CONSTITUCIÓN
En el nombre del futuro (y de España)
Sánchez cambió su criterio sobre la amnistía. Hacer a posteriori de la necesidad virtud o justificarla para que no llegue la ultraderecha al gobierno es evidente, interesado y comprensible
Jesús López-Medel 7/11/2023
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En España siempre es complicado hablar y, más aún, construir convivencia sin crispación. Sobre todo, cuando deben buscarse –casi siempre hay que hacerlo– fórmulas innovadoras e integradoras. También cuando estas han de enfocarse hacia el futuro y no petrificando la mirada. La Constitución de 1978 fue un momento excepcional (cuyo clima no existe desde hace mucho), un paso al frente valiente que fijó las bases para esa convivencia en un marco de libertad y democracia. Pero han pasado muchas cosas desde entonces y, en la rápida e intensa evolución de la sociedad española, algunos, paradójicamente los que entonces no apoyaban el texto, quieren congelar la Constitución.
Estos no solo se apropian indebidamente de ella, sino que también patrimonializan gravemente el concepto de España. Solo ellos y sus ideas son “España”. Lo que no les gusta, lo califican como ataque a “España” y se quedan tan tranquilos. El pensamiento conservador e incluso involutivo tiene hoy mucha pujanza. El problema es que lo está vigente en el texto constitucional ha contado con su constante oposición en muchos momentos. Debiéramos todos poner los ojos y la intención en avanzar e ir evolucionando, pues todo fluye, nada se estanca. Kierkegaard lo expresaba bien: “La vida se escribe hacia atrás pero se vive hacia adelante”. Pero no.
José María Aznar, militante de AP tras sus inicios falangistas, escribía artículos despectivos sobre el texto constitucional
Veamos, la Constitución de 1978 salió adelante con un apoyo abrumador pero solo con el respaldo de la mitad de los diputados de Alianza Popular (germen del PP). Los otros votaron en contra o se abstuvieron. En ese tiempo, José María Aznar, militante de AP tras sus inicios falangistas, escribía artículos despectivos sobre el texto constitucional. Un año antes se votaría la Ley de Amnistía. He leído ahora el debate parlamentario de esa norma, en el que el representante de ese partido, Antonio Carro Martínez, exministro franquista, explicaba por qué no daba su apoyo. También he escarbado en el proceso de elaboración del Estatuto de 1979 de Cataluña. El portavoz de AP, otro ministro franquista, argumentaba que con él llegaba la destrucción de España y defendía su voto en contra. Y así siempre en todo: voto contrario… y posterior apropiación de lo que rechazaron.
El pacto constitucional tenía por esencia una vocación de encuentro respecto a Cataluña; la Constitución y el Estatuto de 1979 constituyeron un abrazo, pero treinta años después, aquello había quedado superado y Cataluña quiso un nuevo Estatuto, pues los demás (Cantabria, Rioja, Murcia, etc) se habían equiparado a aquel. Muchos olvidaron algo importante de la etapa constituyente: Cataluña era una singularidad nacional, como también País Vasco y Galicia, y así debía ser tratada.
Ante el intento de actualizar el Estatut, los de siempre impulsaron una catalanofobia que se convirtió en el germen de lo que llegaría a ser un independentismo creciente. Pese a la promesa del entonces presidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, el Estatuto sufrió numerosos recortes en el Congreso. Aun así, fue aprobado por referéndum en Cataluña, que demostró mucho seny, pese a que muchos se sentían decepcionados.
Pero ahí estaba el bonachón y absolutamente irresponsable M. Rajoy, impulsando un recurso muy duro ante el Tribunal Constitucional y lo que era mucho peor: creando un clima de fobia hacia lo catalán y una fractura social de una parte de España frente a esa tierra. Después llegó la pésima sentencia del Constitucional, que mutiló aún más el Estatuto, y que hizo que Cataluña se sintiera gravemente humillada y agraviada, porque el tribunal le desposeía de competencias que otras comunidades autónomas, como Andalucía y País Valenciano, habían recibido sin problemas.
Ante el intento de actualizar el Estatut, los de siempre impulsaron la catalanofobia
Entretanto, se añadió más leña al fuego para estimular que el catalanismo, incluso el moderado, se convirtiese en independentismo emocional. El ministro más cercano a M. Rajoy, Jorge Fernández Díaz, utilizó fondos públicos y policías de Interior para inventar y difundir mentiras y calumnias contra los líderes catalanistas. Por supuesto, no fue imputado por esto. El juez García Castellón es uno de los ángeles de la guarda de la pandilla. Mientras el PP hacía crecer el independentismo, la Generalitat aprovechó la ocasión para celebrar, el 1 de octubre, un referéndum de juguete que, aunque no tenía base legal, se dejó hacer desde Madrid. En lugar de ignorarlo o intentar pararlo por la vía del diálogo, se mandó un barco lleno de policías que en tierra cargarían con ardor patriótico contra quienes estuvieran cerca de unas peligrosas urnas tan inofensivas como inocuas. Esa reacción encrespó más el desencuentro.
En esa línea de confrontación y de huida hacia adelante, el presidente de Cataluña, Carles Puigdemont, en un discurso pronunciado el 27 de octubre ante el Parlament, se refirió al “resultado” del referéndum como el “mandato de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república”. Estas palabras fueron recibidas como una proclamación de independencia por solo dos grupos parlamentarios, que dedicaron un aplauso de 34 segundos. Retomando el discurso, propuso al Parlamento la suspensión de la independencia “para que en las próximas semanas emprendamos un diálogo sin el que no es posible llegar a una solución acordada”. Total, 56 segundos duró este vodevil.
El Gobierno del PP aplicó por vez primera el artículo 155 de la Constitución, y suspendió la autonomía de Cataluña. El PSOE, con Pedro Sánchez, apoyó la declaración en el Senado, frente a la cual solo unos pocos alcaldes del PSC se rebelaron.
M. Rajoy, incapaz de buscar soluciones, convirtió un grave desencuentro político en un gravísimo y sobredimensionado asunto judicial. Su gobierno encomendó al órgano penal de más extrema derecha que empurasen a esos torpes como si fueran golpistas. E hicieron una trampa muy grave: se inventaron un supuesto delito de rebelión (violencia) que ningún jurista sensato admitiría, salvo que se moviese por ideas políticas. Con ello, dejaron sin potestad al Tribunal de Justicia de Cataluña, que era el competente para juzgarles. En la vista oral comparecieron como testigos inculpatorios las fuerzas de seguridad represoras del simulacro de referéndum. Al tener que absolver a los acusados de un delito inexistente, el tribunal sentenciador engordó al máximo las penas de sedición, delito anacrónico que apenas existe en ningún país europeo y que en España jamás se aplicó. Y malversación, con penas máximas. El furor patriótico nacionalista español se cebaba contra otro nacionalismo, el catalán. En ese tiempo, ni una sola voz del PSOE fue crítica con el gobierno en su estrategia.
Era claramente un asunto político, sobre el cual yo escribiría cinco artículos críticos en El Periódico de Cataluña en ese otoño de 2017. El resultado fue doloroso para mí: vinieron por segunda vez desde Exteriores (yo estaba en la AECID) y el Ministerio de Justicia con severa crítica, supuestamente burocrática, pero que envolvía un ataque a mi libertad de pensamiento y expresión. Estuvieron de nuevo a punto de echarme. Me salvó una muy grave enfermedad, tan cierta que estuvo a punto de llevarme al otro mundo.
El juicio en el Supremo fue un retorcimiento del Derecho para conseguir penas altísimas y estigmatizar a los encausados
El juicio en el Supremo fue un retorcimiento del Derecho para conseguir penas altísimas y estigmatizar a los encausados. El PSOE seguía sin hacer una reflexión. “Nunca les indultaremos”, dijo Sánchez, pero la realidad aritmética cotidiana y cierta audacia le obligaría a ello. Pocos lo aplaudieron y era arriesgado. Yo lo aplaudí, pues mi último libro jurídico, precisamente de 2017, era sobre el indulto. Después, tomó otra medida acertada: suprimir el anacrónico delito de sedición y otra, pésimamente explicada: rebajar ad hoc las penas de malversación. Ante estas leyes aprobadas por las Cortes, único órgano de representación de la soberanía popular, el juez Marchena se las pasó por el forro, y como no le gustó, no las aplicó. Desvergüenza y ensañamiento.
Tras los resultados inciertos de las elecciones de julio, Sánchez cambió su criterio sobre la amnistía. Hacer a posteriori de la necesidad virtud o justificarla para que no llegue la ultraderecha de PP-Vox al gobierno es evidente, interesado y comprensible.
Hace escasos días, el presidente adujo como motivación “el interés de España.” A mí, al escucharle en la radio, me surgió una sonrisa: hace dos años y medio, en una entrevista sobre los indultos, utilicé esa idea. Como a otros progresistas independientes y libres, el relato de todo lo acontecido, me lleva a mirar adelante y a apoyar en conciencia la amnistía.
En España siempre es complicado hablar y, más aún, construir convivencia sin crispación. Sobre todo, cuando deben buscarse –casi siempre hay que hacerlo– fórmulas innovadoras e integradoras. También cuando estas han de enfocarse hacia el futuro y no petrificando la mirada. La Constitución de 1978 fue un momento...
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Jesús López-Medel
Es abogado del Estado. Autor del Libro “Calidad democrática. Partidos políticos, instituciones contaminadas. 1978-2024” (Ed. Mayo 2024). Ha sido observador de la Organización de Estados Americanos (OEA) y presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Democracia de la OSCE.
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