Creación
Una defensa de lo feo y lo difícil
Contra el uso de las IAs en el arte
Pablo Ríos 11/03/2024
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La última polémica desatada por el uso de la Inteligencia Artificial (de ahora en adelante, IA)... Nada, nada, esto es puro cebo periodístico: en el momento en que escribo estas líneas, a saber cuál habrá sido la “última polémica” relacionada con la IA. Cada minuto brotan como caracoles en mayo, todas regladas por una pauta común que resulta agotadora: organismo oficial-editorial perteneciente a gran grupo mediático lanza en redes una ilustración-cartel-cubierta realizada mediante una aplicación que usa IA generativa; a continuación, una artista detecta la jugadita y señala el pasteleo, se generan cientos o miles de comentarios bien a favor, bien en contra de los actores implicados y aquí paz y después gloria, cada mochuelo a su olivo y a esperar el siguiente asalto. Por supuesto, todo el jaleo ha sido rebañado por los audaces redactores de los medios digitales, siempre a la caza del delicioso tráfico de visitas generado por una buena polémica, lo que les permitirá ir tirando durante unos minutos más durante el incesante scroll en el que se ha convertido la vida en general.
Sin embargo, la cuestión es lo suficientemente peliaguda como para detenerse en ella. Escribo estas líneas como alegre colaborador del Ministerio de CTXT (sea lo que signifique eso), pero también como artista visual: soy dibujante profesional de tebeos, así que, por mucho que me pese, el uso indiscriminado de IAs generativas atenta contra mi integridad ética, mi sistema de valores fundamentales y, lo que es más importante, mi bolsillo. Les invito a acompañarme por esta breve disertación que, a lo largo de un par de puntos, pretende demostrar por qué deberíamos empezar a quemar servidores y dejarnos de tantas zarandajas.
1.El ruido
Internet es un monstruo informe que necesita ser alimentado de forma permanente, sin pausa, a cada segundo. Porque todo no está en la red, siempre cabe añadir algo más. Las redes sociales han perfeccionado este sistema de pesadilla donde no queda margen para el aburrimiento; los mensajes, las fotos, los vídeos se suceden uno tras otro, seleccionados y filtrados convenientemente a través de nuestras preferencias y por incontables algoritmos que empaquetan la realidad de acuerdo con nuestra capacidad de atención y, esto es importante, gasto. Tiempo y dinero, dos vectores que se convierten en los pilares centrales del consumo cultural. Siempre valdrá más quien más contenido genere durante más tiempo. Y aquí es donde entra la IA y su anhelada promesa, que cualquiera puede convertirse en un artista (un generador) de manera inmediata, sólo hace falta teclear un prompt en un ordenador o dispositivo digital y así aparecerá ante nuestros ojos aquello que queramos ver representado (de aquella manera, claro está). A todos los que se encuentren cautivados por este argumento, me permito hacerles una advertencia: el uso de IA es moralmente inaceptable. Todo esto, claro, si a alguien le importa aún la moralidad.
Las voces favorables al uso de las IAs dentro de la comunidad artística argumentan todo tipo de pamplinas, arrimados a la lumbre del progreso
Esto se debe a la matriz de todo el tinglado. Las actuales herramientas de IA generativa recombinan centenares de miles de imágenes ya existentes para ofrecer un vómito, convenientemente domesticado, de cualquier tipo de expresión artística. Imágenes, esto hay que recordarlo tantas veces como haga falta, propiedad de artistas que no han permitido el uso fraudulento de las mismas. Este argumento ya debería ser suficiente para que se diera carpetazo al tema, pero no, parece ser que no basta. Las voces favorables al uso de las IAs dentro de la comunidad artística se alzan argumentando todo tipo de pamplinas, arrimados a la lumbre del progreso como luz y guía del devenir de la humanidad, entendiendo el progreso como un ente autónomo que es capaz de pisotear los derechos humanos fundamentales sin despeinarse. Quizás, como defiende John Gray, lo que habría que cuestionar es el valor mismo del progreso y cómo hemos comprado ese discurso como especie.
En el mundo digital hace mucho que la conversación se convirtió en ruido. Y el ruido no puede parar, así que las voces encargadas de gritar harán todo lo posible para que este no se extinga. Y si tienen que acudir a una herramienta de dudosa legalidad cuyo consumo energético equivale a la deforestación de tres Amazonas, lo harán. De ahí que se haya generalizado su uso entre mercachifles, flojos y patanes de diverso pelaje. En un escenario en el que cada vez más ojos humanos demandan imágenes, cada vez se recurre menos a las manos humanas para fabricarlas: el discurso tecnocryptofundamentalista (disculpen el neologismo, por favor) ampara, exculpa y promociona el uso de la IA para dinamitar las relaciones laborales.
2. La furia
Y aquí estamos otra vez, cuestionando el buen uso de una supuesta herramienta (no lo es) y dando piruetas argumentativas para no adoptar posturas radicales que invaliden nuestro discurso, cuando, bajo mi punto de vista, en este caso cabe comportarse de la manera más radical posible. Sin embargo, el término neoludita se emplea para censurar respuestas y actitudes, con frecuencia desde sectores supuestamente progresistas. Aquí el miedo de muchos artistas a no estar en la onda y perder el tren del futuro (cada concepto es más espantoso que el anterior) consigue que se desactiven comportamientos legítimos de rechazo frontal al uso indiscriminado de tecnología sin el menor cuestionamiento. Es el último truco del capitalismo salvaje, ridiculizar la perspectiva humanista: todo por la máquina.
El ludismo es una sana conducta que tiene, en su germen, mucho de guasa y artificio, así que no me recuerden que uso un ordenador para escribir esto, por favor, que no hace falta. El garrotazo al telar (sustituyan “telar” por “servidor”) es una llamada a la acción, pero también al debate sobre por qué creamos y con qué propósito lo hacemos. Embaucados por la posibilidad de hacernos visibles, los artistas hemos nutrido las redes sociales de miles de millones de imágenes que sirven de sustrato para la mayor depredadora artística conocida, la IA, que deglute a su vez un contenido vacío de cualquier sentido, destinado a un uso inmediato, utilitario y ridículo, una pieza más de la inmisericorde rueda dentada, como profetizó Chaplin en Tiempos modernos. Entregados al juego del tardocapitalismo, afanados en el like como pago simbólico, hemos de hacer un esfuerzo por no dejar caer los brazos y rendirnos sin más. Este mismo mes de febrero, Jordi Colomé, especialista en tecnología de El País, argumentaba en un texto publicado en el diario que, sencillamente “no hay vuelta atrás”. Según el experto, la IA ha llegado para quedarse, y hay que aceptarlo con resignación. Dice Colomé: “ (...) labores que requerían mano de obra, reflexión y experiencia serán hechas en minutos por una IA y replicadas las veces que haga falta”. Y listo, tan sencillo como eso. Para el autor, legislar no parece una opción válida, por lo que sea, así que parece que solo nos queda cruzarnos de brazos.
Como artistas, tenemos que desarrollar nuestra propia especificidad. Tomar distancias y salir de internet
Son este tipo de actitudes, a las que aludía anteriormente, más peligrosas que la propia IA: la inacción por el asombro, la IA como luz para los insectos, sin pararse a pensar en el verdadero coste e impacto de una tecnología semejante. Así que la queja, la pedagogía y la repulsa pasan a ser nuestras armas. Ante el pisoteo impune, garrotazo (simbólico) al telar. Aplicaciones como Glaze o PhotoGuard, que se encargan de arruinar el código de las imágenes para que las IAs no puedan aprovecharse de ellas son una buena opción, así como acudir a las diferentes asociaciones de ilustradores, darle la vuelta al rumbo de la conversación aprovechando plazas mediáticas como esta y apelar a los organismos públicos para que ejerzan su autoridad. Otra cosa es que estos mismos organismos públicos tengan la voluntad suficiente de atender sus obligaciones.
Pero también creo que, como artistas, tenemos que desarrollar nuestra propia especificidad, la voz que nos hace únicos. Tomar distancias y salir de internet, alejarnos de modas y tendencias, dejar de replicar nuestro propio trabajo, ofrecer (y en pequeños sorbos) aquello que solo nosotros, en tanto seres humanos, podemos ofrecer. Explorar lo feo, lo difícil, lo esquinado, lo subterráneo, lo que escapa a las mandíbulas de la IA porque no sabe cómo morderlo. Un giro copernicano a cómo entendemos nuestra profesión y nuestro trabajo, quizá necesario si no queremos recoger los restos que caen de los dientes de la bestia (iba a escribir “bestIA”, pero me ha parecido hortera en exceso, mejor dejarlo aquí).
La última polémica desatada por el uso de la Inteligencia Artificial (de ahora en adelante, IA)... Nada, nada, esto es puro cebo periodístico: en el momento en que escribo estas líneas, a saber cuál habrá sido la “última polémica” relacionada con la IA. Cada minuto brotan como caracoles en mayo, todas regladas...
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Pablo Ríos
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