IGNASI GOZALO-SALELLAS / ENSAYISTA Y COMUNICADOR
“Hubo figuras institucionales sádicas y autoritarias en ambos lados del conflicto catalán-español”
Sebastiaan Faber 4/10/2023
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Las utopías del siglo XX terminaron en pesadillas –apunta Ignasi Gozalo-Salellas en su último libro– porque se las cargaron “la disciplina y la violencia de los Estados”. Hoy, en pleno siglo XXI, esos Estados nos pueden resultar extrañamente endebles frente a las grandes corporaciones que controlan todos los aspectos de nuestras vidas. Apple, Facebook, Amazon, Google y otras empresas privadas no solo nos vigilan continuamente, almacenando los datos que generamos en nuestro día a día queramos o no, como quien echa células de piel muerta. No, su control va mucho más allá: esas empresas también filtran nuestra experiencia del mundo, moldeando nuestros deseos y fantasías –tantos deseos que resultan perennemente inalcanzables– así como nuestras ansiedades y temores, en función de su afán de lucro. La lógica neoliberal lo ha colonizado todo, incluido el “derecho al futuro.” Con la privatización de este, escribe Gozalo-Salellas, se “desenmascara la última utopía que se ha ofrecido al mundo: la ideología capitalista”. Mientras tanto, el mundo está gobernado (es un decir) bajo un permanente estado de excepción, en la definición de Giorgio Agamben. No hay ningún derecho civil o humano que no esté sujeto a ser suspendido de un momento a otro por los nuevos “supersoberanos”: los Estados democráticos y sus representantes burocratizados, pero también tiranos autócratas y ejecutivos informáticos que están libres de todo control ciudadano.
Son estas algunas de las observaciones clave de La excepcionalidad permanente. Nuestros estados de excepción (Cuadernos Anagrama), que se acaba de publicar en catalán y castellano. Bien mirado –argumenta el autor–, son dos las formas de excepcionalidad que nos rigen: no solo vivimos estados de excepción políticos (dominados por los antagonismos) sino también somáticos, a través de nuestra dependencia de “algoritmos, aplicaciones y dispositivos-prótesis”.
Ignasi Gozalo Salellas (Darnius, Girona, 1977) es doctor en Lenguas y Culturas Hispánicas por la Universidad de Pensilvania (EE.UU.). El año pasado, regresó a Catalunya después de una década en Estados Unidos, donde trabajó en varias universidades y desde donde coeditó El síntoma Trump. Qué hacer ante la ola reaccionaria (Colección Contextos /Lengua de Trapo), un libro de entrevistas con intelectuales prominentes como Wendy Brown, David Harvey, Silvia Federici y Corey Robin. Gozalo-Salellas es profesor desde hace un año en el departamento de Ciencias de la Información y de la Comunicación de la Universitat Oberta de Catalunya, donde forma parte, junto con Marina Garcés y otros, del grupo de investigación MUSSOL.
Su libro, pese a ser breve, tiene un carácter bastante híbrido.
Mi manera de pensar el ensayo siempre ha sido fragmentaria y unitaria a la vez, un poco a lo Montaigne. Este libro en parte nace de algunas crónicas y ensayos periodísticos, escritos desde Estados Unidos y España, que funcionaban de manera suelta. Hace unos meses me di cuenta de que allí había un corpus que hablaba de una temporalidad muy clara: una década a ambos lados del Atlántico, con muchas cosas surreales que primero ocurren en Estados Unidos y, después, de modo especular, en Europa. Ya lo dijimos en El síntoma Trump: el propio Trump no es la enfermedad. Es un síntoma de algo mayor que, como ahora sabemos, también afecta a otras partes del mundo.
Dice al final del texto que ha escrito el libro para “concienciar provocando”. ¿Qué partes del libro le parecen más provocadoras?
Bueno, “provocar” no lo decía en el sentido de polemizar, sino con la idea de encontrar una interlocución en el lector. Espero que todo el mundo se pueda sentir afectado o atravesado por algunas de las lógicas de la excepción que describo. El libro tiene una vocación de diálogo entre comunidades. De ahí también que se publique simultáneamente en castellano y catalán.
¿Cree que cada edición alcanzará a lectores distintos?
Claro. También tiene que ver con los trozos de mi identidad. Mi padre es castellano; mi madre es catalana. Y he vivido estos últimos años con una clara sensación de caos identitario por el tema del procés y la relación conflictiva entre las instituciones y los movimientos sociales. Bien mirado, quizá lo más provocador del libro sea, precisamente, sacarlo en dos idiomas. Hay un par de capítulos que tal vez sean leídos de forma muy diferente en Barcelona y en Madrid.
El movimiento independentista catalán creyó seguir la lógica redentora de Benjamin, en torno a una figura casi mesiánica como Puigdemont
¿Por ejemplo?
Pienso en los capítulos dos y tres, que tratan del estado de excepción y del Estado total. En el primero, hablo de las dos formas en que se ha teorizado la violencia con relación al Estado en el siglo XX: por un lado, la violencia insurreccional que describe Walter Benjamin; por otro, la violencia institucional del Estado que describe Carl Schmitt. El conflicto en torno a Catalunya se deja entender en función de esas dos lógicas. El movimiento independentista catalán, por ejemplo, claramente creyó seguir la lógica redentora de Benjamin, en torno a una figura de índole casi mesiánica como Puigdemont.
Usted, en cambio, matiza esa idea, señalando que hay elementos de Schmitt y de Benjamin en los dos lados del conflicto –además, ambos acabaron invocando una idea de excepcionalidad–. Escribe: “Ninguno de los posicionamientos hegemónicos de los dos bandos del conflicto catalán-español buscó una política de reconocimiento, que es en esencia la base de una respuesta política democrática y no imperialista”.
Eso es. Y creo que hubo figuras institucionales muy sádicas y autoritarias en ambos lados.
De la mano de Schmitt y Benjamin, observa usted un retorno de la teología política en el mundo entero.
Para mí, eso se ve claramente en el auge de individuos que se convierten en figuras casi divinas, salvadoras. Y hablo no solo de figuras políticas, de líderes de países como Rusia o Estados Unidos, sino también de empresarios, sobre todo de Silicon Valley, que tienen una influencia absoluta en nuestra forma de vivir la vigilancia, de vivir el estado permanente que yo denomino de emergencia.
Decía que el tercer capítulo también se leerá de forma diferente según el contexto.
Habla del Estado total: de jueces que de alguna manera toman el poder. En un momento me di cuenta de que lo que hizo Trump con el Tribunal Supremo en Estados Unidos no es muy diferente de lo que Rajoy acabó haciendo con el Tribunal Constitucional. También hablo de la figura del juez perseguidor, encarnada en la tríada de Marchena, Llarena y Lamela.
De nuevo, el Atlántico como espejo.
Esos fenómenos no es que tengan una unidad per se, pero sí responden a una lógica parecida.
Su libro me ha parecido, ante todo, un diagnóstico, un análisis de una realidad determinada.
Es verdad que hay más diagnóstico que remedio y que le falta un carácter propositivo. Reconozco que es muy difícil salir de este atolladero. Eso sí, el acto de reflexionar y reconocer heridas comunes representa un primer paso.
¿Heridas comunes compartidas por todas y todos los que vivimos en estos tiempos?
Sí. La gran idea del periodo populista que vivimos –que ni defiendo ni ataco– es el antagonismo. Pero, bien mirado, la lógica del antagonismo es muy anticuada: está fuera de lugar en una época como la nuestra, que es una época de contaminación. No hay nadie que esté libre de riesgo. Recuerdo, por ejemplo, la superioridad civilizatoria con que desde Europa se nos miraba en los primeros años del fenómeno trumpiano, que tú y yo vivimos en Estados Unidos. Nuestros amigos europeos se reían de nosotros. Pues ya no. Por eso prefiero escribir desde la humildad.
Reivindico la comunidad localizada, material, en lugar de las burbujas autorreferenciales de las redes
En su ensayo hay algunos amagos más propositivos. Las soluciones que propone, sin embargo, parecen vacilar entre lo político y lo moral. “Ante la absoluta asimetría entre el poder de la tecnología y el de los Estados”, escribe, “es necesario volver a la realidad con el fin de superar la irrefrenable seducción de los males del capitalismo tecnológico”, entre los que menciona el individualismo y el consumismo. Eso casi me suena al moralismo de un predicador protestante: una llamada a la moderación para resistir al pecado.
(Risas.) Algo de eso hay, sin duda. Es que yo soy un personaje muy viejo para mi edad. Me preocupa el control que ejerce la tecnología. Su velocidad da miedo. Lo que reivindico es la idea de la comunidad localizada, material, en lugar de las burbujas autorreferenciales de las redes, que solo sirven para azuzar esa idea de los antagonismos, la lógica schmittiana de amigo y enemigo.
En otro pasaje propositivo, hacia el final del libro, habla del arte y de la literatura. Su papel, dice, quizá “ya no sea tanto el de crear ficciones como el de crear realidades capaces de articular utopías que no sean perfectas ni totalitarias, sino más bien impuras y complementarias”. ¿Realmente cree que las clases creadoras van a ser capaces de resistir todas esas fuerzas nefastas que enumera en el resto del libro?
Me refiero a un arte y una literatura que superen lo que llamo las narrativas yonqui de nuestro tiempo: las series utópicas y, sobre todo, distópicas producidas por las industrias culturales en la acepción más capitalista del término. Series hechas para enganchar a sus espectadores. El software no solo te propone el episodio siguiente, sino que el algoritmo te sugiere otra serie diferente antes del final de la que estás viendo. En los años de la pandemia, la adicción a esas series reflejaba, creo, un deseo de adicción a unas lógicas de emergencia continua.
Cuando habla de obras que superen esas lógicas, ¿qué tiene en mente?
Pienso, por ejemplo, en una película maravillosa, y a la vez irregular, como La plaga (2013) de Neus Ballús. Narra una historia situada en una zona limítrofe del extrarradio barcelonés, que algún día fue rural, y que se ha quedado como tierra de nadie. Está fuera de la autopista, pero ya no es productiva porque ha sido urbanizada. Y en ese lugar liminal, entre muchas capas de distopía, de repente se encuentran una serie de personajes muy solitarios, muy marginales, que sin embargo construyen una comunidad. Eso me parece una manera de construir, no una utopía, sino un espacio utópico imperfecto.
Una soberanía colectiva no tiene que ser necesariamente la de un pueblo histórico
Un arte humanista.
Sí, sí, La plaga es claramente un cine que apuesta por el ser humano. Pero desde la diferencia, desde una identidad de alguna manera resquebrajada.
Concluye el libro con una apuesta por “una soberanía colectiva que supere el eterno dualismo entre soberanía nacional y soberanía decisionista o dictatorial”. ¿Está proponiendo otra forma de entender la soberanía popular?
Lo que digo es que una soberanía colectiva no tiene que ser necesariamente la de un pueblo histórico. Hay muchas escalas y afinidades en juego cuando pensamos en lo colectivo como comunidad.
Las utopías del siglo XX terminaron en pesadillas –apunta Ignasi Gozalo-Salellas en su último libro– porque se las cargaron “la disciplina y la violencia de los Estados”. Hoy, en pleno siglo XXI, esos Estados nos pueden resultar extrañamente endebles frente a las grandes corporaciones que controlan todos los...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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