MADRÍ, ZONA DE OBRAS
Puente de luces
Si desean darse una vuelta por calle Juan Bravo, podrán disfrutar del último invento del gorgojo consistorial: la bandera “bombillera”. Una estructura de luces intelectuales convertida en un viaducto nacional-oscurantista
Ricardo Aguilera 26/11/2023
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No hay buena acción que quede sin castigo. Así se escribe la historia de Madrid. De cuando en cuando, surge una iniciativa que amenaza con iluminar algún aspecto de la ciudad. No hablo de las bombillas navideñas, que para eso basta con las pocas luces de cualquier alcalde. Me refiero a proyectos con imaginación y fuste intelectual, materiales ajenos a la cosa consistorial. Por ejemplo, el Museo de Escultura al Aire Libre de la Castellana. Tiene su historia.
Allá por 1970 se empezó a construir el enésimo scalextric madrileño bajo la mirada acuosa de Arias Navarro, el boquerón matarife. Se trataba de enlazar las calles Juan Bravo y Eduardo Dato, salvando la vaguada de la Castellana. El proyecto recayó en tres ingenieros de tronío: José Antonio Fernández Ordóñez, Julio Martínez Calzón y Alberto Corral. Para darle buen tono al viaducto, Fernández Ordóñez se asesoró en el diseño por su amigo Eduardo Sempere, pintor, escultor y artista gráfico. La obra comenzó con elevación estética desde sus materiales: acero corten importado de Alemania y hormigón blanco. Sempere diseñó unas barandillas sinuosas que creaban efectos ópticos al paso del viandante. Quedó bonito, tanto que ya no era más un scalextric, sino que ascendió a la categoría de puente; y así se lo conoce, como el Puente de Juan Bravo.
En realidad, el nombre oficial es Puente de Enrique de la Mata Gorostizaga. Como todos los que hacen alarde de apellidos con “de” y “la” (“de la hostia”, por ejemplo) este preboste se encaramó a diversos puestos de mando a lo largo de su vida. Hoy se le prefiere recordar como presidente de la Cruz Roja Española, pero no podemos dejar en el olvido que fue procurador en las Cortes franquistas, director de la Seguridad Social, secretario General de Sanidad y miembro del Consejo del Reino, todos ellos cargos a los que accedió en vida del genocida que cagó a España. Un pez gordo que más que un puente se merecía una galería. De tiro.
El nuevo puente habría de comunicar dos barrios de alta gama: Salamanca y Chamberí
El nuevo puente habría de comunicar dos barrios de alta gama: Salamanca y Chamberí. En la ribera del primero se encuentran viviendas de mucho poderío, una joyería fetén, tiendas de modistos con nombre y apellido, un mazacote de oficinas con cristales de espejo y el antiguo edificio del ABC, una monada neoplateresca de los años 20 del siglo pasado; hoy es un centro comercial. Según se va cruzando el puente, a mano derecha surge el Palacio del Marqués de Ibarra, la golosa casita del Defensor del Pueblo, ese chiringuito que da tan poco trabajo como prestigio, toda vez que no sirve para nada. A su lado, el Palacio de Osma, un trozo de Marraquech anclado en Madrid que fue hotel en su momento de gloria. Ahora es la sede de la Fundación Alcántara de Don Juan. Nadie sabe para qué vale. Arribando a la Plaza de Rubén Darío, recién reformada para dificultar aún más su nutrido tráfico, nos reciben otros dos palacios de órdago: la Casa Garay y el Palacete de Miguel Maura. Esta profusión de fincas de lujo viene de la restauración borbónica, cuando la nobleza patria quería arrimarse a la sardina de Alfonso XII. Hoy sigue siendo una zona inaccesible para la inmensa mayoría de los madrileños; no así para las banderas, que cuelgan copiosamente de las aristocráticas ventanas. En plena plaza, un edificio notable echado a perder: la sede de la Subdirección General de Sanidad, ejemplo de decó streamline semioculto por una grosería urbana. Me explico. El arquitecto Antonio Marsá Prat diseñó el edificio en 1944 dejando un generoso chaflán que daba a la plaza. Poco después, en pleno delirio desarrollista de Madrid, alguna mente preclara decidió que todo aquel vació del chaflán bien podría rellenarse con algo, y construyeron un bloque vulgar para calmar el horror vacui de la especulación a toda costa. Lo normal.
Volvamos al puente. Una vez finalizada su construcción, la inquieta mirada de Sempere intuyó debajo de él un espacio promisorio para un proyecto de altura. Hizo unas cuantas llamadas a sus amigos y presentó al Ayuntamiento una de esas ofertas que no se pueden rechazar, y no porque incluyesen una cabeza de caballo, sino porque era gratis total. El artista ideó un museo de escultura moderna al aire libre nutrido por las aportaciones voluntarias de un manojo de colegas entre los que se encontraba lo mejor del arte español: Andreu Alfaro, Eduardo Chillida, Pablo Serrano, Martín Chirino, Amadeo Gabino, Rafael Leoz, Marcel Martí, Julio González, Joan Miró, Francisco Sobrino Ochoa, Josep María Subirachs y Gustavo Torner. Casi nada.
El compromiso político de Chillida era lo que pesaba de verdad. La sirena no se colgó hasta 1978
Para pasmo de propios y extraños, el Ayuntamiento dio su beneplácito, pero con reparos: se maliciaba que todos esos artistas de talla internacional eran una panda de rojos. Caliente, caliente… Menos mal que la viuda de Picasso se negó a ceder la obra prevista, la Cabeza de Apollinaire, porque si no, fijo que la municipalidad no habría cedido. El propio Sempere se encargó del diseño del lugar, con su cascada, sus tres niveles con escalinatas y sus curiosos bancos a modo de botones. Se inauguró en 1971 con la presencia del alcalde y de Garicano Goñi, ministro de la Gobernación y rancio franquista de primera hornada. Apenas dos años después Arias Navarro se sentaría en su sillón, así que no quiero imaginar el buen rollo que habría entre ellos durante el acto inaugural. Eso sí, el museo se abrió incompleto, porque la obra de Chillida, La Sirena Varada, 6.150 kilos de hormigón, debía colgar del forjado del puente mediante unos cables de acero. Pese a que contaba con el informe técnico pertinente, Arias se negó en redondo porque algún cuñado suyo le dijo que se vendría abajo todo el tinglado. La realidad era otra. El compromiso político de Chillida era lo que pesaba de verdad. La sirena no se colgó hasta 1978, siendo alcalde José Luis Álvarez, el hombre que no quería meterse en líos. La escultura, que venía precedida de un alboroto mediático de años, fue recibida por la hinchada ultra con pintadas pertinaces sobre la piel de la sirena. Ya se han cansado. Nadie se acuerda de aquello. Menos mal.
Pero el tiempo no lo cura todo, al revés: derrumba personas, bienes, muebles e inmuebles. Y eso es lo que ha sucedido con el museo al aire libre. La secular dejadez municipal ha consentido todo tipo de deterioros y desgastes. De tarde en tarde, pasa un barrendero por la zona. Lo normal es encontrar restos de botellón, aguas estancadas y mucha suciedad. Las esculturas sufren frecuentes ataques, esta vez no directamente políticos, sino del gamberrismo reinante por la mala educación recibida. Todos estos males tienen su origen en una cuestión central: este museo atenta gravemente contra las líneas maestras de la política municipal: es gratis. Además, su emplazamiento hace imposible “monetarizarlo” –horrible “palabro” en boga– porque para eso habría que sellar de manera estanca una amplia zona de paso. Como no se puede sacar dinero de las esculturas, que les den. Ni vigilancia, ni limpieza, ni mantenimiento. Esa es la táctica.
Si desean darse una vuelta por el Puente de Juan Bravo y sus alrededores, recomiendo la inminencia de esas fechas tan temibles como entrañables. Así podrán disfrutar del último invento del gorgojo consistorial: la bandera “bombillera”. Como españolito de bien que es, lleva desde el inicio de su mandato ornamentando el puente en Navidades con una larga bandera nacional hecha de lucecitas rojas y amarillas, trocando la elegancia del diseño original por un ambiente de feria pueblerina. En su cortedad integral, la criatura ha logrado convertir un puente de luces intelectuales en un viaducto nacional-oscurantista. Esta gente tiene el sentido estético donde otros tenemos el aparato excretor. Por lo demás, es comprensible que el hombrecillo quiera sacar pecho rojigualdo, porque es lo que hacen todos sus compañeros. La cosa viene de lejos. Tal como figura por escrito en esa Constitución donde la izquierda se bajó los pantalones, la bandera es de todos. Qué bonito. La realidad, sin embargo, es otra. A nadie se le oculta quiénes son sus auténticos propietarios. La derecha patria juega con ella como el mocoso rico del patio del colegio: el balón es suyo, y si no le dejan ganar lo coge y se lo lleva. O lo pincha, que para eso le pertenece a perpetuidad. Y es que son como los niños. Unos hijos de fruta.
No hay buena acción que quede sin castigo. Así se escribe la historia de Madrid. De cuando en cuando, surge una iniciativa que amenaza con iluminar algún aspecto de la ciudad. No hablo de las bombillas navideñas, que para eso basta con las pocas luces de cualquier alcalde. Me refiero a proyectos con imaginación y...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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