LITERATURA
Un “maldito” nostálgico de Sarajevo
Se publica ‘Cartas desde el manicomio’, primer libro de Džamonja editado en una lengua extranjera. Su traductor traza en el prólogo que reproducimos una semblanza del escritor
Marc Casals 4/03/2024
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Dario Džamonja (1955-2001) es el autor más emblemático de una ciudad ya de por sí emblemática: originario de Sarajevo, a lo largo de su obra creó una mitología al mismo tiempo local y universal. Durante los prodigiosos años ochenta, en los que Sarajevo vivió una auténtica eclosión en todos los campos de la cultura, Džamonja pintó un retrato vivo y agudo del microcosmos urbano al que pertenecía a través de cuentos que remiten a la prosa underground estadounidense. El estallido de la guerra en Bosnia truncó la carrera literaria que le había convertido en leyenda sarajevita. Herido durante un bombardeo, se marchó a Estados Unidos para empezar una nueva vida, pero ni siquiera el hecho de tener a sus dos hijas cerca alivió sus deseos de volver a su ciudad. Cuando regresó en un intento desesperado de recuperar su lugar en el mundo, ni su Sarajevo existía ya tras la guerra ni logró acostumbrarse a vivir sin sus hijas. Murió consumido por la pena y el alcohol, dejando una obra de culto.
A Džamonja le gustaba resaltar su pedigrí sarajevita frente a la mayoría de compañeros de su generación, la de los años cincuenta, venidos de la provincia bosnia durante la Yugoslavia socialista: “Soy el único escritor de Sarajevo nacido en Sarajevo”, aseguraba. Pese a este arraigo urbano, su familia se descompuso y su infancia estuvo marcada por la tragedia y la soledad. Su madre lo abandonó para marcharse a Holanda, su padre y su tío se suicidaron, su abuela murió cuando él todavía era niño… Creció solo con su abuelo paterno y pasaba más tiempo en la calle que en casa: robaba frutas en el mercado, vagabundeaba por la ciudad subido a la parte trasera de los tranvías, iba a los cines de barrio y se juntaba con los carteristas de poca monta y los trileros del bulevar. Sin oficio ni beneficio, pronto fue adoptado por periodistas y escritores de la generación anterior a la suya, que se habían encariñado de él y lo llevaban por los bares como mascota. Dentro de estos círculos bohemios, Džamonja se acostumbró a beber en tales cantidades que tuvieron que ingresarlo en el hospital por cirrosis antes de cumplir los treinta.
En la introducción al primer libro de Džamonja, Historias de mi calle, el suicidio planea sobre el narrador como una tentación, pero decide aplazarlo por la literatura: “No lo harás. Aún no es el momento. Aún no has contado la historia”. Džamonja debutó publicando columnas en revistas alternativas gracias a las que, en la ciudad, pasó de ser considerado un borrachín ingenioso a una firma de culto. Los jóvenes compraban el periódico del día para leer su pieza y luego lo tiraban a la basura, e incluso había quien recortaba sus textos para enseñárselos a los amigos o releerlos una y otra vez. Del periodismo, Džamonja saltó al relato breve, con libros formados por cuentos de unas pocas cuartillas que causaron una sensación creciente. Corrían los años ochenta y Sarajevo se hallaba en pleno proceso de cambio: hasta entonces una tediosa capital de provincia con cierto toque oriental, la ciudad estaba incubando una cultura urbana influida por Occidente como las de Belgrado o Zagreb. Por sus orígenes sarajevitas y su conocimiento tanto de la calle como de la noche, Džamonja era el autor más preparado para plasmar los nuevos tiempos y sus primeros libros de relatos breves lo convirtieron en un mito.
Pese a su fama de bala perdida, Džamonja se tomaba la escritura con seriedad y los editores podían contar con que sus relatos o columnas llegasen a tiempo. Aunque no acostumbraba a hablar sobre modelos narrativos, fue uno de los primeros autores bosnios influidos por la prosa urbana estadounidense. Los relatos inspirados en su niñez recuerdan a los de John Fante por su melancolía, esboza viñetas urbanas con un laconismo próximo al de Raymond Carver y, en tanto que personaje, se inscribe en la tradición del protagonista loser y bebedor. Džamonja también admiraba a Hemingway, a los grandes cuentistas rusos –Gógol, Chéjov, Babel– y, sobre todo, a Mijaíl Shólojov, autor de El Don apacible. Cuando afrontaba un problema literario difícil de resolver, se paseaba por la ciudad con un ejemplar de esta voluminosa novela –más de dos mil páginas en su edición española– para encontrar la forma de salir del atolladero: “Además, si llevo libros gruesos bajo el brazo, parezco más listo”, bromeaba. De la literatura yugoslava, tenía un cariño especial por Penas precoces y Jardín, ceniza, dos libros autobiográficos de Danilo Kiš marcados por el desvalimiento del protagonista durante su infancia.
Aunque la mayor parte de sus referentes eran extranjeros, sus historias tenían un inequívoco sabor sarajevita. En primer lugar, casi todos sus relatos estaban ambientados en la ciudad y, más concretamente, en su centro, el territorio que Džamonja recorría de forma cotidiana: tanto el narrador-protagonista como los personajes se movían por un entramado de calles, bares y edificios reconocibles al instante por los sarajevitas de la época, quienes casi por primera vez encontraban su universo particular transformado en literatura. Además, Džamonja empleaba un lenguaje llano salpicado de jerga local e impregnado por la retranca y el sentido del humor con que la gente se relaciona en Bosnia (de hecho, en sus historias abundan los diálogos o pasajes estructurados casi como un chiste). El arraigo de Džamonja en Sarajevo era tal que apenas salía de allí, ni siquiera para ir a los montes que se levantan a su alrededor o a la costa en verano, lo cual lo convertía en una figura paradójica: un beatnik reacio a moverse de sitio.
La Sarajevo de Džamonja cambió para siempre en 1992, cuando estalló la guerra y la ciudad fue sitiada por las tropas serbobosnias. Como tantos otros sarajevitas, Džamonja no distinguía entre etnias, sino entre individuos con mentalidad urbana y pueblerina, así que vivió con perplejidad tanto el ascenso de los nacionalismos como el inicio de las hostilidades. De todas formas, el conflicto bélico no alteró sus viejas costumbres: cada tarde se reunía con otros literatos en un club de escritores para trasegar un vermut tan infecto que lo bautizaron como Wehrmacht, el nombre del ejército de la Alemania nazi. Si les daban las diez, hora en que empezaba el toque de queda, continuaban bebiendo hasta la mañana siguiente o dormían tirados en un rincón. Una noche, Džamonja iba por la calle cuando una bomba estalló cerca de él. La metralla no llegó a alcanzarlo, pero sí lo hizo la onda expansiva, que lo lanzó bajo las ruedas de un coche en marcha. Ingresó en el hospital gravemente herido, pero logró recuperarse, y una hermanastra que tenía en Estados Unidos le escribió una carta de recomendación para que pudiera establecerse allí.
El escritor se encontraba solo y alienado, lejos de la ciudad con la que sentía una unión visceral
Al otro lado del Atlántico, Džamonja hizo vida de inmigrante, saltando de un empleo a otro sin más fin que garantizarse la subsistencia. Trabajó como cocinero en restaurantes de poca monta, temporero en la vendimia, obrero de fábrica y mozo de floristería encargado de quitarles las espinas a las rosas de san Valentín. A su apurada tesitura económica se le sumaba una difícil situación personal: su exmujer bosnia también vivía con su hija Nevena en los Estados Unidos, pero, tras un matrimonio tormentoso, apenas lo quería ver. Džamonja se casó de nuevo con una estadounidense y tuvo otra hija, Vesna, si bien este matrimonio también fracasó, debido en buena parte al alcoholismo de ambos cónyuges. El escritor se encontraba solo y alienado, lejos de la ciudad con la que sentía una unión visceral y, por si fuera poco, apenas veía a sus dos hijas. Paradójicamente, le resultaba imposible vivir en los Estados Unidos, el país que más había influido en su escritura. Tras intentarlo varios años, Džamonja concluyó que no podía aguantar lejos de Sarajevo y, aunque sus hijas se quedasen en América, decidió volver.
Cartas desde el manicomio es una crónica semificcional del periplo de Džamonja entre Sarajevo y Estados Unidos, que abarca desde el inicio de la guerra hasta su regreso y un poco más allá. El manicomio del título remite al lugar de trabajo donde escribió varias historias en sus ratos muertos, pero también a su estado psíquico y, quizás, a Estados Unidos. Cuando las circunstancias se lo permitían, Džamonja enviaba estas cartas por fax a un periódico de Sarajevo, colaboración que le permitía mantener su vínculo con la ciudad sitiada. Pese a que abundan los golpes de ingenio al clásico estilo sarajevita, el narrador de estos relatos es un ser atormentado: se siente fuera de lugar y lleva una vida que le hace infeliz, deambulando de un lado para otro sin encontrar un asidero. Para colmo, es incapaz de mantener una relación funcional con sus hijas debido a su querencia por la vida bohemia. Džamonja hace un repaso a su vida y se mofa de los tótems de la sociedad estadounidense: del trabajo duro como garantía de éxito, de la obsesión por enriquecerse e incluso de Michael Jordan, erigido en modelo de conducta durante su apogeo como estrella de la NBA.
Cartas desde el manicomio es una crónica semificcional del periplo de Džamonja entre Sarajevo y Estados Unidos
Džamonja volvió a Sarajevo en 1998, justo el día de su cumpleaños y, al cabo de poco, lo entrevistó una televisión local. Cuando le preguntaron por el motivo de su vuelta, respondió con una declaración de principios: “Prefiero morir como escritor en Sarajevo que como cocinero en América”. Sin embargo, su retorno no fue sencillo ni siquiera en el ámbito material. Durante la guerra, en el apartamento de su propiedad se había instalado un policía bien relacionado con el establishment nacionalista bosniaco que ahora mandaba en Sarajevo y a Džamonja le costó años echarle recurriendo a los contactos de sus amigos. Mientras, dormía en casas ajenas e iba dando tumbos por la ciudad a la que había vuelto para asentarse. Pero lo peor era que su vida seguía estando incompleta, como en Estados Unidos, ya que esta vez, en lugar de Sarajevo, había dejado atrás a sus hijas. En la primera edición de Cartas desde el manicomio, publicada en 2001, como perfil del autor solo figura una escueta nota autobiográfica:
Me llamo Dario Džamonja.
Nací en Sarajevo en el año 1955.
Morí en Sarajevo en 1993, cuando la abandoné.
Morí otra vez en 1998, cuando abandoné América y a mis niñas.
Ahora procuro vivir otra vez en Sarajevo de la escritura.
Esta vez, Džamonja estaba alienado no en un país extranjero, sino en su propia ciudad. Con la desorientación vital regresó el alcoholismo desaforado, ahora con mayor fuerza que nunca: tenía la ropa sucia, el vientre hinchado y el blanco de los ojos amarillento. Al advertir su degradación, un buen amigo le dejó una nota para prevenirlo: “Dario, tú no vives de escribir, tú te mueres de escribir”. Puesto que los viejos bares de Sarajevo habían desaparecido con la guerra, solo iba a uno cerca de su domicilio que conservaba el ambiente en el que se había criado. Fue allí donde, cierto día, al levantarse para irse a casa, se desplomó en el suelo. Aunque lo ingresaron una vez más por cirrosis, la medicina ya no pudo hacer nada por él.
La vida de Džamonja fue trágica y breve –apenas 46 años–, pero cumplió su objetivo de morir como escritor en Sarajevo y dejó de la capital bosnia un retrato que aún perdura. En Cartas desde el manicomio, el narrador confiesa al regresar de Estados Unidos: “Sarajevo es mi mejor regalo de cumpleaños”. Este libro, junto al resto de su obra, es el mejor regalo que pudo haber hecho Džamonja a su ciudad.
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Prólogo a Cartas desde el manicomio, de Dario Džamonja, que estos días publica Sajalín editores (Barcelona) en su colección “al margen”.
Dario Džamonja (1955-2001) es el autor más emblemático de una ciudad ya de por sí emblemática: originario de Sarajevo, a lo largo de su obra creó una mitología al mismo tiempo local y universal. Durante los prodigiosos años ochenta, en los que Sarajevo vivió una auténtica eclosión en todos los campos...
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