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Uno no elige los recuerdos. Esto es, los recuerdos son un magma, una corriente de convección. Se empujan unos a otros, de manera que priman o desaparecen por la voluntad del calor y del frío, que tal vez no es más que uno de los ordenamientos del azar. Esta semana, por ejemplo, he vivido con el recuerdo –palpable, fresco, como una herida que no duele– del juego en la niñez, y de su única interrupción: el castigo. El juego en la infancia se me ha revelado como algo muy importante. El juego es el oficio de los niños. Y, en ese sentido, yo fui un gran profesional. Me levantaba antes de tiempo para poder jugar más, y aprovechaba hasta el último momento para seguir jugando. En ocasiones jugaba, continuaba jugando, bajo las sábanas. En la escuela o en algún otro punto en el que la vida –es decir, el juego– se aplazaba. Imaginaba complicaciones para mis juegos, que aplicaba unas horas después, con total éxito y efectividad, cuando ya era libre. Me recuerdo a mí mismo jugando en el patio, bajo la parra. Conocía todas las arrugas y los ángulos de aquella parra retorcida, de manera que ahora mismo la recuerdo como se recuerda a una persona muerta y añorada, abrazada en vida cientos de veces. Me recuerdo a mí mismo en las tardes perladas, jugando en la cocina, tras las ventanas húmedas de vapor, olvidado y protegido por las mujeres. Sobre el castigo, una de las interrupciones más bruscas del juego, lo recuerdo como un insulto. Me veo sentado, castigado, en el peldaño del taller viejo que había en el patio, sin poder moverme o hablar con nadie, por alguna fechoría que habría hecho. Me recuerdo prometiéndome que yo nunca haría eso, que jamás castigaría, mientras, en las escaleras del altillo, cantaba para que el tiempo, y el castigo –mis castigos eran tiempo; exponerte al tiempo sin la fruta del juego–, pasara rápido, y con él que también se fuera la ira y el agravio que sentía.
Esta semana he revivido todo ello. El juego y su contrario, el castigo. De pronto el juego se me ha revelado como algo muy importante. Más de lo recordado. Fue, es, la formación de una gramática, que utilizamos constantemente en el sexo y en el trabajo –al menos, el mío–, dos puntos fundamentales de la vida –tal vez, la vida– en los que en ocasiones sucede el prodigio: todo fluye aparentemente por sí mismo, con lógica propia, sin más ánimo que ir avanzando hacia la sorpresa infinita, el círculo y la suspensión del tiempo, como sucede en el juego. Cuando eso sucede en el sexo y en el trabajo es que en verdad jugaste en la niñez hasta descubrir, sin saberlo, el secreto del juego, su trascendencia. Por lo mismo, su interrupción, la desolación, la injusticia, el exilio del placer de la fluidez, es lo que nos queda del castigo, ese tiempo no transcurrido y, por ello, esa negación absoluta del juego en la vida, nuestro sello humano. Con el juego y el castigo los adultos, simplemente, nos hablaban del sexo y del trabajo. Nos educaban, dejándonos en el alma, por siempre jamás, el recuerdo del juego y del castigo, depositados luego en una suerte de magma, una corriente de convección, que empuja los recuerdos de manera que priman, desaparecen o adquieren su sentido, definitivo e imprevisto, por la voluntad del calor y del frío, del azar.
Uno no elige los recuerdos. Esto es, los recuerdos son un magma, una corriente de convección. Se empujan unos a otros, de manera que priman o desaparecen por la voluntad del calor y del frío, que tal vez no es más que uno de los ordenamientos del azar. Esta semana, por ejemplo, he vivido con el recuerdo...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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