castellano, es el hito. Escrita por Carl Foreman, borrado de los créditos por comunista, al fondo de la imagen de ese Cooper solitario y valiente –revés pistolero y acongojado del cuáquero pacifista de La gran prueba (Wyler, 1956)– resuena la Caza de Brujas, cuando los cobardes se rilaron frente al senador McCarthy y delataron a todos los rojos de Hollywood, Broadway y alrededores. ¿Miedo? Lo hicieron para salvar sus piscinas, según Orson Welles. Y, digámoslo claramente, también están los que cantaron con mucho gusto, fascistas de toda la vida.
El infierno son los otros. En un western moderno como Perros de paja (1971) Peckinpah “redime” del pacifismo cobardón a un enclenque profesor de matemáticas –Dustin Hoffman– encorajinado porque los pueblerinos del lugar han violado a su mujer –Susan George–. Infierno de cobardes (Eastwood, 1973) presenta el mismo tema de pueblo cagalón y justiciero vengador, también hasta la violación, y ya hemos hablado de unas cuantas. A este santo patrón de los machotones, Clint Eastwood, se le cae la masculinidad encima en El seductor (1973) de Siegel. La única buena interpretación del mediocre actor Clint es la del desertor cobarde que se refugia en la casa de unas débiles mujeres aisladas en medio de la guerra de Secesión, pensando que va a pasar el resto del susto bélico como gallito del corral, para descubrir que el terror masculino tiene rostro de mujer. Cry macho, vuelve a decir Sofía Coppola en la versión de 2017, con mirada de mujer sobre esta venganza femenina que gustó poco a la crítica, es decir: los críticos. Alguno llegó a calificar la película de “frígida” (sic). ¿Para cuándo una reseña que hable de películas con disfunción eréctil? Deseando estamos, oigan.
Clint Eastwood muerto de miedo en El seductor (Siegel, 1971).
Quizá la selección masculina gallinácea no lo sea tanto por salvar sus piscinas, que diría Welles. Y quizá un cenutrio como Dani Carvajal sea el verdadero portavoz de todos ellos. Con un “ismo” pegadito a su cara circunspecta, deja bien claro de dónde sale el supuesto canguelo de estos personajes horteras y analfabetos, ejemplos del privilegio más impúdico. Pura ideología, el “ismo” rabioso de Carvajal se victimiza, refocilándose en una frustración que deforma la realidad hasta convertir a las verdaderas víctimas en monstruos. Solo hay una solución: salir a la caza de esos monstruos escondidos en la oscuridad, ya sean mujeres futbolistas, feministas “radicales”, ministras de Igualdad, negros, progres, moros, judíos, okupas, científicos, meteorólogos, pobres, gays, trans, inmigrantes, ecologistas, lobos. Lo que sea, siempre que resulte fácil de aplastar por más débil, inerme, precario, vulnerable. El discurso conocido y reconocible del cobarde que se alza sobre las llamas del Averno pidiendo a gritos el fin de la convivencia, la libertad, la justicia y la democracia. Agitan la bandera de su miedo mientras esperan la llegada de un gran cazador, hombre fuerte, viril, valiente, que se haga con el poder y aplaste a los monstruos en su nombre. Ya saben: el “ismo” de toda la vida.
Palabra gruesa: cobardes. Así tildan infinidad de opinadores y panelistas a los jugadores de la Selección española masculina por su retardado y feble comunicado sobre el caso Rubiales. Ni jugadores ni hombres, de pronto solo unos chicos,...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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