CÓMIC
A ladrillazo limpio
Un elogio de ‘Krazy Kat’
Gerardo Vilches 24/01/2024
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Hace poco, la veterana editorial de cómics La Cúpula lanzaba un proyecto al que han dedicado cuatro años: el primer volumen de la genial creación de George Herriman, Krazy Kat. La impecable edición supone una ocasión única para acercarse a este clásico absolutamente moderno y válido en nuestra época.
En el arte suele pasar que los periodos pioneros son aquellos en los que todo está permitido y se alumbran las mayores osadías. El cómic no fue una excepción: nacido en el último tercio del siglo XIX, vinculado a la incipiente cultura de masas, albergó por necesidad todo tipo de innovaciones. Todo estaba por inventar en su lenguaje, y cada hallazgo era una revolución. Las primeras décadas fueron un campo de pruebas donde todo era posible porque no había normas, más allá de respetar el espacio asignado en el periódico a cada serie. Fue más adelante, a partir de los años treinta, cuando llegaría el momento de sentar la cabeza y establecer, por pura repetición, un modelo narrativo fácilmente replicable, y los autores con visiones únicas perdieron espacio frente a la concepción industrial del medio. Pero esa edad de oro sentó las bases de todo lo que vendría después. Por cada serie y cada autor que hoy recordamos, diez cayeron en el olvido: así se constituyó un canon, que tiene, como todo canon, sus verdades y sus mentiras.
Y una de sus verdades –dejemos las mentiras para otra ocasión– es que George Herriman (Nueva Orleans, 1880-Los Ángeles, 1944) fue uno de los más grandes y más originales autores estadounidenses. Su figura, como la de otros clásicos, pasó por un periodo de olvido tras su muerte, pero goza en las últimas décadas de una merecida reivindicación, gracias a la edición recopilatoria de su obra más importante: Krazy Kat (1913-1944). El redescubrimiento por parte de creadores como Seth, Chris Ware o Daniel Clowes de los orígenes del medio, así como su reconocimiento en las intenciones autorales y las ambiciones artísticas de sus creadores, ha sido también clave para su puesta en valor. Entre nombres tan importantes como los de Winsor McCay y su Little Nemo in Slumberland, Frank King y Gasoline Alley o el más tardío Peanuts de Charles Schulz, se encuentra el de George Herriman, dibujante absolutamente personal e inimitable, influencia subterránea de varias generaciones, y cuya huella se puede rastrear en los lugares más insospechados.
Nunca fue un éxito de público pero William Randolph Hearst siempre confió en Herriman y mantuvo la tira en sus periódicos
Krazy Kat, a estas alturas, ha sido analizada desde innumerables puntos de vista distintos. Se destaca su anarquía, su libertad sin ataduras, también su poesía, su condición de vanguardia –discutible, aunque existan conexiones– y, por supuesto, sus valores formales: su sentido del ritmo narrativo, sus piruetas metalingüísticas y la expresividad de un trazo vibrante y totalmente orgánico. Incluso hay quien se queda con la mera diversión del trompazo y tentetieso. Lo interesante de la tira es que es todo eso a la vez. Se puede ver como una simple depuración especialmente imaginativa del género del slapstick entrecruzado con los funny animals, a los que el público se estaba acostumbrando en esos años a través del cine y de la primera animación, aunque Mickey Mouse no llegaría hasta 1928, con el estreno del corto Steamboat Willie. Pero también pueden hacerse todo tipo de interpretaciones sofisticadas, porque aunque los biógrafos y especialistas en la obra de Herriman apuntan a que él no tenía demasiadas ínfulas, no le faltan los lectores ilustres del mundo de las artes y las letras, que han halagado de un modo u otro su obra. Nunca fue un éxito de público, según cuentan los historiadores, pero, pese a ello, el magnate de la prensa William Randolph Hearst siempre confió en Herriman y mantuvo la tira en sus periódicos. La sindicación en el gigante del cómic de prensa King Features Syndicate permitió que se extendiera a otras cabeceras.
Portada de Krazy Kat (1916-1917) de George Herriman, editado por La Cúpula
Bienvenidos a Coconino
Todo gira alrededor del ladrillo, y no estoy hablando de la especulación inmobiliaria, sino del acto de agresión constante que se produce entre los dos personajes principales. El ratón Ignatz no para de lanzarle bloques de adobe a Krazy Kat, que no solo no deja de beber los vientos por él, sino que, además, su amor loco se refuerza con cada castañazo en la cabeza. Hoy, sin duda, consideraríamos esta relación como tóxica, pero, en la lógica truncada de la serie, las cosas no son tan sencillas. Alrededor de ese núcleo, se mueve un plantel de secundarios animalescos, como los primos híbridos de Krazy, Krazy Trucho y Krazy Plumas –empecemos a usar ya las magistrales adaptaciones al castellano de Rubén Lardín, responsable de la traducción en la edición de La Cúpula–, Kolin Kelly, el proveedor de ladrillos de Ignacio, y, sobre todo, el agente Cachorro, única autoridad y tercer vértice del triángulo de amor más bizarro de la historia del cómic. El escenario de este drama era el condado de Coconino de Arizona; o la versión alucinada de sus paisajes desérticos que dibujaba Herriman, más bien.
Una de las claves de Krazy Kat seguramente más difíciles de entender hoy es que aquello no tenía ni pies ni cabeza
Una de las claves de Krazy Kat seguramente más difíciles de entender hoy, en la era de la continuidad y los vídeos de YouTube de finales explicados, es que aquello no tenía ni pies ni cabeza. Los personajes no evolucionaban ni tenían arcos narrativos, ni lo que pasaba en una página tenía necesariamente consecuencias en la de la semana siguiente, aunque en este primer libro de La Cúpula, que recoge los años 1916 y 1917, las primeras páginas dominicales de la serie, podamos ver que en momentos puntuales la peripecia continúa durante un par de entregas. Pero lo normal es el caos: en una página podemos ver a Ignacio machacando a Krazy a ladrillazos, y en la siguiente ambos están de picnic, o echando la siesta debajo de un cactus. El planteamiento es subversivo en muchos aspectos, empezando por el narrativo, pero incluyendo, también, el propio orden social. En Coconino no parece haber clases sociales ni instituciones políticas. Está el perro policía y su cárcel, lugar en el que a menudo acaba Ignacio por sus agresiones a Krazy, pero eso es todo. Bajo la charada, se esconde el cuestionamiento de algo tan sagrado como la familia: Ignacio tiene mujer e hijos, pero pasa de ellos y se dedica a alternar con los compadres o a cortejar a su peculiar manera a Krazy, que, lejos de ser vilipendiada, puede aparecer manteniendo buenas relaciones con la señora de Ignacio e, incluso, ayudándola a cuidar a sus retoños cuando estos contraen el sarampión. Y, por supuesto, la mayor subversión reside en la ambigüedad de género de Krazy Kat, a veces gato, otras gata, las más animal no binario o asexuado, como pareció apuntar el propio Herriman cuando lo comparó con un elfo.
En muchas páginas, todo parece subordinado a la acción, un ir y venir vertiginoso, lección de ritmo y de síntesis; en otras, es la contemplación poética el leit motiv. El jugueteo con el lenguaje –visual y textual– siempre está presente. Herriman gozaba con la libertad total. Cuando le interesaba, prescindía de viñetas, o se saltaba la lectura ortodoxa que hemos aprendido a practicar, de izquierda a derecha y de arriba abajo. Y qué decir de su jerigonza, su mezcla imposible de inglés, español, yiddish y lo que se tercie en la que hablaban sus personajes, y Krazy Kat en particular, dueña de un dialecto que hay que leer en voz alta para captar sus matices y significados. La fonética y, por tanto, el sonido, es otras de las claves de una historieta que casi parecía pensada para ser dramatizada.
Krazy posmoderna
Pero hay muchos otros significados en Krazy Kat, que no parece agotarse nunca. De hecho, a tenor de las últimas investigaciones, se han desarrollado lecturas contemporáneas de la obra que resultan muy novedosas. Trazar una hermenéutica de un clásico siempre entraña el riesgo de la sobreinterpretación: ¿no estaremos poniendo demasiado de nosotros mismos en ella, y viendo lo que no es? Mi postura, perdón, es totalmente posmoderna: una cosa es lo que Herriman pusiera de sí y otra lo que cada lector reciba en cada época.
Algunas de estas lecturas recientes provienen del estudio de la biografía de George Herriman, y del descubrimiento de su condición de afrodescendiente
Estética de la recepción mediante, la obra que se mantiene viva es la que permite una lectura actual, la que puede explicarnos cosas de nuestra realidad. Pero, en cualquier caso, vale la pena señalar que algunas de estas lecturas recientes provienen del estudio de la biografía de George Herriman, y del descubrimiento de su condición de afrodescendiente, sospechada por Arthur Asa Berger en 1971, y confirmada por Michael Tisserand en su biografía de 2016, Krazy: Herriman: A Life in Black and White. Herriman nació en un contexto criollo, en el barrio de Treme de Nueva Orleans, y su familia se marchó a Los Ángeles en busca de una nueva vida, alejada de las leyes segregacionistas de Jim Crow. Su color de piel era suficientemente claro, de manera que Herriman pudo ocultar su verdadera etnia y desarrollar, así, una carrera como dibujante que le habría estado vetada si se hubiera sabido que era negro.
La citada biografía de Tisserand es en gran parte responsable de estas nuevas lecturas de Krazy Kat, que estuvieron muy presentes en la exposición que el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía le dedicó en 2017, Krazy Kat es Krazy Kat es Krazy Kat. En su catálogo se pueden encontrar varios textos que abundan en el componente racial de la obra. Chris Ware, afamado dibujante y admirador de Krazy Kat, señala algo que no siempre fue evidente: la gata es, muy posiblemente, negra. No solo por su color, sino por su manera de hablar, su afición al banjo, instrumento asociado en aquellos momentos con los afroamericanos y, antes, con los esclavos –recordemos que Herriman nació solo quince años después de la abolición de la esclavitud, y en un contexto aún fuertemente segregado–. “Su dialecto, su estatus social, su estereotípico temperamento ‘despreocupado a pesar de todo’ conforman un identidad afroamericana nada casual”, escribe el autor de Fabricar historias o Rusty Brown. ¿Qué nos está queriendo decir Herriman, qué puede estar poniendo de sí en Krazy Kat? Desde luego, una visión progresista del asunto, casi libertaria, pero también puede verse toda la tira como una sublimación de su propia identidad oculta. Herriman, que también defendió los derechos de los pueblos indígenas y admiró la cultura de los Navajos, convierte el condado de Coconino en un lugar de mestizaje y mezcla, donde Krazy Kat, con sus costumbres y su habla, se constituye puro melting pot. El elogio de la diferencia y la caída de las barreras sociales, culturales y raciales es lo que permite que un ratón y una gata-gato mantengan una relación más o menos amorosa, pero también que el resto de personajes participen de ese ambiente libérrimo, incluyendo a los que provienen del otro lado de la frontera con México.
Gato loka
La otra cuestión que sobrevuela los análisis recientes de Krazy Kat es la de género: una lectura queer de un personaje que no se define como masculino o femenino resulta pertinente, al igual que considerarlo de género fluido. Aunque, por supuesto, todo se desarrolle de manera implícita y dentro de la (i)lógica de la obra, parece posible interpretarla en una clave de libertad sexual y relacional. Fue Francesc Ruiz, artista visual, quien, en el citado catálogo, se centró en en el paralelismo del armario en el que vivió Herriman como negro que se hizo pasar por blanco y el armario en el que muchas personas LGTBIQ+ se ven obligadas a encerrarse. Ruiz propone una traducción queer de Krazy Kat muy acertada: el Gato Loka. El artista se interroga sobre si la imposibilidad del amor en el triángulo del perro, el gato y el ratón se debe a que pertenecen a diferentes especies, pero cabe preguntarse, además, si no se podría interpretar cada ladrillazo de Ignatz como indicio de su propio miedo a desear a Krazy, es decir, a aceptar su propia homosexualidad.
Como decíamos, todo es posible en Krazy Kat, porque Herriman construye en cada página un espacio polisémico y liminal, alejado de la representación mimética de la realidad. Se ha emparentado el escenario mutante de Coconino, que no para quieto dos viñetas seguidas, con el surrealismo y otras vanguardias. Herriman escapa de la representación tridimensional de los espacios y rompe, como muchas vanguardias, con el ilusionismo de raíz renacentista. Su estrategia encaja, en cierta forma, con los postulados del formalismo, que daba preeminencia a la planitud del lienzo, al énfasis de la superficie en detrimento de la escena representada, y esta coincidencia no deja de ser irónica, porque Clement Greenberg, el crítico más relevante del formalismo, consideraba el cómic parte del kitsch, algo sin valor artístico. La analogía no puede ser exacta, porque en Krazy Kat hay temas y escenas, no es un cómic abstracto; pero sí es uno en el que se subraya la planitud del papel en el que está impreso. Herriman, más que querer construir espacios, traza líneas de tinta sobre el papel, y nuestra imaginación hace el resto. Es la esencia más pura del cartoon, desde la que puede rastrearse una herencia que llega hasta autores rabiosamente contemporáneos como Lorenzo Montatore o Antonio Hitos. El color introduce inevitablemente volúmenes y planos, pero en estas primeras planchas, en blanco y negro, Herriman se limita a lo mínimo, y los personajes parecen corretear por la página, un efecto realzado por la acertada elección de papel de La Cúpula, de un color hueso que evita el efecto de invisibilidad del soporte del blanco nuclear.
Herriman construye en cada página un espacio polisémico y liminal, alejado de la representación mimética de la realidad
Por supuesto, esta estrategia creativa de Herriman es coherente con el escenario elegido: un desierto se presta especialmente a la síntesis y al vaciado de formas. Un nopal por allí, una mesa por allá, y el lector ya sabe perfectamente dónde está. El desierto es un espacio onírico, en el que la noche se confunde con el día, un no lugar extraño y simbólico, que no por casualidad ha sido empleado por muchos dibujantes tras Herriman como espacio donde desarrollar historias anómalas. Coconino prefigura el Unifactor donde suceden las peripecias del Frank de Jim Woodring, pero también el desierto que Moebius escogió como escenario de su última gran obra, Inside Moebius, o en el que Max ambientó Vapor.
Spanish Kat
La edición de La Cúpula es sobresaliente porque salva con éxito el desafío de ennoblecer el material original –publicado en papel de prensa de la más baja calidad– sin convertirlo en lo que no es. El tamaño es adecuado y evita convertir el volumen en un tocho inmanejable, está pensado para ser leído, y la restauración que ha llevado a cabo Emilio Bernández, explicada en un texto en el propio libro, es digna de elogio y de estudio, porque la escasa consideración artística que el cómic ha tenido durante buena parte del siglo XX dificulta mucho la recuperación de obras centenarias como esta. No ha sido nada fácil, como tampoco lo ha sido la labor de Rubén Lardín, valiente que aceptó el reto imposible de traducir lo intraducible, como él mismo admite en su propio texto explicativo. Es el mejor –el único– punto de partida posible: los juegos del lenguaje y la música de Krazy Kat no son de este mundo, y cualquier intento de traducción literal está abocado al fracaso porque no hay forma de mantener todos los sentidos y significados. El español, además, no es tan flexible como el inglés con la transcripción fonética. Lardín ha hecho su propia versión, se ha fundido con la obra y la ha imaginado en un contexto diferente, sin miedo al anacronismo, con el fin de generar sensaciones análogas al lector español del siglo XXI.
La edición de La Cúpula es sobresaliente porque salva con éxito el desafío de ennoblecer el material original
Ese público va a encontrar en este libro, que esperemos que sea el primero de muchos, una obra única, absolutamente libre en lo formal y en lo temático, que en su poesía traza el campo de interpretaciones subjetivas que permite que cualquier persona enganche con ella. Herriman, de todos los pioneros del cómic, es sin duda el más contemporáneo, el más futurista y el más atávico: todo a la vez.
Hace poco, la veterana editorial de cómics La Cúpula lanzaba un proyecto al que han dedicado cuatro años: el primer volumen de la genial creación de George Herriman, Krazy Kat. La impecable edición supone una ocasión única para acercarse a este clásico absolutamente moderno y válido en nuestra...
Autor >
Gerardo Vilches
Es crítico de cómic e historiador. Autor de 'La satírica Transición'.
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