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Un grupo de vecinos logra paralizar un desahucio en Patraix, Valencia. / Antonio Marín Segovia
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En 2017, tuve un alumno modélico, al que voy a llamar Samuel. Hijo de madre sola, migrante, sacaba buenas notas, ayudaba a sus compañeras y compañeros sin dudarlo, era educado y siempre tenía una sonrisa. En un centro de difícil desempeño de un barrio del sur de Madrid, Samuel suponía una esperanza para quienes, como yo, nos resistimos a creer que la educación no puede compensar las desigualdades.
Sin embargo, a la altura del mes de febrero, Samuel empezó a faltar a clase sin motivo aparente. Varios controles por debajo de 5, un trabajo fuera de plazo, un examen sin hacer… ¿te pasa algo, Samuel? Nada, profe.
Su mejor amiga, otra chavala de esas que da luz a quien quiera verla, tampoco sabía nada. Profe, hace días que no me responde a los whatsapp.
Yo era su tutora y me preciaba de ser cercana. Un par de malas respuestas a profesores, un parte leve. Ya le saqué de clase y le apreté las tuercas. ¿Pero qué te pasa? A ti te pasa algo. Mírame a los ojos.
Nada, profe, nada.
Que no me lo creo, que qué te pasa.
Y después de mucho insistir, en voz muy baja: nos van a desahuciar. Me quedo en casa por si vienen, para sacar las cosas
Y después de mucho insistir, en voz muy baja: nos van a desahuciar. Me quedo en casa por si vienen, para sacar las cosas. ¿Y por qué no nos has dicho nada? Profe, me da vergüenza.
“Vergüenza”. Del latín verecundia. “Turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante.”
Desde aquel momento, muchas veces me he preguntado qué nos hace sentir vergüenza en esta sociedad. Nos da vergüenza que nos vean desnudos, que se nos escape un pedo, hablar en público. No tener ropa, o que nos echen de casa. Ser pobres.
¿Son esto “faltas cometidas”? ¿“Acciones deshonrosas” tal vez?
En cambio, no nos da vergüenza socialmente que el Estado y las instituciones de las que formamos parte trafiquen con armas, sean cómplices del deterioro ambiental o desahucien a familias, mientras permiten la evasión de impuestos. Que haya pobres.
Qué escala de valores tan extraña y torticera.
Desde aquel día, me he preguntado muchas veces cuáles habrán sido los tortuosos caminos del control social que nos han llevado a considerar vergonzantes las cosas que nos ocurren por el simple hecho de haber nacido en tal o cual barrio, con tal o cual color de piel. Cómo se habrá conseguido que haya que esconder que solo comes una vez al día, y, en cambio, se puedan hacer documentales de ocho capítulos sobre cómo dilapidas el dinero en joyas o vuelos de avión. Documentales con millones de visualizaciones. Imagino que esos tortuosos caminos habrán pasado por la puerta estrecha de algún confesionario.
Cómo se habrá conseguido que haya que esconder que solo comes una vez al día, y, en cambio, se puedan hacer documentales de ocho capítulos sobre cómo dilapidas el dinero en joyas
Al hilo de estas reflexiones, también me cuestiono por qué la opinión pública generalizada enaltece a personajes como Messi o Ronaldo, que defraudan impuestos. Y considera “bobas” a las señoras que pasan sus horas en el despacho parroquial de Cáritas o a quienes comparten su sueldo con ONGs, o militan en organizaciones sociales. O a quien destina su dinero a construir o proteger bienes comunes. Es que Fulanita siempre ha sido muy buena. Dicho como si ser buena fuera algo malo.
Periódicamente, mi alumno Samuel y sus palabras me vuelven a la cabeza. Las recordé hace poco, durante la proyección, en el garaje de una cooperativa de vivienda en derecho de uso, de En los márgenes, de Juan Diego Botto y Olga Rodríguez. La película, basada en numerosas entrevistas a gente de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, refleja en una de sus escenas finales el enfrentamiento entre los antidisturbios y quienes quieren parar un desahucio, que gritan, de una forma que pone la piel de gallina, “vergüenza”, “vergüenza”.
Ese grito me recordó la vergüenza que pasaba Samuel. Me emocioné. Me conectó con una esperanza profunda: también hay una parte importante de la sociedad que considera vergonzosas otras actitudes. Las mismas que yo. Una misma palabra puede designar realidades tan distintas, según lo que pongas en el foco: el bien común, o la acumulación y la desposesión.
Según el Relator Especial sobre vivienda adecuada de Naciones Unidas, más de 1800 millones de personas viven en asentamientos informales, o viviendas inadecuadas, sin acceso a suministros ni recursos. Más de 1800 millones de vergüenzas. Cada año, dos millones de personas son desalojadas por la fuerza. Dos millones de vergüenzas.
Las activistas nos comentaban lo difícil que es que la gente permanezca en la lucha después de haber solucionado sus situaciones personales
Solo en España, atendiendo a los datos del INE correspondientes al segundo trimestre de 2023, hay 3.677 viviendas con ejecuciones hipotecarias en trámite. Y según datos del Poder Judicial, en 2022 hubo 16.881 ejecuciones de viviendas. Esto, si hablamos de hipotecas. Si sumamos los desalojos por impagos de alquiler, las vergüenzas crecen. Y eso que está vigente la suspensión de los lanzamientos en familias vulnerables, que acaba de ser ampliada por el gobierno. Nadia Calviño, vicepresidenta primera y ministra de Economía, Comercio y Empresa se ha reunido con la patronal de las entidades financieras, el Banco de España y representantes de usuarios de servicios financieros (¿quiénes serán esos?) para alargar la vida del llamado “Código de Buenas Prácticas para deudores vulnerables”. Más allá de analizar la idoneidad o suficiencia (o insuficiencia) de las medidas, me llama la atención a qué se encaminan las “buenas prácticas”. No a liberar a las familias de las cargas financieras, ni a regular el mercado hipotecario definitivamente. No. Tienen por objetivo aliviar la carga del préstamo para asegurar el pago. Lo importante es no poner en riesgo la estabilidad financiera.
En el coloquio que mantuvimos después de la proyección de la película, las activistas de la Coordinadora de Vivienda nos comentaban lo difícil que es que la gente permanezca en la lucha después de haber solucionado sus situaciones personales. Solo un pequeño porcentaje continúa organizado. El reto de los movimientos sociales ha sido siempre ese. Revertir esa corriente de opinión pública que considera que uno puede –y debe– salvarse solo. Convencer de que una vida de apoyo mutuo, de bienes comunes, merece la pena. Habrá que prepararse para ofrecer soluciones comunitarias para las emergencias que se derivarán del fin de la moratoria, a la vez que organizamos la respuesta política y construimos las alternativas.
La palabra “vergüenza” proviene del latín verecundia, que a su vez proviene del verbo vereor vereri, “tener un temor respetuoso”. Comparte raíz con “reverencia” e “irreverente”. Cuántas alumnas y alumnos habré tenido yo, antes y después de Samuel, que no se hayan atrevido a pedir ayuda. Me pregunto yo si seré capaz, como persona, o si seremos capaces, como movimientos sociales, de transformar esa vergüenza en rabia y el temor respetuoso en propuestas irreverentes.
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Berta Iglesias Varela es profesora de Secundaria en Madrid.
En 2017, tuve un alumno modélico, al que voy a llamar Samuel. Hijo de madre sola, migrante, sacaba buenas notas, ayudaba a sus compañeras y compañeros sin dudarlo, era educado y siempre tenía una sonrisa. En un centro de difícil desempeño de un barrio del sur de Madrid, Samuel suponía una esperanza para quienes,...
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Berta Iglesias Varela
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