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LITERATURA

Todo lo sólido se desvanece en el aire, otra vez

Marcharse, dejarlo todo atrás, romperlo y romperse parece ser un deseo recurrente en los períodos de estabilidad, pero también en los del más extraordinario desorden

Patricio Pron 7/10/2023

<p>Imagen de una persona caminando en la naturaleza. / <strong>Pixabay</strong></p>

Imagen de una persona caminando en la naturaleza. / Pixabay

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Norbert Monde lleva algún tiempo queriendo hacerlo, y, por fin, el día en que cumple 48 años, lo hace: se afeita el bigote, retira trescientos mil francos de su cuenta bancaria y desaparece. Quizás descubre quién es realmente cuando una noche –en Marsella, en el hotelito en el que se aloja– le salva la vida a Julie y se enamora; pero nadie es por mucho tiempo quien cree ser, y un día Monde regresa a París sin Julie y retoma su vida anterior con una “fría serenidad”.

La Fuite de Monsieur Monde –que Tusquets publicó como La huida en 2005– anticipó la de su autor, quien se instaló en los Estados Unidos en 1945, el mismo año en que esta novela fue publicada. Georges Simenon tenía siete años menos que su personaje, pero los cuatro de ocupación alemana y el desorden amoroso habían instalado en él un deseo similar. “Después de haberla terminado, hacia finales de marzo de este año”, le dijo a André Gide en una carta, “tuve la impresión, y todavía la tengo, de que un período de mi vida había finalizado y empezaba uno nuevo”. Como escribió en La huida, “era un hombre que había arrastrado su condición humana durante mucho tiempo sin ser consciente de ello, como otros arrastran una enfermedad que desconocen. Había sido un hombre entre los hombres, y había sido a veces perezoso, a veces obstinado, sin saber a dónde iba”. Un nuevo propósito lo embargaba, pero ese propósito se desdibuja con el retorno porque la huida otorga un sentido provisional a las cosas, y éste –como saben bien los otros personajes de Simenon que huyen: el Kees Popinga de El hombre que miraba pasar los trenes y también, en algún sentido, el Jules Malétras de Testigo de Malétras, Hans Kupérus en El asesino y el Joris Terlinck de El alcalde de Furnes– se disipa en cuanto esa fuga concluye, dejando tras de sí algo sólo un poco mejor que el vacío.

Ni Monde tiene rasgos propios ni es un personaje único en la literatura; el Rip Van Winkle de Washington Irving, que escapa de su mujer y pierde la oportunidad de pasar a la historia como un patriota, y el Wakefield de Nathaniel Hawthorne podrían parecernos sus antecedentes, pero tiene más, así como un puñado de congéneres: el “desaparecido” Karl Rossman de América de Franz Kafka, el progenitor de Padres e hijos de Ivy Compton-Burnett, la anciana de Una rosa para Emily de William Faulkner –que se retira del mundo y oculta su secreto durante cuarenta años–, algunos personajes de Jack Kerouac y el Harry Armstrong de John Updike, el protagonista de Il fu Mattia Pascal de Luigi Pirandello y el de El libro de los finales, la no muy conocida –y extraordinaria– novela de Joan Bodon, los personajes de El libro de las huidas de Jean-Marie Gustave Le Clézio, los de Peter Rock y el narrador de La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, entre otros.

Al tiempo que la psiquiatría y el psicoanálisis abordan el malestar de sus pacientes con el propósito de aliviarlo, también lo “crean”

¿Qué los lleva a huir? ¿De qué escapan? ¿Qué es ese anhelo que los arrastra consigo? ¿Por qué regresan en ocasiones, pese a todo? Mucho después del Wakefield de Hawthorne –quien un día de octubre se despidió de su esposa, alquiló una habitación frente a su antigua casa y a continuación se pasó los siguientes veinte años observándola, antes de regresar a su domicilio–, la psiquiatría se planteó estas preguntas durante algunos años, por ejemplo en el caso de Jean-Albert Dadas, un obrero de la región de Burdeos que periódicamente se veía asaltado por un estado parecido al sueño en el que recorría largas distancias a pie sin saber quién era ni hacia dónde se dirigía; cuando despertaba –en Moscú, en Viena, en Constantinopla, en Argel... sus recorridos están documentados y son impresionantes–, Dadas no sabía qué se había apoderado de él, de qué modo había llegado allí, ni cómo regresar. Los psiquiatras propusieron un puñado de posibles diagnósticos –“automatismo ambulatorio”, “fuga histérica”, “dromomanía”–, pero en 1909 su interés por el trastorno se había agotado y la figura del fugueur se extinguió, algo no del todo sorprendente si se considera –como hace Mikkel Borch-Jacobsen, quien narra el caso en su libro Making Minds and Madness: From Hysteria to Depression– que, al tiempo que la psiquiatría y el psicoanálisis abordan el malestar de sus pacientes con el propósito de aliviarlo, también “crean” ese malestar, otorgándole un estatuto y un tratamiento a lo que, en realidad, es un cierto número de síntomas profundamente individuales que a menudo son manifestación de un trastorno que no es individual y hace al modo en que las personas viven en una sociedad específica en un momento histórico concreto. Como escribe Borch-Jacobsen, “puede que nuestras biblias psiquiátricas modernas (DSM-IV, CIE-10) sigan dando cabida al diagnóstico de ‘fuga disociativa’, pero ya no existe, en la Europa de principios del siglo XXI, ningún entorno en el que esa enfermedad pueda prosperar de verdad. [...] Cada época, cada sociedad, produce su propio tipo de locura, de enfermedad del alma, y es inútil intentar traducir una en otra, o hacer de ésta la verdad de otra, pues los paradigmas culturales que las originan son inconmensurables…”.

Pese a ello, afirmó recientemente el escritor español Antonio Pau, la huida es “una constante en la evolución de la humanidad y está presente, como proyecto o como realidad, en la vida de cada hombre y cada mujer”; sólo unos meses antes de que en un mercado de animales en Wuhan comenzase una pandemia y el confinamiento hiciera surgir en millones de personas un deseo intensísimo de escapar, Pau ya percibió ese deseo en tendencias y fenómenos contemporáneos como los “baños de bosque” y el “nomadismo digital”, el impulso neorrural y el proyecto de una existencia en línea sólo aparentemente más libre que reemplace a la real y sus limitaciones, el aumento de los suicidios –que, sin embargo, el autor no ve como una auténtica huida– y las utópicas comunidades “bolo” concebidas por Hans Widmer.

La “teoría y práctica de la huida del mundo” que propone Pau en su Manual de Escapología no es del todo eficaz para permitirnos escapar de él –excepto del modo en que uno lo hace cuando es absorbido por la lectura– y seguramente no le sería de gran utilidad a Thomas, el protagonista de Monte a través de Peter Stamm, quien, una tarde, después de acostar a los niños, deja a un lado el periódico que estaba leyendo, se pone de pie, atraviesa la verja de la casa, ya no deja de caminar hasta llegar al bosque, desaparece. Quizás tampoco sirviera al J. de Primero estaba el mar ni a su hermano Emiliano en Los caballitos del diablo, dos novelas del talentoso escritor colombiano Tomás González; si en la primera J. adquiere una finca en la frontera entre Colombia y Panamá y se marcha allí con su esposa “huyendo de cierta racionalidad oprobiosa” sólo para tropezar con algo ligeramente peor –la parálisis, la descomposición, la violencia, la enfermedad, la muerte–, en la segunda Emiliano sí consigue convertir salvarse, aunque no sin pagar un precio por ello.

La experiencia de la modernidad entraña siempre la posibilidad de que todo lo sólido se desvanezca en el aire

Marshall Berman, y antes Karl Marx, dieron cuenta del hecho de que la experiencia de la modernidad entraña siempre la posibilidad de que todo lo sólido se desvanezca en el aire. Marcharse, dejarlo todo atrás, romperlo y romperse parece ser un deseo recurrente en los períodos de estabilidad, pero también en los del más extraordinario desorden. En Monte a través, Thomas nunca se detiene a pensar por qué se fue ni revisita más tarde el momento en que lo hizo, pero el narrador recuerda que, en ese momento, las sombras comenzaban a “alargarse”, el seto parecía haberse convertido en un “muro infranqueable”, el patio daba la impresión de ser un “oscuro calabozo” y el aire estaba “enrarecido, espeso, como si en el interior de la casa la presión fuera más elevada”; su marcha está presidida por la misma percepción de lo cotidiano como ominoso que subyace a la mejor literatura de terror y new weird del momento, así como por el peso abrumador de un pasado personal y colectivo que –como en el caso de Wakefield, de Mattia Pascal, de Norbert Monde– sólo puede disipar el puro presente de la huida. “Era como si no tuviera ni pasado ni futuro. Sólo existía ese día, ese camino por el que avanzaba lentamente rumbo a la cumbre”, nos dice Stamm en prácticamente el único momento feliz de todo el libro. Pero la novedad es que un presente cuyas manifestaciones más visibles son la destrucción del mundo físico en nombre de la generación de riqueza y la de los proyectos vitales de las personas –en virtud de que ni las empresas ni el Estado se proponen la redistribución de esa riqueza– tampoco sirve de refugio. Nuestra época se sitúa al final de la historia y sólo parece capaz de concebir la suspensión de ese final bajo la forma de una huida permanente: quienes desaparecen, los migrantes que son retenidos en nuestras fronteras, los que mueren en el Mediterráneo, los jouhatsu japoneses que se inventan una nueva identidad y rompen con su vida pasada cuando ésta les resulta insoportable, los desplazados climáticos y los refugiados son las figuras que mejor expresan la historia hecha presente en la época contemporánea.

Una vez más, la literatura ya estuvo allí, y el trastorno que preside las vidas de sus personajes es el de quien ha contemplado tantas tragedias que cree haber perdido su lugar en el mundo. Huir, escapar, no resignarse son “modos de atravesar lo abrumador”, como escribió Lauren Berlant en El optimismo cruel: interrumpen aunque sea provisionalmente una existencia en la que, como sostiene la estadounidense, lo que deseamos –”la comida, una forma de amor, una fantasía de la buena vida o un proyecto político”– impide la satisfacción del deseo que promete saciar, aunque sólo a condición de que quien huye se escinda –vivo para sí mismo, muerto para los demás, quien escapa vive el tipo de situación “inimaginable” que la literatura lleva imaginando siglos– y enmudezca.

Pero hay una huida de ese silencio, y es la de encontrar nuevas palabras para viejos y nuevos anhelos y, con ellas, la posibilidad de que ya no sea necesario huir de quienes somos. No un happy end cuya demanda es cada día más difícil de satisfacer para los escritores que practicamos ese tipo de imaginación razonada que algunos llaman “realismo”, sino una aproximación a vidas posibles, desbalanceadas y presididas por el malestar que pudieron haber sido la nuestra de mediar otras circunstancias. Una manera de habitar un mundo en el que todo lo que solía parecernos sólido y duradero –los hábitos adquiridos, el mundo del trabajo, ciertas parejas, el Estado de Derecho, los ciclos naturales y las estaciones– se extingue aceleradamente. No sólo la denuncia de la desaparición  de un proyecto compartido, sino un modo de hacer posible a través de la huida la aparición –continuada, persistente, inescapable– de esa desaparición antes de que ésta nos destruya. Un modo de articular la promesa de que –como escribió Jean-Marie Gustave Le Clézio en El libro de las huidas– huir “de la huida misma [para] negar hasta el último placer de la negación. Entrar en sí mismo, disolverse, evaporarse, hacerse cenizas, con entusiasmo, sin darse un respiro” deje de ser, para muchas personas, la única forma de habitar el mundo.

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Patricio Pron es escritor. Su nueva novela es La naturaleza secreta de las cosas de este mundo (Anagrama, 2023).

Norbert Monde lleva algún tiempo queriendo hacerlo, y, por fin, el día en que cumple 48 años, lo hace: se afeita el bigote, retira trescientos mil francos de su cuenta bancaria y desaparece. Quizás descubre quién es realmente cuando una noche –en Marsella, en el hotelito en el que se aloja– le salva la vida a...

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Patricio Pron

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